Me he trasladado! Redireccionando...

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sábado, diciembre 30

2007

Aquel fin de año atentó ETA en Barajas y ahorcaron a Sadam. Al hombre le colocaron una soga tres encapuchados y él se agarró al Corán. A todos nos resultó curioso que la dignidad que no tuvo en vida le llegara de repente a la hora de la muerte: coincidimos en que se tenía que haber muerto antes. Pero estaban sirviendo un vino tinto y espeso, y llegaban nuevos invitados lanzando palmas y repartiendo abrazos. Afuera el campo se iba llenando del presagio cierto y luminoso de un nuevo año, y brindamos por la salud, el dinero y el amor. Horas después las muchachas, casi todas con vestidos negros de faldas largas y hombros muy morenos, rodearon el micrófono y cantaron: “She loves you, yeah, yeah, yeah”. Aquel suelo de mármol blanco se fue llenando de ceniza y cigarros pisoteados y hielos derritiéndose a los pies de los sofás orejeros donde se dormían roncando dulcemente los primeros borrachos. No había afuera rastro de la luna y si uno se alejaba lo suficiente de la casa se podían escuchar los ladridos de los perros en el pueblo de al lado. Era 1 de enero. En cuanto a mí, pensé un instante en algo que me sigue conmoviendo. En el vídeo, Sadam aparecía no como un criminal ni como un padre ni como un dictador: sólo era un hombre. Al final, pensaba vagamente, agitando el champagne, siempre se acaba matando a un hombre. Dentro, una mujer inclinó su cabeza delicadamente hacia nosotros y susurró: “El Universo sabía que veníamos”. En aquel momento todo era posible, incluso yo mismo. Sonreíamos borrachos de alegría, bajo la luz de un amanecer rojizo que saltaba con furia por encima de los setos del chalé, y nos felicitamos íntimamente por tener la piel tan suave y los sueños tan cercanos, al alcance de nuestra secreta ambición. Pero el tiempo, invisible, había dado un paso más a nuestra espalda.

miércoles, diciembre 27

Humbert Humbert

Se cumple medio siglo de la aparición de Lolita, la criatura espectral y obscenamente joven que creó Nabokov. Lolita, la punta de su lengua, no sólo sepultó el trabajo ímprobo de su autor (un brillante estudioso de la literatura y, sin embargo, un literato genial: probablemente una especie única) sino que se llevó por delante a una figura gris y atenazada que se va desempolvando a sí mismo a través de la novela hasta llegar a transparentarse, horrorizado: Humbert Humbert. A nuestro protagonista le ha ocurrido lo que a tantos: el destino le privó de gloria, quizás porque en Nabokov primaba la belleza y Humbert era un sucio esclavo de ella, no dueño. Maduro hombre de días grises, profesor de poesía francesa (“Heme aquí ante todos un hombre lleno de sentido”), Humbert busca a su mujer muerta en las delicadas nínfulas de las primaveras blancas hasta que reconoce en Lolita la reencarnación soñada, el suave amanecer de una belleza irrompible. En la obra, turbia y oscura a causa de la pasión desbordante de Humbert, sobresalen sin embargo los “tiempos mejores”, aquello de lo que hablaba E.M. Forster en Maurice. No es un asunto menor aquel del tiempo irrecuperado, el amor adolescente dejado atrás entre las ortigas de los primeros besos y los reflejos ya lejanos de las últimas luces, cuando la vida no era más que un presagio. La mirada de Natalie Woood en ‘Esplendor en la hierba’ dejando atrás a Warren Beatty criando prole, lleno de hollín (“aunque mis ojos ya no puedan ver el puro destello / que me deslumbraba”) se empapa en la misma desolación que Humbert al descubrir a Lolita convertida en una embarazada que friega platos. Hablan de lo mismo, en un diálogo reproducido a través de los siglos al que Nabokov supo poner su punto de horror, su escandaloso y abrasivo andamiaje humano.

