Me he trasladado! Redireccionando...

Deberías ser trasladado en unos segundos. De no ser así, visita http://www.manueljabois.com y actualiza tus enlaces, gracias.

sábado, diciembre 30

2007

Aquel fin de año atentó ETA en Barajas y ahorcaron a Sadam. Al hombre le colocaron una soga tres encapuchados y él se agarró al Corán. A todos nos resultó curioso que la dignidad que no tuvo en vida le llegara de repente a la hora de la muerte: coincidimos en que se tenía que haber muerto antes. Pero estaban sirviendo un vino tinto y espeso, y llegaban nuevos invitados lanzando palmas y repartiendo abrazos. Afuera el campo se iba llenando del presagio cierto y luminoso de un nuevo año, y brindamos por la salud, el dinero y el amor. Horas después las muchachas, casi todas con vestidos negros de faldas largas y hombros muy morenos, rodearon el micrófono y cantaron: “She loves you, yeah, yeah, yeah”. Aquel suelo de mármol blanco se fue llenando de ceniza y cigarros pisoteados y hielos derritiéndose a los pies de los sofás orejeros donde se dormían roncando dulcemente los primeros borrachos. No había afuera rastro de la luna y si uno se alejaba lo suficiente de la casa se podían escuchar los ladridos de los perros en el pueblo de al lado. Era 1 de enero. En cuanto a mí, pensé un instante en algo que me sigue conmoviendo. En el vídeo, Sadam aparecía no como un criminal ni como un padre ni como un dictador: sólo era un hombre. Al final, pensaba vagamente, agitando el champagne, siempre se acaba matando a un hombre. Dentro, una mujer inclinó su cabeza delicadamente hacia nosotros y susurró: “El Universo sabía que veníamos”. En aquel momento todo era posible, incluso yo mismo. Sonreíamos borrachos de alegría, bajo la luz de un amanecer rojizo que saltaba con furia por encima de los setos del chalé, y nos felicitamos íntimamente por tener la piel tan suave y los sueños tan cercanos, al alcance de nuestra secreta ambición. Pero el tiempo, invisible, había dado un paso más a nuestra espalda.

miércoles, diciembre 27

Humbert Humbert

Se cumple medio siglo de la aparición de Lolita, la criatura espectral y obscenamente joven que creó Nabokov. Lolita, la punta de su lengua, no sólo sepultó el trabajo ímprobo de su autor (un brillante estudioso de la literatura y, sin embargo, un literato genial: probablemente una especie única) sino que se llevó por delante a una figura gris y atenazada que se va desempolvando a sí mismo a través de la novela hasta llegar a transparentarse, horrorizado: Humbert Humbert. A nuestro protagonista le ha ocurrido lo que a tantos: el destino le privó de gloria, quizás porque en Nabokov primaba la belleza y Humbert era un sucio esclavo de ella, no dueño. Maduro hombre de días grises, profesor de poesía francesa (“Heme aquí ante todos un hombre lleno de sentido”), Humbert busca a su mujer muerta en las delicadas nínfulas de las primaveras blancas hasta que reconoce en Lolita la reencarnación soñada, el suave amanecer de una belleza irrompible. En la obra, turbia y oscura a causa de la pasión desbordante de Humbert, sobresalen sin embargo los “tiempos mejores”, aquello de lo que hablaba E.M. Forster en Maurice. No es un asunto menor aquel del tiempo irrecuperado, el amor adolescente dejado atrás entre las ortigas de los primeros besos y los reflejos ya lejanos de las últimas luces, cuando la vida no era más que un presagio. La mirada de Natalie Woood en ‘Esplendor en la hierba’ dejando atrás a Warren Beatty criando prole, lleno de hollín (“aunque mis ojos ya no puedan ver el puro destello / que me deslumbraba”) se empapa en la misma desolación que Humbert al descubrir a Lolita convertida en una embarazada que friega platos. Hablan de lo mismo, en un diálogo reproducido a través de los siglos al que Nabokov supo poner su punto de horror, su escandaloso y abrasivo andamiaje humano.

