Me he trasladado! Redireccionando...

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jueves, junio 28

El despertar (II)

New York, New York
Frank Sinatra

Nueva York es el amanecer temprano y limpio del 11-S con las calles hirviendo y esa sorprendente paz que siempre antecede a la tragedia, como el mar que se recogió en silencio en las playas de Thailandia para volver con la fuerza destructora de un volcán. Los alrededores del viejo World Trade Center son un ir y venir de máquinas y grúas rodeadas por el espíritu de la pérdida, inmóvil y acechante: un mural de fotografías de la catástrofe y cientos de dibujos escolares hechos por los huérfanos de las víctimas y en los que se lee un perturbador “Dónde estás, papá?”. Nueva York de mañana es una procesión de Lincolns, limusinas y taxis que ya no conduce Al Pacino. Es también el rugido sordo de Wall Street: el latido primigenio del capitalismo encarnado en yuppies que se acercan a las doce y media a Central Park, se sientan en un banco, se descalzan y abren un envase de ensalada para picotearla junto al maletín mientras su mirada deambula de un lado a otro en perfecta soledad. Pero Nueva York es, sobre todo, el paseo caluroso a Staten Island para contemplar la Estatua de la Libertad y, al remontar, toparse con la vista innmortal del sky-line de Manhattan: la poderosa emoción de la primera vez, con el sol centelleando en las cristaleras de los rascacielos y, detrás, el Empire State. El sobrecogimiento no se reduce ni siquiera desde las alturas del gran Padrino de los rascacielos, con el recital de piscinas, helipuertos y pequeños paraísos que se contemplan en los tejados de los edificios más lujosos: los supermillonarios de Nueva York apenas bajan a la tierra a contaminarse de la polución de los taxis y el curry de los paquistaníes. Y tampoco Times Square, y su ominoso despliegue publicitario que uno recorre impactado la primera vez, con el alma en vilo bajo la deslumbrante luz de los estrenos de Broadway y el cegador bombardeo publicitario de M&M, Sony y el estreno de la Paramount. De todas las postales, incluyendo la carrera alocada de tres modelos rubias de veinte años saliendo cargadas de bolsas de Cartier en la Quinta Avenida para subirse a una limusina blanca de cinco puertas que recorre diez metros y las deja en Louis Vuitton, no hay ninguna que se perpetue con tanta fuerza como el asombroso acercamiento a Manhattan desde las aguas mansas del río Hudson. La impresión es brutal, pero de una belleza tan inalcanzable que al cine no le ha quedado más remedio que bañarla de leyenda y al mundo recibirla como tal. Es el símbolo de Nueva York: una metáfora que describe como nadie sus placeres y también sus horrores, señalados con el dedo por los miserables que vagan hablando solos en algún rincón de Riverside Park, los hispanos que regresan a última hora de la miseria de sus trabajos, los negros que agitan como campanillas de Navidad los vasos llenos de peniques y todos aquellos que pasean de noche cargados de bolsas de basura buceando entre los despojos de la clase media a pocos metros del Walford Astoria (donde te prohíben la entrada si vas en camiseta, gorra o vaqueros rotos), del Warwick Hotel (en el que paraban Elvis Presley, los Beatles y vivió, en la suite que rodea el edificio, Cary Grant) o el Four Seasons (11.000 dólares una noche en una suite). He ahí los opulentos contrastes de Nueva York, y su frondoso jardín del que surgen los judíos ultraortodoxos leyendo la Torá en el metro, los negros del hip-hop cantando en las estaciones, un tierno ramillete de pijas hablando por teléfono mientras salen y entran de las tiendas del Soho, compañeros de trabajo comiendo en una terraza del Lower East Side, famosos haciendo la compra en algún lugar de Greenwich Village, los africanos acercándose en el mercado ambulante de Canal Street para ofrecerte la réplica exacta de un Rolex, aquella negra enorme como una montaña improvisando un concierto de gospel en la Penn Station, fanáticos de Lennon peregrinando al Dakota y al Strawberry Fields de Central Park, los espectaculares oficios religiosos de los negros en el Harlem, gente hablando sola por la calle y maldiciendo el minuto en que nacieron o los muchachos esculturales de Chelsea paseando de la mano al salir del gimnasio, en dirección al último restaurante de moda del que se ha hecho eco el Times.

martes, junio 26

El gran Gatsby (I)