miércoles, diciembre 20

Invisibles

En torno a las diez de la mañana se asoma una bocanada de sol frío al corazón de la plaza de Barcelos, ha llegado el invierno helado, y enseguida centellea el verde pálido de los jardines y se arrebujan los cuerpos de dos yonquis en la esquina polvorienta de una obra. A esa hora vagabundean los primeros perros, o los últimos, y continúa el desfile de tipos rápidos y bien peinados saliendo y entrando de la boca del párking, como quien entra y sale de la vida, o del infierno. Es una mañana de diciembre soleada y en una hora rodarán los primeros viejos. Pontevedra, a poco que se observe, se va llenando despacio de esos viejos en sillas de ruedas que esperan la hora del paseo con la misma dignidad que la hora de la muerte. Hace algunos años, y probablemente aún ahora, estaba mal visto usar la palabra viejo, que es una palabra distinguida, fonéticamente dura, y que lleva en su pronunciación la mojama de años amarillos y pasados retumbantes y gloriosos, cada uno a su manera, que se le presuponen a un viejo. Estos viejos que salen con el sol del mediodía en silla de ruedas son empujados levemente por señoras sudamericanas. Los españoles colonizamos América a sangre y fuego a la hora del desayuno, decapitando niños, y los americanos nos colonizan despacio y suavecito, empujándonos en el dulce estertor, acompañando la soledad de siglos de viejos que no se valen por si mismos: es un colonización ejemplar, que recorre las calles de nuestra Pontevedra al ritmo cansino, lento y duro de una mañana que no arranca. Tengo a varios de esos viejos fichados y tengo también fichadas a sus cuidadoras, que oscilan entre los treinta y los cincuenta años, y los acompañan empujándolos y escuchándolos tranquilas, acercándoles el oído al otro lado de la silla, ellas que van detrás sin guantes en este invierno helado, apoyando tiernamente su oreja en la antesala de su boca, (en un mundo éste en que escuchar sale muy caro, y hablar barato, y todo se espesa de repente, haciéndose de noche o, peor, de día: “No he querido saber, pero he sabido”, empezó Javier Marías ‘Corazón tan blanco’). En Barcelos compartí alguna mañana con uno de ellos, bravo, listo y rápido que era un tratado de malhumor. Vacilaba a la muchacha y, cuando se aburría, la mareaba (“llévame para allí, que se está marchando el sol”). Y se apreciaba entre ellos el hilo invisible de la dependencia, la palabra maldita en el diccionario del viejo que no se puede levantar a mear: que no se puede siquiera levantar a morir. Y también se adivinaba, brutalmente, la compañía: aquel viejo tenía un hombro y unas manos y un oído para él, y a veces, en medio de un silencio extraño y oscuro, necesitaba molestar sin venir a cuento para saberse, para sentirse, como una suerte de pellizco, pese a la soledad, el cansancio, la irrelevancia de su presencia / ausencia, el frío de las mañanas sin sol y los perros sueltos, y algún yonqui muriéndose en el estanque plateado del futuro. Ayer por la mañana en la calle Augusto González Besada se paró frente a Caixanova un viejo al que nunca había visto y ordenó frenar despacio a su cuidadora, una mujer mulata de cierta edad, redonda y amable y cercana. Levantó el dedo despacio para señalar el edificio, y pronto le empezó a explicar cosas del pasado, lugares que sólo sus ojos habían visto porque sólo sus ojos permanecen en pie, a pesar de la piel marchita que los rodean, piel arrugada que cae despacio en el amanecer del siglo, y a pesar de su voz despellejada y los años amontonados en el armario de la memoria como zapatos viejos que nadie se quiere poner, porque nadie tiene paciencia o ganas. Dejé a mi espalda la estampa de la señora de Medellín o Bogotá escuchando las palabras invisibles de aquel hombre invisible hablando de un mundo invisible, y entré aquí con la vaga idea de pensar un rato en ello, pero no mucho, y escribir unas rápidas líneas, algo breve y sencillo.