miércoles, diciembre 20

Invisibles

En torno a las diez de la mañana se asoma una bocanada de sol frío al corazón de la plaza de Barcelos, ha llegado el invierno helado, y enseguida centellea el verde pálido de los jardines y se arrebujan los cuerpos de dos yonquis en la esquina polvorienta de una obra. A esa hora vagabundean los primeros perros, o los últimos, y continúa el desfile de tipos rápidos y bien peinados saliendo y entrando de la boca del párking, como quien entra y sale de la vida, o del infierno. Es una mañana de diciembre soleada y en una hora rodarán los primeros viejos. Pontevedra, a poco que se observe, se va llenando despacio de esos viejos en sillas de ruedas que esperan la hora del paseo con la misma dignidad que la hora de la muerte. Hace algunos años, y probablemente aún ahora, estaba mal visto usar la palabra viejo, que es una palabra distinguida, fonéticamente dura, y que lleva en su pronunciación la mojama de años amarillos y pasados retumbantes y gloriosos, cada uno a su manera, que se le presuponen a un viejo. Estos viejos que salen con el sol del mediodía en silla de ruedas son empujados levemente por señoras sudamericanas. Los españoles colonizamos América a sangre y fuego a la hora del desayuno, decapitando niños, y los americanos nos colonizan despacio y suavecito, empujándonos en el dulce estertor, acompañando la soledad de siglos de viejos que no se valen por si mismos: es un colonización ejemplar, que recorre las calles de nuestra Pontevedra al ritmo cansino, lento y duro de una mañana que no arranca. Tengo a varios de esos viejos fichados y tengo también fichadas a sus cuidadoras, que oscilan entre los treinta y los cincuenta años, y los acompañan empujándolos y escuchándolos tranquilas, acercándoles el oído al otro lado de la silla, ellas que van detrás sin guantes en este invierno helado, apoyando tiernamente su oreja en la antesala de su boca, (en un mundo éste en que escuchar sale muy caro, y hablar barato, y todo se espesa de repente, haciéndose de noche o, peor, de día: “No he querido saber, pero he sabido”, empezó Javier Marías ‘Corazón tan blanco’). En Barcelos compartí alguna mañana con uno de ellos, bravo, listo y rápido que era un tratado de malhumor. Vacilaba a la muchacha y, cuando se aburría, la mareaba (“llévame para allí, que se está marchando el sol”). Y se apreciaba entre ellos el hilo invisible de la dependencia, la palabra maldita en el diccionario del viejo que no se puede levantar a mear: que no se puede siquiera levantar a morir. Y también se adivinaba, brutalmente, la compañía: aquel viejo tenía un hombro y unas manos y un oído para él, y a veces, en medio de un silencio extraño y oscuro, necesitaba molestar sin venir a cuento para saberse, para sentirse, como una suerte de pellizco, pese a la soledad, el cansancio, la irrelevancia de su presencia / ausencia, el frío de las mañanas sin sol y los perros sueltos, y algún yonqui muriéndose en el estanque plateado del futuro. Ayer por la mañana en la calle Augusto González Besada se paró frente a Caixanova un viejo al que nunca había visto y ordenó frenar despacio a su cuidadora, una mujer mulata de cierta edad, redonda y amable y cercana. Levantó el dedo despacio para señalar el edificio, y pronto le empezó a explicar cosas del pasado, lugares que sólo sus ojos habían visto porque sólo sus ojos permanecen en pie, a pesar de la piel marchita que los rodean, piel arrugada que cae despacio en el amanecer del siglo, y a pesar de su voz despellejada y los años amontonados en el armario de la memoria como zapatos viejos que nadie se quiere poner, porque nadie tiene paciencia o ganas. Dejé a mi espalda la estampa de la señora de Medellín o Bogotá escuchando las palabras invisibles de aquel hombre invisible hablando de un mundo invisible, y entré aquí con la vaga idea de pensar un rato en ello, pero no mucho, y escribir unas rápidas líneas, algo breve y sencillo.

lunes, diciembre 18

El nunca o faría

Las profundidades televisivas en la madrugada del domingo tienen un vencedor por goleada: la TVG. Ni siquiera Risto Mejide, un producto dedicado a denunciar otros productos, en un ejercicio endogámico presidido por el Producto Máximo, Jesús Vázquez, le llega a la TVG a nada. Tampoco Punset, emperrado esta semana en que nos toquemos el dedo pulgar de la mano izquierda, colocada detrás de la cabeza, con el índice de la mano derecha, con el que previamente nos habíamos tocado la punta de la nariz (los catorce españoles que estábamos viendo el programa debimos dar una imagen lamentable, pero digna: más se perdió con Uri Geller).
Cuando todo esto pasaba, y no era poco, ya emitía la TVG Onda Curta, un programa pensado para difundir las excelencias audiovisuales del país. Hace un par de meses se estrenó O ladrón de bonecas, un corto de animación en plastilina de Fernando Cortizo: un pequeño cuento de apenas diez minutos con su particular trasfondo de horror que dejaba una rara sensación de inquietud. Y esta semana alcancé a ver, desde el principio (raro privilegio para quienes ejercemos sin piedad el zapping) El nunca o faría: un cortometraje de Javier Cea que tiene a Víctor Mosqueira (Mofa e Befa) de protagonista. El argumento es sencillo: una chica (Mar Sande) sale de trabajar y se encuentra en una esquina a un hombre desamparado y jadeante que, al recibir las caricias y el cariño de la muchacha, la persigue hasta despertar la ternura de ella. La chica lo adopta, lo mete en su casa, lo baña y lo saca a pasear atado a una corbata por los jardines de la ciudad.
Mosqueira, que tiene un registro gestual maravilloso y que a mí a ratos se me parece excepcionalmente a Luis Figo, lo borda en su papel de perro tierno en el que nos retratamos todos cuando en algún momento de nuestras vidas somos rescatados por la generosidad ajena. El cortometraje se limita a exponer la dificultad de una mujer al hacerse con un hombre. Una de las gracias más logradas de la película ocurre en la tienda de hombres. Allí, entre jaulas con niños, una dependienta (Isabel Martínez) atiende a la protagonista, desconcertada: “Nunca tiven a un home, e non sei qué come, ou qué lle pode gustar”. Lo primero que se le ofrece es una “perrecha mecánica”. La palabra “perrecha” tiene en la TVG connotaciones históricas. La “perrecha” es a la TVG lo que “Boys, boys, boys” a TVE. No se entiende la sexualidad de una generación sin el escote desbordado de Sabrina en la gloriosa Nochevieja del 88 y el pase de Asesinos Natos por la TVG en el 97. En la película, Juliette Lewis se sube al capó del coche, se levanta la falda y le dice a Woody Harrelson: “Cómeme a perrecha”. No hizo falta una palabra más. Ni siquiera un plano: ahí murió Magnum.
El cortometraje de Cea parte de una idea original y un planteamiento curioso que deja incluso alguna puerta abierta al aspecto filosófico sobre las relaciones entre mujeres y hombres, aunque hace falta ser muy optimista para emprender tan devastador camino. A mí me tuvo enganchado los quince minutos que dura no por Mosqueira, que lo hace muy bien, sino por una cuestión mucho más mundana: Mar Sande. He navegado por internet para acercarme tiernamente a ella y saber de qué planeta venía (“¡de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés!”, le gritaba Morales a Maradona), pero la aventura se vino abajo pronto: naufragué al primer revés de Google. No hay más datos de ella que su participación en El nunca o faría. Ni siquiera se desprende alguna pista sobre una belleza tan extraordinaria como singular. Pero la muchacha (su rostro mañana) es una temeridad, un misterio, un escándalo.