Habíamos visto a Hillary Clinton a apenas diez metros de nosotros montándose en una berlina rodeada por cuatro guardaespaldas tan livianos que parecían invisibles, y treinta más hacían guardia desde las esquinas más insospechadas del Capitolio poniendo nuestras cabezas en el centro de sus dianas a larga distancia, o así lo imaginamos durante un instante en un arrebato sentimental. Fue una coincidencia tan extraña (estábamos solos, y los pocos turistas que subieron hasta allí aquel martes soleado se entretenían fotografiando la vista inmensa de la cúpula desde la parte trasera) que a punto estuvimos de tropezar con una ligera flota de negros delgados y altos, también con auriculares y gafas de sol, que se dirigía caminando al Senado: Barack Obama y sus muchachos. Del estupor, pronuncié su nombre en alto mientras E., como una paparazzi avisada, retiraba el objetivo de la Clinton y lo apoyaba en él con tanta suavidad que Obama, pegadito a nosotros, nos sonrió elevando su flaco pulgar afroamericano. Eso había sido ya hace diez días, y la última semana, antes de regresar a Nueva York, decidí hacer algo mucho más romántico: encontrar a Jay Gatsby, el protagonista de la más luminosa novela de Francis Scott Fitzgerald. Esa noche dormimos a cuarenta millas de Nueva York en el peor motel de la costa Este, y habíamos repasado ya alguno, purgando la culpa de haber pasado un fin de semana en el edificio más elegante de Cambridge, la estilosa cunita de Harvard en las afueras de Boston. Pero se había cerrado la noche con violencia y teníamos sueño y habíamos escuchado tantas veces Brilliant Disguise que de repente empecé a cantarla de memoria en inglés: yo, que al llegar al taxi del JFK le di los buenos días al conductor con un "good shopping" tan entusiasta que casi nos lleva a los dos para su casa. En el motel un viejo preguntó por cuántas horas quería alquilar el cuarto sin despegar su mirada de la mía, como inquiriendo: "¿Cuánto tiempo necesitas, blanquito?". En la habitación, que estaba tan pegada a la carretera que de madrugada un par de coches frenaron junto a la ventana y dejaron caer varios dólares, un aire recargado y seco se abrió paso a recibirnos. Husmeamos aquí y allá, descorrimos las cortinas y abrimos la cama, ausculté la alfombra y al final, en una improvisada rueda de prensa a pie de campo, anuncié la amarga nueva: "Aquí huele a puta. Y no de las caras". Por la mañana desplegué el inmenso mapa de Nueva York con las maneras de un general, y rodeé con un círculo un saliente concreto, el más cercano a Brooklyn, de Long Island: Great Neck. Allí, en el West y el East Egg, se despliega la historia de amor, ascenso y caída del gran Gatsby. Al llegar no estaba Jordan Baker caminando de un sitio a otro "la mitad por las aceras, la mitad por el césped". Pero llovía, y después de recorrer sin mucho ánimo un manojo de calles principales, atestadas de tiendas baratas de letreros agresivos, llegamos a una zona residencial de casas limpias y ordenadas y discretas, de pequeños y largos jardines, con banderas mojadas y tráfico lento. Salí del coche sabiendo ya que no estaba en West Egg y que nunca llegaría, pero entendí que por pequeña que fuera la oportunidad de revivir aquella emoción de la primera lectura había que intentarlo. Paseé tratando de imaginar siquiera por un momento a Daisy Fay y Jay Gatsby uniendo sus manos en el porche en aquel verano de 1917, y buscando en el aire algún atisbo de la ambiciosa felicidad y el ofuscante amor, vibrante como la barriga caliente de un gato, de mi protagonista. Pero lo único que encontré fue el eco de las palabras de Gatsby, teñidas de insolencia infantil y enamorada: "¿El pasado no puede volver? ¡Claro que sí!". Y arrancamos hacia Manhattan a sepultar los últimos días entre los almacenes industriales del Soho reconvertidos en tiendas y el lánguido despertar de los rascacielos más deslumbrantes del Midtown.

martes, junio 12

Messi

Primero fue el gol, y ahora la mano. Sorprendentemente, las portadas y los comentarios de la prensa adicta apenas han reducido su entusiasmo. La trampa fue un motivo de fiesta: definitivamente, es la reencarnación. Lo lógico es que la euforia se desborde en cuanto llegue la cocaína. La droga es lo que tiene.