lunes, diciembre 18

El nunca o faría

Las profundidades televisivas en la madrugada del domingo tienen un vencedor por goleada: la TVG. Ni siquiera Risto Mejide, un producto dedicado a denunciar otros productos, en un ejercicio endogámico presidido por el Producto Máximo, Jesús Vázquez, le llega a la TVG a nada. Tampoco Punset, emperrado esta semana en que nos toquemos el dedo pulgar de la mano izquierda, colocada detrás de la cabeza, con el índice de la mano derecha, con el que previamente nos habíamos tocado la punta de la nariz (los catorce españoles que estábamos viendo el programa debimos dar una imagen lamentable, pero digna: más se perdió con Uri Geller).
Cuando todo esto pasaba, y no era poco, ya emitía la TVG Onda Curta, un programa pensado para difundir las excelencias audiovisuales del país. Hace un par de meses se estrenó O ladrón de bonecas, un corto de animación en plastilina de Fernando Cortizo: un pequeño cuento de apenas diez minutos con su particular trasfondo de horror que dejaba una rara sensación de inquietud. Y esta semana alcancé a ver, desde el principio (raro privilegio para quienes ejercemos sin piedad el zapping) El nunca o faría: un cortometraje de Javier Cea que tiene a Víctor Mosqueira (Mofa e Befa) de protagonista. El argumento es sencillo: una chica (Mar Sande) sale de trabajar y se encuentra en una esquina a un hombre desamparado y jadeante que, al recibir las caricias y el cariño de la muchacha, la persigue hasta despertar la ternura de ella. La chica lo adopta, lo mete en su casa, lo baña y lo saca a pasear atado a una corbata por los jardines de la ciudad.
Mosqueira, que tiene un registro gestual maravilloso y que a mí a ratos se me parece excepcionalmente a Luis Figo, lo borda en su papel de perro tierno en el que nos retratamos todos cuando en algún momento de nuestras vidas somos rescatados por la generosidad ajena. El cortometraje se limita a exponer la dificultad de una mujer al hacerse con un hombre. Una de las gracias más logradas de la película ocurre en la tienda de hombres. Allí, entre jaulas con niños, una dependienta (Isabel Martínez) atiende a la protagonista, desconcertada: “Nunca tiven a un home, e non sei qué come, ou qué lle pode gustar”. Lo primero que se le ofrece es una “perrecha mecánica”. La palabra “perrecha” tiene en la TVG connotaciones históricas. La “perrecha” es a la TVG lo que “Boys, boys, boys” a TVE. No se entiende la sexualidad de una generación sin el escote desbordado de Sabrina en la gloriosa Nochevieja del 88 y el pase de Asesinos Natos por la TVG en el 97. En la película, Juliette Lewis se sube al capó del coche, se levanta la falda y le dice a Woody Harrelson: “Cómeme a perrecha”. No hizo falta una palabra más. Ni siquiera un plano: ahí murió Magnum.
El cortometraje de Cea parte de una idea original y un planteamiento curioso que deja incluso alguna puerta abierta al aspecto filosófico sobre las relaciones entre mujeres y hombres, aunque hace falta ser muy optimista para emprender tan devastador camino. A mí me tuvo enganchado los quince minutos que dura no por Mosqueira, que lo hace muy bien, sino por una cuestión mucho más mundana: Mar Sande. He navegado por internet para acercarme tiernamente a ella y saber de qué planeta venía (“¡de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés!”, le gritaba Morales a Maradona), pero la aventura se vino abajo pronto: naufragué al primer revés de Google. No hay más datos de ella que su participación en El nunca o faría. Ni siquiera se desprende alguna pista sobre una belleza tan extraordinaria como singular. Pero la muchacha (su rostro mañana) es una temeridad, un misterio, un escándalo.