sábado, diciembre 16

Telmo Martín

La despedida de Telmo Martín en Sanxenxo, con las damas llorando sin excepción (¡lo que va a ganar este año el Ravachol!) y los caballeros de la oposición sacándose la chistera para agradecer su “exquisito trato”, expone cruda su política: una política de emociones. Prioriza el sentimiento, que es un músculo peligroso en la política nacional pero agradecido en la local. Es hiperactivo: rasgo de los hombres hechos a sí mismos que no vacilan, en la sobremesa, en mancharse los puños de sus camisas con la nata de la tarta mientras recuerdan llorosos la fina línea que separa la humildad de su juventud con el esplendor millonario de su madurez. Esa clase de hombres, que proliferan en España a diferencia del resto de Europa, donde son las sagas quienes soportan el peso de la riqueza y apenas hay rendijas por las que se cuele un pocero, lleva el exceso en su genética. Excesivo es su trabajo y su desprendimiento: excesiva también es su ambición, y a menudo el precio que pagan cuando son devorados por ella. Martín en Sanxenxo ha dejado una huella horrorosa: un pueblo irreconocible, pasto veraniego de una élite que refleja vivamente aquello que uno desprecia con despiadada ternura. El reloj gordo de oro, las jóvenes que los rodean a un precio asumible: un postureo infame, una vida de escaparate. Lo que no deja de ser curioso es que ese Sanxenxo mortalmente aburrido lo deje un hombre de pueblo con la característica del gran Gatsby: junto a él tienes la sensación de que no existe nadie más que tú. Ha sido un hombre agradable y generoso conmigo al que no votaré. Ahora será el primer candidato al PP que hable gallego en la Pontevedra del Casino. Y los carteles electorales de la oposición ya lucen las esquinas más estratégicas de la ciudad, anunciando promociones urbanísticas: son los de Construcuatro, su empresa. Como le encantan los retos, tendrá en la capital un adversario de altura: él mismo.

lunes, diciembre 11

Pinochet

Querían los maledicentes que la muerte de Pinochet, en un fabuloso quiebro del destino, coincidiese con la muerte de Castro: firme coartada para los que ahora despiden al dictador condenándolo con estudiada tibieza para añadir, sin sosiego, casi perdiendo los estribos, que “¡y Castro más!”, como si tuviera el dictador cubano, que llegó al poder mediante una Revolución para derrocar a otro dictador, algo que ver con su homólogo chileno, que exterminó una democracia traicionando al presidente que le confió la jefatura del Ejército dos semanas antes. Pero ahí tienen a Gustavo de Arístegui, a Ángel Acebes y a los profetas de las ondas hablando de Castro: ¿sabrán dónde está Cuba? Imperó la justicia poética y el destino le cedió un lugar relevante y un compañero de viaje acorde con su estatura estética: Pinochet murió el mismo día que Lauren Postigo.
Probablemente, y salvando el sanguinario retrato de Hitler peinado bruscamente a la raya y asomando ese bigote asociado ya por siempre al terror, en el siglo XX no haya un personaje que haya encarnado tan maravillosamente las siniestras cualidades que debe gozar un dictador. Al perfil habitual del chusco Tirano Banderas que ha asolado, como un huracán, la América del último siglo (uniforme militar, pistolones, bigotillo, gafas oscuras, medallas y bandas, gorras de largas y lúgubres viseras) Pinochet añadió un detalle espléndido que está a la altura de sí mismo y de esa gorda cifra de asesinados y desaparecidos que dejó a su paso: la capa. Una capa larga y gris con la que protegerse del frío de la conciencia y extender una sombra terrorífica sobre la población civil: no debió ser fácil ser niño durante los años de Pinochet, y crecer bajo el peso de esa sombra diabólica, cuando no directamente sin padres.
Escribió ayer Carlos Boyero en El Mundo que Pinochet no había dejado una frase para la Historia. No una, sino varias. Uno espiga estas dos fabulosas sentencias: “Los derechos humanos son una invención, muy sabia, de los marxistas” y “Miren qué economía más grande”, esta última al descubrirse sepulturas con dos o tres cadáveres en cada una. Fue su aportación intelectual a la Humanidad. Más depurado fue su grano de arena al sagrado altar de la tortura, que sofistica ahora con éxito el Gobierno de Estados Unidos en cárceles de medio mundo. El dominicano Trujillo, excelentemente retratado por Vargas Llosa en La fiesta del Chivo (libre imprescindible para entender el fenómeno kitsch del dictador latinoamericano), hizo comer a uno de sus prisioneros políticos los huevos cocinados de su hermano (del hermano del reo, no del dictador, que ésos ya se los comería él). En Chile los eficientes oficiales del servicio de inteligencia fueron más elegantes: entrenaron a los perros para que aprendiesen a violar prisioneras.
Tiene uno una memoria literaria (una memoria sentimental) que está estrechamente ligada a Pablo Neruda, a su poesía extensa y lluviosa que surgió de los barros de Temuco y se apagó febril en una casa rodeada de militares en Valparaíso, y por extensión de Neruda a Mistral, y a Salvador Allende. Hace cinco años vino su hija Isabel a Pontevedra, invitada por el Ateneo, y le pregunté al final de una entrevista por el último recuerdo de su padre. El titular a fuego: “Del 11 de septiembre del 73 recuerdo la serenidad de mi padre y sus palabras: tengo fe en Chile y su destino”. Medio mundo lamenta la muerte del dictador sin una condena sobre su espalda. Murió en la cama, como Franco, pero Franco lo hizo creyendo haber cumplido la misión divina de salvar España y Pinochet lo hizo sabiéndose ya apestado, aplastado por la vejez cruel que corresponde a un asesino. Querían sus seguidores cómplices que fuese enterrado con honores. Lo será con unos honores muy especiales: los de un hijo de puta.

