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jueves, septiembre 14

Yolanda Castaño

Vous dont la bouche est faite à l'image de celle de Dieu
Apollinaire
Antón Sobral la imaginó sirena en mares oscuros y revueltos a la suave hora del atardecer. Tiene el rostro dibujado por la geometría de una tristeza exacta, cercana al desaliento, y sus ojos respiran la luz que la separa del mundo: parece haber sido esculpida en piedra blanca, una muñeca lacada, pero el artista le dejó un cuello largo y frágil que da la poética impresión de poder quebrarse como el tallo de una amapola.
De tanto gustarse Yolanda Castaño se ha convertido en la Yolanda Castaño que aspiró a ser: una corriente estética empapada en la soledad inflamable del poeta, protegida y esclava de un talento temprano y deslumbrante. La primera vez que la vi fue hace cinco años bajo la luz opaca del gran salón del Café Moderno. Su vestido rojo capote empalidecía al lado de las rebecas con las que las viejecitas del Moderno se protegían de la ventisca del invierno a la hora del descafeinado. Castaño se arrulló en una silla y la entrevista pasó sin pena ni gloria: yo, encandilado por aquellas ancianas que tiraban las horas al suelo para pisotearlas con violenta ternura; la poeta, abrumada por su propia distinción, su belleza a ratos barroca entre aquella luz mortecina y oscura. Nos despedimos sin habernos presentado, y sólo al día siguiente al ver la entrevista publicada en el periódico supe que había hablado con ella: había oído que era etérea, pero nunca imaginé que tanto.
Con el tiempo he oído hablar más de Yolanda Castaño y Yolanda Castaño ha ido hablando más de ella, exhibiéndose perfumada en los semanarios nacionales, que es el altar mediático de los poetas de hoy, lo que en el Siglo de Oro venía siendo la Corte. Ahora la tenemos plantada en la siesta del mediodía de la TVG, en un decorado triste donde da cuenta de “consoante e vogal”: un Cifras e Letras del que lo único que rescatamos es su ausencia perpetua emboscada en una sonrisa de párvula. No es su sitio y parece intuirlo, llamando con la mirada a la audiencia para que la rescate del plató y la emparede entre dos poemas. Uno la prefiere triste y callada y distante y ajena y hostil, como si la hubiese parido un susurro azul en medio de una cueva.
Hace unos años en Soutomaior, antes de que Sobral la imaginase princesa, Yolanda Castaño se imaginó ahorcada. Allí estaba en una foto colgada del castillo como la aguja de un reloj: una blanca princesa emergiendo de un cielo plateado y ruidoso como un río, con sus vértebras heladas por la sangre. “Quero aprender a saír”, escribe en uno de sus poemas. La turbulenta magia de la sencillez: las palabras limpias y transparentes, el suelo abierto de la poesía arrojando sombras donde antes se pisaba la supuesta luz de la verdad. “Quiero escribir, pero me sale espuma / quiero decir muchísimo y me atollo; / no hay cifra hablada que no sea suma, / no hay pirámide escrita, sin cogollo”, nos escribió Vallejo. ¡Vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva!

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