sábado, diciembre 16

Telmo Martín

La despedida de Telmo Martín en Sanxenxo, con las damas llorando sin excepción (¡lo que va a ganar este año el Ravachol!) y los caballeros de la oposición sacándose la chistera para agradecer su “exquisito trato”, expone cruda su política: una política de emociones. Prioriza el sentimiento, que es un músculo peligroso en la política nacional pero agradecido en la local. Es hiperactivo: rasgo de los hombres hechos a sí mismos que no vacilan, en la sobremesa, en mancharse los puños de sus camisas con la nata de la tarta mientras recuerdan llorosos la fina línea que separa la humildad de su juventud con el esplendor millonario de su madurez. Esa clase de hombres, que proliferan en España a diferencia del resto de Europa, donde son las sagas quienes soportan el peso de la riqueza y apenas hay rendijas por las que se cuele un pocero, lleva el exceso en su genética. Excesivo es su trabajo y su desprendimiento: excesiva también es su ambición, y a menudo el precio que pagan cuando son devorados por ella. Martín en Sanxenxo ha dejado una huella horrorosa: un pueblo irreconocible, pasto veraniego de una élite que refleja vivamente aquello que uno desprecia con despiadada ternura. El reloj gordo de oro, las jóvenes que los rodean a un precio asumible: un postureo infame, una vida de escaparate. Lo que no deja de ser curioso es que ese Sanxenxo mortalmente aburrido lo deje un hombre de pueblo con la característica del gran Gatsby: junto a él tienes la sensación de que no existe nadie más que tú. Ha sido un hombre agradable y generoso conmigo al que no votaré. Ahora será el primer candidato al PP que hable gallego en la Pontevedra del Casino. Y los carteles electorales de la oposición ya lucen las esquinas más estratégicas de la ciudad, anunciando promociones urbanísticas: son los de Construcuatro, su empresa. Como le encantan los retos, tendrá en la capital un adversario de altura: él mismo.

lunes, diciembre 11

Pinochet

Querían los maledicentes que la muerte de Pinochet, en un fabuloso quiebro del destino, coincidiese con la muerte de Castro: firme coartada para los que ahora despiden al dictador condenándolo con estudiada tibieza para añadir, sin sosiego, casi perdiendo los estribos, que “¡y Castro más!”, como si tuviera el dictador cubano, que llegó al poder mediante una Revolución para derrocar a otro dictador, algo que ver con su homólogo chileno, que exterminó una democracia traicionando al presidente que le confió la jefatura del Ejército dos semanas antes. Pero ahí tienen a Gustavo de Arístegui, a Ángel Acebes y a los profetas de las ondas hablando de Castro: ¿sabrán dónde está Cuba? Imperó la justicia poética y el destino le cedió un lugar relevante y un compañero de viaje acorde con su estatura estética: Pinochet murió el mismo día que Lauren Postigo.
Probablemente, y salvando el sanguinario retrato de Hitler peinado bruscamente a la raya y asomando ese bigote asociado ya por siempre al terror, en el siglo XX no haya un personaje que haya encarnado tan maravillosamente las siniestras cualidades que debe gozar un dictador. Al perfil habitual del chusco Tirano Banderas que ha asolado, como un huracán, la América del último siglo (uniforme militar, pistolones, bigotillo, gafas oscuras, medallas y bandas, gorras de largas y lúgubres viseras) Pinochet añadió un detalle espléndido que está a la altura de sí mismo y de esa gorda cifra de asesinados y desaparecidos que dejó a su paso: la capa. Una capa larga y gris con la que protegerse del frío de la conciencia y extender una sombra terrorífica sobre la población civil: no debió ser fácil ser niño durante los años de Pinochet, y crecer bajo el peso de esa sombra diabólica, cuando no directamente sin padres.
Escribió ayer Carlos Boyero en El Mundo que Pinochet no había dejado una frase para la Historia. No una, sino varias. Uno espiga estas dos fabulosas sentencias: “Los derechos humanos son una invención, muy sabia, de los marxistas” y “Miren qué economía más grande”, esta última al descubrirse sepulturas con dos o tres cadáveres en cada una. Fue su aportación intelectual a la Humanidad. Más depurado fue su grano de arena al sagrado altar de la tortura, que sofistica ahora con éxito el Gobierno de Estados Unidos en cárceles de medio mundo. El dominicano Trujillo, excelentemente retratado por Vargas Llosa en La fiesta del Chivo (libre imprescindible para entender el fenómeno kitsch del dictador latinoamericano), hizo comer a uno de sus prisioneros políticos los huevos cocinados de su hermano (del hermano del reo, no del dictador, que ésos ya se los comería él). En Chile los eficientes oficiales del servicio de inteligencia fueron más elegantes: entrenaron a los perros para que aprendiesen a violar prisioneras.
Tiene uno una memoria literaria (una memoria sentimental) que está estrechamente ligada a Pablo Neruda, a su poesía extensa y lluviosa que surgió de los barros de Temuco y se apagó febril en una casa rodeada de militares en Valparaíso, y por extensión de Neruda a Mistral, y a Salvador Allende. Hace cinco años vino su hija Isabel a Pontevedra, invitada por el Ateneo, y le pregunté al final de una entrevista por el último recuerdo de su padre. El titular a fuego: “Del 11 de septiembre del 73 recuerdo la serenidad de mi padre y sus palabras: tengo fe en Chile y su destino”. Medio mundo lamenta la muerte del dictador sin una condena sobre su espalda. Murió en la cama, como Franco, pero Franco lo hizo creyendo haber cumplido la misión divina de salvar España y Pinochet lo hizo sabiéndose ya apestado, aplastado por la vejez cruel que corresponde a un asesino. Querían sus seguidores cómplices que fuese enterrado con honores. Lo será con unos honores muy especiales: los de un hijo de puta.