Alejandra

A Alejandra le pedí un beso y ella se escandalizó y dijo ‘no’ y dejamos pasar los días. Así nos conocimos. Poco sabía yo que Alejandra pertenecía a una generación robada, a una generación aplastada, sin inocencia ni esperanza. Y que en Viña del Mar se paseaban en su infancia fantasmas con capa y gorra, un punto siniestros, con el bigote recortado manchado de sangre. Alejandra es chilena, hija de la dictadura, y creció a finales de los setenta sabiendo que el hombre del saco merodeaba por allí: el hombre del saco taladraba las manos de Víctor Jara en el Estadio Nacional y ordenaba, sin imaginar que el presidente se suicidaría, arrojar el cuerpo de Salvador Allende en mitad del océano. “Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país... Pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”, dijo el general, ocurrente. El hombre del saco de las noches de Alejandra era uno en varios cuerpos, invisibles, ingeniosos: entrenaban a perros para que supiesen violar prisioneras. Alejandra se curó viajando y cuando la conocí este verano estaba en San Sebastián cuidando a Matilde, una niña listísima que creía en el planeta de los helados. Alejandra tenía los ojos grandes como nueces y apenas hablaba de Pinochet y del 11 de septiembre de 1973. Y aunque no hablaba, y paseaba en silencio por La Concha sonriéndole al suelo, yo sabía que ella era Chile, y en aquella mirada, en aquella niña de 27 años, viajaba la Historia de su país, fusilada por los escuadrones de la muerte. Luego Alejandra vino a visitarme a Galicia y yo no fui tan encantador, quizás porque uno desprecia aquello que quiere y acaba rompiéndolo todo, como un niño malcriado. Pero todavía la recuerdo e imagino creciendo: la única luz entre las altas sombras de Viña, Valparaíso y Santiago. Una estrella sin capa y bigote. Una paloma entre lobos.
Pontevedra, 14-09-2003

domingo, diciembre 10

Llueve

La lluvia en Santiago es arte: el cielo coagulado del anochecer recortándose por encima de la sombra de la Catedral bajo un orballo triste y pertinaz, empapando dulcemente la juventud. Y Serrat cantando bajo un paraguas, camuflado en la plaza de la Quintana: “Llueve / sobre los chopos medio deshojados / sobre los pardos tejados”. Pero hasta el arte fatiga, y escandaliza, y a ratos daña. Dalí paseaba a una rubia millonaria desnuda atada una cuerda y con un cencerro colgado al cuello por las calles un poblachón franquista: para el gran masturbador, aquello era arte. En realidad la lluvia en Galicia es arte para quien se lo cree: Pérez Varela, una excursión de Salamanca y algún poeta local. La lluvia en Galicia es una emoción y una manera de verlo y a veces una postal: una lluvia de la campiña inglesa que invita a la contemplación boba rasgando una guitarra con barba de cinco días y jersey de lana. Pero ahora nos sorprende el arte con una sacudida muy mediterránea, muy valenciana: el meridiano de Greenwich nos la está jugando por la espalda. No han caído bajo el peso del agua las huertas de los naranjos, pero el quejido de los rumorosos empapa las noches de tormenta y, de repente, se ha venido abajo la vía rápida del Salnés. Ha sido tan fácil como partir un chicle. Ha caído con el agua, como caen los caminos de tierra: de barro somos y al barro volveremos. Mereció la pena, sin embargo. La estampa nocturna de un Cuiña hamletiano paseándose por el asfalto agrietado y silabeando su ardiente defensa no tiene precio. Él, desde el más allá, quiere que se explique lo que ocurrió: a veces aún hay arte después del arte.

jueves, diciembre 7

La España sudada

Los anglosajones siempre han mirado a los españoles con cierto repelús. A sus ojos las mujeres ibéricas siempre han tenido bigote, a Victoria Adams Madrid le huele a ajo y las carreras de Camacho en el Mundial aireando los sobacos empapados no ayudó mucho a restaurar nuestra imagen. Son prejuicios, algunos, que arrancan desde Felipe II, cuando en el Imperio nunca se ponía el sol: ni siquiera en Cataluña. Desde entonces hemos sudado mucho. Europa nos ve como un destino turístico agradable porque aquí hace un calor de espanto, por eso las playas y las discotecas se llenan, y nosotros sudamos tanto que parecemos fuentes públicas. No es sólo eso. Hay pinchos a todas horas y terrazas y gordos en camiseta de asas sentados en un taburete de madera en un bar de Almería gritando con una cerveza en la mano “España, España” mientras pide otra de boquerones. También están las colas, las muchedumbres que se organizan en las manifestaciones contra Zapatero y las carreras para llegar al súper antes de que cierre, porque en España se deja todo para última hora. Luego están los políticos, los periodistas, los sablazos del banco y los horarios de trabajo. Y finalmente, cuando nos sentamos en el sofá para ver terminar el día, está España. Qué es España. Dónde está España. Hacia dónde va España. Por qué se llama España y no Macedonia. Nos llaman al teléfono y nos preguntan para una encuesta si usted es más gallego que español o si es usted más idiota que español. No nos duele España: España nos suda. O, mejor dicho, nos la suda.