Alejandra

A Alejandra le pedí un beso y ella se escandalizó y dijo ‘no’ y dejamos pasar los días. Así nos conocimos. Poco sabía yo que Alejandra pertenecía a una generación robada, a una generación aplastada, sin inocencia ni esperanza. Y que en Viña del Mar se paseaban en su infancia fantasmas con capa y gorra, un punto siniestros, con el bigote recortado manchado de sangre. Alejandra es chilena, hija de la dictadura, y creció a finales de los setenta sabiendo que el hombre del saco merodeaba por allí: el hombre del saco taladraba las manos de Víctor Jara en el Estadio Nacional y ordenaba, sin imaginar que el presidente se suicidaría, arrojar el cuerpo de Salvador Allende en mitad del océano. “Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país... Pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”, dijo el general, ocurrente. El hombre del saco de las noches de Alejandra era uno en varios cuerpos, invisibles, ingeniosos: entrenaban a perros para que supiesen violar prisioneras. Alejandra se curó viajando y cuando la conocí este verano estaba en San Sebastián cuidando a Matilde, una niña listísima que creía en el planeta de los helados. Alejandra tenía los ojos grandes como nueces y apenas hablaba de Pinochet y del 11 de septiembre de 1973. Y aunque no hablaba, y paseaba en silencio por La Concha sonriéndole al suelo, yo sabía que ella era Chile, y en aquella mirada, en aquella niña de 27 años, viajaba la Historia de su país, fusilada por los escuadrones de la muerte. Luego Alejandra vino a visitarme a Galicia y yo no fui tan encantador, quizás porque uno desprecia aquello que quiere y acaba rompiéndolo todo, como un niño malcriado. Pero todavía la recuerdo e imagino creciendo: la única luz entre las altas sombras de Viña, Valparaíso y Santiago. Una estrella sin capa y bigote. Una paloma entre lobos.
Pontevedra, 14-09-2003

domingo, diciembre 10

Llueve

La lluvia en Santiago es arte: el cielo coagulado del anochecer recortándose por encima de la sombra de la Catedral bajo un orballo triste y pertinaz, empapando dulcemente la juventud. Y Serrat cantando bajo un paraguas, camuflado en la plaza de la Quintana: “Llueve / sobre los chopos medio deshojados / sobre los pardos tejados”. Pero hasta el arte fatiga, y escandaliza, y a ratos daña. Dalí paseaba a una rubia millonaria desnuda atada una cuerda y con un cencerro colgado al cuello por las calles un poblachón franquista: para el gran masturbador, aquello era arte. En realidad la lluvia en Galicia es arte para quien se lo cree: Pérez Varela, una excursión de Salamanca y algún poeta local. La lluvia en Galicia es una emoción y una manera de verlo y a veces una postal: una lluvia de la campiña inglesa que invita a la contemplación boba rasgando una guitarra con barba de cinco días y jersey de lana. Pero ahora nos sorprende el arte con una sacudida muy mediterránea, muy valenciana: el meridiano de Greenwich nos la está jugando por la espalda. No han caído bajo el peso del agua las huertas de los naranjos, pero el quejido de los rumorosos empapa las noches de tormenta y, de repente, se ha venido abajo la vía rápida del Salnés. Ha sido tan fácil como partir un chicle. Ha caído con el agua, como caen los caminos de tierra: de barro somos y al barro volveremos. Mereció la pena, sin embargo. La estampa nocturna de un Cuiña hamletiano paseándose por el asfalto agrietado y silabeando su ardiente defensa no tiene precio. Él, desde el más allá, quiere que se explique lo que ocurrió: a veces aún hay arte después del arte.

jueves, diciembre 7

La España sudada

Los anglosajones siempre han mirado a los españoles con cierto repelús. A sus ojos las mujeres ibéricas siempre han tenido bigote, a Victoria Adams Madrid le huele a ajo y las carreras de Camacho en el Mundial aireando los sobacos empapados no ayudó mucho a restaurar nuestra imagen. Son prejuicios, algunos, que arrancan desde Felipe II, cuando en el Imperio nunca se ponía el sol: ni siquiera en Cataluña. Desde entonces hemos sudado mucho. Europa nos ve como un destino turístico agradable porque aquí hace un calor de espanto, por eso las playas y las discotecas se llenan, y nosotros sudamos tanto que parecemos fuentes públicas. No es sólo eso. Hay pinchos a todas horas y terrazas y gordos en camiseta de asas sentados en un taburete de madera en un bar de Almería gritando con una cerveza en la mano “España, España” mientras pide otra de boquerones. También están las colas, las muchedumbres que se organizan en las manifestaciones contra Zapatero y las carreras para llegar al súper antes de que cierre, porque en España se deja todo para última hora. Luego están los políticos, los periodistas, los sablazos del banco y los horarios de trabajo. Y finalmente, cuando nos sentamos en el sofá para ver terminar el día, está España. Qué es España. Dónde está España. Hacia dónde va España. Por qué se llama España y no Macedonia. Nos llaman al teléfono y nos preguntan para una encuesta si usted es más gallego que español o si es usted más idiota que español. No nos duele España: España nos suda. O, mejor dicho, nos la suda.

Lo raro no es que Fernando Savater dijese hace unos meses que a él la idea de España “me la suda y me la sopla”, sino que no lo hubiese dicho antes. Arcadi Espada, que compartía foro, se apresuró a decir que a él la idea de Cataluña también se la sudaba. Fue una lástima que el tercer invitado, Roberto L. Blanco Valdés, no añadiese que a él, para variar, la idea de Galicia se la sudaba y mucho. Pero en Galicia el sudor a veces se disuelve en la lluvia, como estos días grises del invierno: quizás, por aquello de las gaitas o de los bares, debió decir que se la soplaba. Estaban los tres (un gallego, un catalán y un vasco) en un debate del Estatut, porque hasta hacía poco no existía un debate en España que no fuese sobre el Estatut, y en cada restaurante (restaurante de altura, quiere decirse: a los del menú del día van los curros y ahí se habla de la España real) había una conversación sobre el Estatut, sobre la OPA y sobre Jiménez Losantos, que se puso de moda y ya sale en los titulares, que es lo peor que le puede pasar a un periodista y lo mejor que le puede pasar a él. En el debate dijo Savater una gran frase: “A mí lo que me interesa son los derechos, los valores y los ciudadanos: la idea de España es para fanáticos y semicuras”. No hay que poner a sudar muchas neuronas para decir eso, pero nadie lo ha dicho nunca antes que Savater. Quizás por eso Savater es Savater y España es España.