Lo raro no es que Fernando Savater dijese hace unos meses que a él la idea de España “me la suda y me la sopla”, sino que no lo hubiese dicho antes. Arcadi Espada, que compartía foro, se apresuró a decir que a él la idea de Cataluña también se la sudaba. Fue una lástima que el tercer invitado, Roberto L. Blanco Valdés, no añadiese que a él, para variar, la idea de Galicia se la sudaba y mucho. Pero en Galicia el sudor a veces se disuelve en la lluvia, como estos días grises del invierno: quizás, por aquello de las gaitas o de los bares, debió decir que se la soplaba. Estaban los tres (un gallego, un catalán y un vasco) en un debate del Estatut, porque hasta hacía poco no existía un debate en España que no fuese sobre el Estatut, y en cada restaurante (restaurante de altura, quiere decirse: a los del menú del día van los curros y ahí se habla de la España real) había una conversación sobre el Estatut, sobre la OPA y sobre Jiménez Losantos, que se puso de moda y ya sale en los titulares, que es lo peor que le puede pasar a un periodista y lo mejor que le puede pasar a él. En el debate dijo Savater una gran frase: “A mí lo que me interesa son los derechos, los valores y los ciudadanos: la idea de España es para fanáticos y semicuras”. No hay que poner a sudar muchas neuronas para decir eso, pero nadie lo ha dicho nunca antes que Savater. Quizás por eso Savater es Savater y España es España.

miércoles, diciembre 6

Para ganar el Nobel

martes, diciembre 5

El día del gañán

Corría el minuto no sé cuantos de un Real Madrid-Racing de hace unas jornadas, y un tal Garay clavó un golazo en la escuadra de Casillas poniendo el balón a trescientos kilómetros a la hora. Probablemente Juninho Pernambucano soñase algún día con marcar un gol así. O él, o Koeman, al que también le gustaban las cosas de las faltas. Al silencio del Bernabéu le siguió el silencio de la cafetería, hasta que el colega que tenía al lado apuró el mosto y dijo: “¿Tú te fijaste que en todos los partidos contra el Madrid siempre aparece un gañán haciendo algo que no va a volver a hacer en su vida?”. Lo pensamos ambos en silencio, mientras el bar ya masticaba el gol: era verdad. Es un hecho científico incontestable. No es que ya los rivales se crezcan en el Bernábeu y saquen lo mejor de sí mismos y sea un escaparate formidable y todas esas cosas, que también: es que hay un gañán por equipo que se convierte, automáticamente y por obra de un milagro, en un Maradona de noventa minutos. Hay casos inolvidables, pero uno de los más llamativos (por las consecuencias funestas que tuvo para el Madrid) es el de Munitis. Munitis es un jugador tirando a Paco Llorente pero sin llevar la sangre de Gento: o sea, uno del montón. Contra el Madrid montó cada espectáculo verbenero que no hubo más cojones que ficharlo. Ya con la camiseta blanca, Munitis perdió el origen de su talento: enfrentarse al Madrid. Y se diluyó en carreritas sin sentido por el prado madrileño, amagando de vez en cuando con regatear a Salgado, que eso sí lo sabía hacer muy bien, hasta que le dieron puerta. Por supuesto, al año siguiente y de nuevo en el Racing, Munitis jugó el mejor partido de su vida y marcó dos golazos... contra el Madrid. Hay más casos que deberían ser estudiados con profundidad. El último de ellos es el de Carew: un gigante torpón que pasó sin pena ni gloria por el Valencia y que calienta banquillo en Lyon. Salió hace dos semanas a jugar en el Bernabéu y parecía haber bajado de Marte. Destreza, calidad, fuerza, desmarque y puntería. Un Van Basten fusionado con Romario: la locura. Pasó el Madrid y volvió Carew al baúl de la mediocridad, de la gañanería, donde se amontonan las cenicientas incapaces de vivir otro sueño dorado que no sea el de machacar al Madrid.

lunes, diciembre 4

La máquina del tiempo

Más allá de la lúcida contribución de Orballo ayer en estas páginas (“España no está desmembrada, sino desincronizada”), la propuesta del BNG de tener un huso horario propio en Galicia restándole una hora para ahorrar energía ha de contextualizarse en un ejercicio de coherencia universal. Galicia es una comunidad históricamente atrasada: eso se ha repetido por activa y por pasiva, incluso sin vaselina. Días atrás se hacía público un estudio sobre nóminas del que se arrojaba el dato esperado: a pesar del espectacular repunte de mi sueldo, la media gallega es la más baja de España. También estamos a la cola en crecimiento económico, en índice de paro, en recepción de inmigrantes (que se lo huelen, y a la altura de León dan la vuelta y regresan como pueden a Sierra Maestra) y probablemente en el despertar sexual (si en Madrid se empieza a follar a los 17, en Galicia quizás la media esté ahora en torno a los 34).
Con todos estos datos en la mano, apelotonados en gruesas carpetas de cartulina azul, los asamblearios del nacionalismo gallego decidieron este fin de semana que lo normal en estas circunstancias es ir por detrás en todo, incluso en el tiempo. La medida está bien pensada. Pasaremos a tener la misma hora que Canarias, destino elegido de unos años aquí por la juventud gallega para encontrar trabajo gracias a la suculenta política del Gobierno Fraga: empanada y pulpo a los mayores del rural en festines con trombón; billete a Lanzarote, bandeja y servilleta para los mozos, a foguearse como Julián Muñoz. De esta forma, el hijo no despertará al padre a las doce de la noche con una llamada inoportuna, y la industria gallega ahorrará la energía del señor, que al día siguiente rendirá al cien por cien: igual es que van por ahí los tiros.
El BNG comenzó su asamblea con un lema: “A nación en marcha”. No se entiende por tanto que una de las medidas propuestas por los nacionalistas sea retrasar la hora: es ponernos en marcha andando para atrás, como el cangrejo: así no vamos a llegar nunca a donde queremos llegar, que no lo sabemos muy bien pero ya falta una hora más. En cualquier caso, proporcionalmente el BNG se ha quedado corto. Galicia está por detrás en todo, pero no una hora, sino varias. Lo más lógico sería que, juntando minuto a minuto en la tabla de comparaciones económicas de los diferentes sectores en los que estamos a la cola, se propusiese ir detrás no una hora, sino 24, del resto de España: al fin y al cabo, cada país lleva su propio ‘tempo’. Imaginen la voz lanosa de Francino, adormeciendo la mañana: “Son las siete de la mañana de este cinco de diciembre, una hora menos en Canarias y un día menos en Galicia”. Y así, en un largo rosario de asambleas, ir retrocediendo poco a poco hasta llegar al siglo V: los suevos. Se trata, en esencia, de una táctica inteligente que busca llegar al origen de la especie, nuestra regresión darwinista. Cojan, pues, algo de ropa y súbanse a la máquina del tiempo. El viaje promete.