miércoles, diciembre 6

Para ganar el Nobel

martes, diciembre 5

El día del gañán

Corría el minuto no sé cuantos de un Real Madrid-Racing de hace unas jornadas, y un tal Garay clavó un golazo en la escuadra de Casillas poniendo el balón a trescientos kilómetros a la hora. Probablemente Juninho Pernambucano soñase algún día con marcar un gol así. O él, o Koeman, al que también le gustaban las cosas de las faltas. Al silencio del Bernabéu le siguió el silencio de la cafetería, hasta que el colega que tenía al lado apuró el mosto y dijo: “¿Tú te fijaste que en todos los partidos contra el Madrid siempre aparece un gañán haciendo algo que no va a volver a hacer en su vida?”. Lo pensamos ambos en silencio, mientras el bar ya masticaba el gol: era verdad. Es un hecho científico incontestable. No es que ya los rivales se crezcan en el Bernábeu y saquen lo mejor de sí mismos y sea un escaparate formidable y todas esas cosas, que también: es que hay un gañán por equipo que se convierte, automáticamente y por obra de un milagro, en un Maradona de noventa minutos. Hay casos inolvidables, pero uno de los más llamativos (por las consecuencias funestas que tuvo para el Madrid) es el de Munitis. Munitis es un jugador tirando a Paco Llorente pero sin llevar la sangre de Gento: o sea, uno del montón. Contra el Madrid montó cada espectáculo verbenero que no hubo más cojones que ficharlo. Ya con la camiseta blanca, Munitis perdió el origen de su talento: enfrentarse al Madrid. Y se diluyó en carreritas sin sentido por el prado madrileño, amagando de vez en cuando con regatear a Salgado, que eso sí lo sabía hacer muy bien, hasta que le dieron puerta. Por supuesto, al año siguiente y de nuevo en el Racing, Munitis jugó el mejor partido de su vida y marcó dos golazos... contra el Madrid. Hay más casos que deberían ser estudiados con profundidad. El último de ellos es el de Carew: un gigante torpón que pasó sin pena ni gloria por el Valencia y que calienta banquillo en Lyon. Salió hace dos semanas a jugar en el Bernabéu y parecía haber bajado de Marte. Destreza, calidad, fuerza, desmarque y puntería. Un Van Basten fusionado con Romario: la locura. Pasó el Madrid y volvió Carew al baúl de la mediocridad, de la gañanería, donde se amontonan las cenicientas incapaces de vivir otro sueño dorado que no sea el de machacar al Madrid.

lunes, diciembre 4

La máquina del tiempo

Más allá de la lúcida contribución de Orballo ayer en estas páginas (“España no está desmembrada, sino desincronizada”), la propuesta del BNG de tener un huso horario propio en Galicia restándole una hora para ahorrar energía ha de contextualizarse en un ejercicio de coherencia universal. Galicia es una comunidad históricamente atrasada: eso se ha repetido por activa y por pasiva, incluso sin vaselina. Días atrás se hacía público un estudio sobre nóminas del que se arrojaba el dato esperado: a pesar del espectacular repunte de mi sueldo, la media gallega es la más baja de España. También estamos a la cola en crecimiento económico, en índice de paro, en recepción de inmigrantes (que se lo huelen, y a la altura de León dan la vuelta y regresan como pueden a Sierra Maestra) y probablemente en el despertar sexual (si en Madrid se empieza a follar a los 17, en Galicia quizás la media esté ahora en torno a los 34).
Con todos estos datos en la mano, apelotonados en gruesas carpetas de cartulina azul, los asamblearios del nacionalismo gallego decidieron este fin de semana que lo normal en estas circunstancias es ir por detrás en todo, incluso en el tiempo. La medida está bien pensada. Pasaremos a tener la misma hora que Canarias, destino elegido de unos años aquí por la juventud gallega para encontrar trabajo gracias a la suculenta política del Gobierno Fraga: empanada y pulpo a los mayores del rural en festines con trombón; billete a Lanzarote, bandeja y servilleta para los mozos, a foguearse como Julián Muñoz. De esta forma, el hijo no despertará al padre a las doce de la noche con una llamada inoportuna, y la industria gallega ahorrará la energía del señor, que al día siguiente rendirá al cien por cien: igual es que van por ahí los tiros.
El BNG comenzó su asamblea con un lema: “A nación en marcha”. No se entiende por tanto que una de las medidas propuestas por los nacionalistas sea retrasar la hora: es ponernos en marcha andando para atrás, como el cangrejo: así no vamos a llegar nunca a donde queremos llegar, que no lo sabemos muy bien pero ya falta una hora más. En cualquier caso, proporcionalmente el BNG se ha quedado corto. Galicia está por detrás en todo, pero no una hora, sino varias. Lo más lógico sería que, juntando minuto a minuto en la tabla de comparaciones económicas de los diferentes sectores en los que estamos a la cola, se propusiese ir detrás no una hora, sino 24, del resto de España: al fin y al cabo, cada país lleva su propio ‘tempo’. Imaginen la voz lanosa de Francino, adormeciendo la mañana: “Son las siete de la mañana de este cinco de diciembre, una hora menos en Canarias y un día menos en Galicia”. Y así, en un largo rosario de asambleas, ir retrocediendo poco a poco hasta llegar al siglo V: los suevos. Se trata, en esencia, de una táctica inteligente que busca llegar al origen de la especie, nuestra regresión darwinista. Cojan, pues, algo de ropa y súbanse a la máquina del tiempo. El viaje promete.

domingo, diciembre 3

Pirolón

Ha habido en esa sentencia a morir en la horca de Sadam Husein un hecho de relevancia histórica por el que se ha pasado casi de puntillas, pero es algo enormemente trascendente si atendemos al recuerdo estético que se tendrá del gran dictador. Si su muerte se produce siguiendo el clásico patrón del nudo de la horca, éste colapsará las venas yugulares y las arterias carótidas y, además, como morirá de pie tendrá una erección postmortem: Sadam morirá empalmado. Tenemos ahora en el imaginario dos imágenes resueltas de Sadam: una disparando una pistola en un balcón y otra desparasitado por un médico americano. Son estas postales las que quedarían grabadas en el particular álbum de la ignominia humana si Husein finalmente disuelve sus últimas horas en la cárcel, bajo el peso de una terrible vejez que le acabaría convirtiendo en un Pinochet inflado abrazado al Corán. Sin embargo, la horca le devolverá el triunfo y, de paso, enderezará su pene, y con él su destino: será su venoso y fibrado corte de manga a Estados Unidos, como un Cid que después de muerto no gana batallas, pero las levanta. Poco importará entonces que no fuese un gran promotor de elecciones: el póstumo legado de Sadam será, como cantaba Javier Krahe, una gran erección en plena Plaza Mayor. El ahorcamiento no será baladí: se calcula que si fuese televisado habría una audiencia de 200 millones de personas, que es más o menos la cuarta parte de lo que reunió en su día más flojo la última serie de Ana Obregón. Hay conexión: Ana pretendía hacer a su modo con nosotros lo que la horca hará finalmente con Sadam: truculentas paradojas. Por último, no descarten que como plato fuerte, comprobada la última afrenta del dictador y tiesas ya las horas, dos arrojados marines hagan ondear una orgullosa bandera estadounidense en su babilónica pirola suní.