domingo, diciembre 3

Pirolón

Ha habido en esa sentencia a morir en la horca de Sadam Husein un hecho de relevancia histórica por el que se ha pasado casi de puntillas, pero es algo enormemente trascendente si atendemos al recuerdo estético que se tendrá del gran dictador. Si su muerte se produce siguiendo el clásico patrón del nudo de la horca, éste colapsará las venas yugulares y las arterias carótidas y, además, como morirá de pie tendrá una erección postmortem: Sadam morirá empalmado. Tenemos ahora en el imaginario dos imágenes resueltas de Sadam: una disparando una pistola en un balcón y otra desparasitado por un médico americano. Son estas postales las que quedarían grabadas en el particular álbum de la ignominia humana si Husein finalmente disuelve sus últimas horas en la cárcel, bajo el peso de una terrible vejez que le acabaría convirtiendo en un Pinochet inflado abrazado al Corán. Sin embargo, la horca le devolverá el triunfo y, de paso, enderezará su pene, y con él su destino: será su venoso y fibrado corte de manga a Estados Unidos, como un Cid que después de muerto no gana batallas, pero las levanta. Poco importará entonces que no fuese un gran promotor de elecciones: el póstumo legado de Sadam será, como cantaba Javier Krahe, una gran erección en plena Plaza Mayor. El ahorcamiento no será baladí: se calcula que si fuese televisado habría una audiencia de 200 millones de personas, que es más o menos la cuarta parte de lo que reunió en su día más flojo la última serie de Ana Obregón. Hay conexión: Ana pretendía hacer a su modo con nosotros lo que la horca hará finalmente con Sadam: truculentas paradojas. Por último, no descarten que como plato fuerte, comprobada la última afrenta del dictador y tiesas ya las horas, dos arrojados marines hagan ondear una orgullosa bandera estadounidense en su babilónica pirola suní.

miércoles, noviembre 29

Nostalgia de Brandon Walsh

Una de las cartas de presentación de Cuatro fue la reposición, desde el primer capítulo, de Melrose Place. Allí estaba de nuevo aquel tontaina de Billy con su mandíbula de jugador de fútbol americano. La inocente Alison, que episodio a episodio fue abandonando la inocencia para entrar en la bobería absoluta: ese destino habitual de los inocentes privilegiados. También se dejaba ver el algodonoso gay rubio que ahora se las da de padrazo heterosexual en Mujeres desesperadas. Y Jake, el mecánico con plaza fija en la selecta urbanización, siempre con las manos grasientas de arreglar... ¡su propia moto!: ¿quién le pagaba a Jake el apartamento? Y, por supuesto, Michael Mancini, el único que al final merecía la pena de esa pobre nube de apampanados: sí, Michael Mancini heredaba la íntrinseca maldad de su padrino espiritual, Richard Channing.

Tanto azúcar a las horas en las que reponían Melrose Place se debió de hacer indigesta a la audiencia, que prefería ver a Arguiñano sachando un filete, y Cuatro la retiró sin contemplaciones. Uno albergó la secreta esperanza de que la fulminación de los bobitos de Melrose Place, que fueron vendidos como la generación posterior de los muchachos de Beverly Hills 90210, fuese una simple corrección: lo que ellos hubieran querido reponer desde el principio fue la llegada de los gemelitos Walsh al exclusivo barrio californiano. Pero no. Y fue un error. Hubo un par de generaciones que abrillantó su adolescencia entregándose sin reservas a las aventuras televisivas de Brandon Walsh. En realidad, el héroe venía siendo Dylan Mckay, al que se le bautizó con poca prudencia como el nuevo James Dean: al final se quedó en un Toni Cantó con alzas y tupé. En Dylan queríamos fijarnos los rebeldes, sin importarnos la causa, pero nos faltaba su planta y un padre millonario de turbios negocios. Además fue él, definitivamente, el que tuvo problemas con las drogas. Lo pillaron fumando marihuana en un bosque, y la pandilla se reunió en casa de los Walsh para estudiar qué hacer: llevarlo al hospital, fusilarlo o meterlo en un psiquiátrico (en esa reunión estaba, ¡por supuesto!, el gran Jim Walsh, padre de Brandon y padre, un poco, de todos nosotros). Mientras se decidía su futuro, Dylan agonizaba entre árboles con un porro a medio fumar sobre el que todos maldecíamos, evocando en silencio a aquel Guillermo Furiase que salió desconsolado del funeral de Antonio Flores: "La culpa de todo es de la puta droga".

Dylan sobrevivió, pero se escapaba de la realidad: aunque no lo queríamos reconocer, nuestra vida sólo podía ser comparable a la de Brandon Walsh, y en él, a nuestro pesar, concentramos nuestros esfuerzos. Brandon era noble, sencillo y sano: un José Campos 90210. Coqueteaba con la perfección, y una borrachera salvaje con accidente incluido lo humanizó: nosotros, pequeños aprendices de Walsh, también coleccionábamos nuestros pequeños accidentes, nuestras pequeñas borracheras. Y entonces nuestra adolescencia se fue disipando con la de él, y cuando se fue a su Universidad nosotros nos fuimos a la nuestra, apoyados en su pequeña chepa, evocando secretamente los primeros besos de Andrea Zuckerman y tirando de reposiciones para desentrañar cuál podría haber sido su blando, su fofo destino.

lunes, noviembre 20

domingo, noviembre 19

Rabo

En la entrega del Premio Xerais de este año ocurrió un hecho maravilloso por insólito: el ganador, Diego Ameixeiras, citó entre sus referencias a Álvarez Rabo. Luego dijo el propio Ameixeiras que en Gaicia “hai un respecto relixioso pola tradición literaria que me asusta moito”. En España es muy común una creencia entre la clase literaria, que es una clase que por ser clase ya es podrida (su pecado original), que dice que si nos has leído a Cervantes, a Shakespeare o al particular dios de cada uno, no vas a ser nunca un escritor o, peor aún, un lector. No es una exageración: es curioso que se dé entre la crema de la intelectualidad, fervientemente laica, una suerte de teocracia en torno a los grandes maestros, calificados como grandes maestros no sólo por su obra sino porque, además, están muertos, y no hay que envidiarlos. Que Ameixeiras haya puesto a Álvarez Rabo en su particular altar desmonta muchas mentiras y alarma a los monjes capuchinos de la caspa literaria. Sí, señor: Álvarez Rabo, y además una cita suya abre la novela. El finalista del Planeta del pasado año, el insoportable Jaime Baily, abre la suya con un verso de Shakira: a más de uno le dio un síncope (se lo dio a Marsé, pero no por la cita, sino por lo que venía después). Según la tradición (el mal es ése: la tradición, su existencia) hay que descalzarse para entrar en el templo de las letras y dejar en la puerta, junto a los mocasines, las aficiones que los sacerdotes entienden como frívolas para no mezclarlas con la pureza. A un dibujante con títulos como ‘A las mujeres no les gusta follar’ no se le debe mezlar con Sófocles ni con Quevedo, y a lo mejor hasta tampoco conviene mezlar a Sófocles con Quevedo: debería “el mundillo” editar una guía con lo que debemos leer los españoles y, aún mejor, qué es lo que nos tiene que influenciar.

viernes, noviembre 17

Praza da Leña

A eso de las once de la mañana un señor alto de flequillo estirado por la frente como un ciempiés levantó la mirada al cielo y dijo que esto no lo aguanta ni Dios, y salió de los soportales a empaparse de las lluvias y de los vientos, como un náufrago. Estaba yo allí, me parece que en el Rúas, desayunando un bocadillo de calamares, porque era tarde y además porque me apetecía, en uno de esos bares que todavía por la mañana no terminan de funcionar: que están como al tran-tran, echándole carbón a la caldera de las horas. La escena era fabulosa: allí estaba la plaza desnuda de gente, sólo piedra y lluvia, litros de lluvia cayendo a peso, como si alguien hubiese volcado un cubo a orilla de las nubes. La Leña, como la Verdura y como tantos otros lugares, de Pontevedra y del mundo, ha sido maltratada por la gente porque la gente la ocupa, y no la deja ver. Lo malo que tiene la gente es que no es invisible. El turismo, incluso el turismo intramuros, al final se lo carga todo. El casco antiguo por la mañana no tiene nada que ver con el que se conoce a otras horas: son dos cosas diferentes. Por la mañana reverbera la vida: se recogen los sonidos de la Pontevedra querida en los rincones más lejanos, y la gente viene y va sin sentarse, a sus cosas, porque está en marcha el día. Así la Leña ayer estaba vacía de todos, y sólo estábamos yo que desayunaba y el señor del flequillo hasta que salió a bañarse. A poco que uno se fije la ciudad está llena de esas pequeñas singularidades, de esos raspazos, de esas pequeñas maravillas literarias. Luego, al ocupar todo a la brava, como el fondo de un estadio, se disuelven entre la normalidad: la birra, el hippie, el pijo tonto. Y no hay forma de encontrarse ya no digo con esos señores, sino con uno mismo.

jueves, noviembre 16

Michelena

Alguien que tenga tiempo y discreción, uno de esos seres solitarios que deambulan a ciertas horas por las calles del centro sin destino, sin dinero y sin madre, debería ir a la libería Michelena de Pontevedra las tardes de tormenta gorda a pasar revista a los lectores de páginas sueltas, los estudiantes que buscan el libro de Civil y el universo, en fin, que despliega sus alas en los fondos de esa enorme, apabullante librería. Lo pensaba uno despacio, como tragando bolas de pan duro, esta semana de regreso a las estanterías de Michelena con los bolsillos llenos del dinero de otro, entorpeciendo alegremente un pasillo, porque estar en Michelena sin entorpecer un pasillo es como no estar, como no ser nadie. En la última adolescencia, la más lejana de todas, fui adquiriendo la costumbre de visitar periódicamente la librería para irme haciendo un paria, un molestapasillos: el mueble del fondo, pegado a las obras completas de Hemingway, que era el autor que yo había decidido ser antes de comprender que me hacían vomitar los toros y las guerras: que me hacía vomitar la sangre. Descubrí que no era leer lo que me gustaba, sino el ejercicio intelectual de contemplar libros y, cuando había posibles, comprarlos para abultar la habitación y dármelas de no se sabe qué. Los tocaba, me leía las contraportadas y auscultaba el rostro sereno y redondo del escritor de turno, cazaba la página trece o veintinueve, y luego me leía rápidamente el final, mirando por encima de las solapas que nadie se acercase, como un delincuente. Ese pasatiempo duró años y sólo la vergüenza me alejó temporadas de Michelena. Brotó de la adolescencia la inmadurez, y a la furia contemplativa le sucedió la anestesia moral de un escritor de columnas aficionado a opinar de todo para no comprometerse con nada: un impostor, un falsario. Pero el delicioso placer de contemplar libros no mermó: se mantuvo intacto, poderoso, cautivador. La liturgia hervía en público: contemplaba las novedades en el primer montón e iba llegando hasta los clásicos para acabar en la poesía. Además de contemplarlos, los libros de poemas a veces los abría y leía versos sueltos con los que salía masticando a la calle, como saliendo de una frutería con una uva prestada. Una vez leí de Dylan Thomas: “Veo a los muchachos del verano en su ruina / convertir en eriales los dorados rastrojos” y lo fui cantando hasta la Peregrina para adentro, inspirándolo, como llenándome de aquel aire vibrante y cegador. En Michelena está la vida de los aspirantes a lectores y de los escritores anónimos: entre el gentío silencioso y soñador de los probadores de libros, de los lectores accidentales, van pasando las estaciones. En aquel Sonatas de Pontevedra que hizo Xabier Fortes se asomaba su hermana, Susana Fortes, a la ventana de Michelena que da a Curros Enríquez y saludaba a César Portela con un “¡César!” de corte almodovariano. Antes de entrar por la tarde, a la hora del café, los propietarios / empleados juegan una partida de cartas en el Carabela cuando escampan las calles lluviosas de mi Pontevedra. Dos años consecutivos me senté con uno de ellos como jurado de un concurso de tortilla de patata en el instituto Carlos Oroza y cuando lo veo me da un resabio a cebolla. La librería Michelena es por momentos la capital del mundo: el centro de gravedad, la sacristía intemporal del misterioso pecado de la lectura. Volví esta semana después de mucho tiempo y me paré, ya digo, a contemplar a Primo Levi y un poquito a Philip Roth. Me llevé para leer tranquilo en casa a Savater, Celso Emilio y Fitzgerald. Cuando ya salía, abrigado por la nostalgia ardiente y devorando los finales de los libros que se cruzaban por el camino, atrapé con la mirada un par de portadas de Lucía Etxebarría, la última de ellas sobre una cosa de ser madre: más orgulloso de los libros que leo, que dijo Borges, yo lo estoy de los que no leo.

miércoles, noviembre 15

Arús / Gasset

No hace mucho coincidían en el prime-time de los insomnes dos formas de ver la televisión y probablemente la vida: Alfonso Arús y Antonio Gasset. Arús es, en esencia, un coñazo. Reúne todas las condiciones que se le exigen a un coñazo. Es el coñazo por excelencia: uno de esos coñazos que surgen con violencia en un país cada quinientos años. "Mi hermano es un coñazo, y lo peor que se puede ser en esta vida es un coñazo", dijo de Leopoldo su hermano Michi Panero hace ya unos cuantos años: los coñazos nunca estuvieron de moda. Con Arús y su pretendido late-night poblado de cachondas para regocijo de su cuñado-coñazo Javier Cárdenas profundizó la cadena pública en su anunciado servicio público. Estuvo por allí Rebeca Loos, famosa por hacerle, precisamente, un servicio público a David Beckham. La mujer fue más allá, y meses después masturbó a un cerdo antes las cámaras: quería demostrar que lo suyo eran los servicios públicos. Desconocemos cuánto suele pagar TVE a las mujeres que masturban cerdos para que acudan a sus programas, pero debió ser un pastón, porque uno no acepta ser entrevistado por un coñazo como Arús por cuatro duros. El caso es que uno le daba a Arús a lo sumo dos semanas, pero su invento siguió para adelante sus buenos meses: España ha sido siempre un país muy compasivo con los coñazos.

Sobre la misma hora aparece Buenafuente en Antena 3: el antídoto perfecto de Alfonso Arús. Lo que en Arús es cargante, feo y harto coñazo, en Buenafuente es cuidada elegancia. El monólogo inicial de Buenafuente es antológico. Además sabe con quién juntarse. Recuerdo cuando tuvo con él con él a Antonio Gasset Dubois. Si Buenafuente es elegancia, Gasset es pura magia. Un día dijo: "Y ahora les dejo con unos consejos publicitarios, no sin antes expresar mi satisfacción por la victoria, por fin, en el último Gran Premio de Fórmula Uno, de un campeón humilde, con los pies en la tierra, que no pasea por ahí su prepotencia". Había ganado Michael Schumacher. Otro día comenzó así su programa: "Hola, buenas noches. Hoy les hablo desde Torrespaña en Madrid, más conocido como el pirulí, que con su forma fálica es un símbolo de la modernidad de esta ciudad. Como modernas también son las vidrieras de la Catedral de la Almudena y las pinturas del altar de un tal Kiko no sé qué. Por cierto, igual de horribles que algunas películas". A Gasset de momento sólo se le imita y los insomnes le veneramos, pero cuando se le juzgue, y eso ocurrirá cuando se lo carguen, se dará cuenta la audiencia de Arús y demás coñazos que era Gasset lo que casi nadie consigue en televisión: auténtico.

martes, noviembre 14

Esta noche con Alexander Vórtice

Uno va conociendo a los poetas despacio, sin resentimiento, desde el presunto cielo de la artillería de la opinión. El periodismo es un género de usar y tirar hasta que uno se muere y antes o después también se muere una época. Entonces echamos mano de la hemeroteca, del patibulario y del lupanar, porque al final la Historia siempre la han escrito los columnistas, los ahorcados y las putas. Nada digo de los poetas, a los que siempre he imaginado como imaginaban los malvados a Machado: con ceniza de tabaco en los bolsillos del chaquetón, lúgubre y triste.

Uno a los poetas, ya digo, los va conociendo sin querer, cuando se acercan al periódico con su libro, a veces sin presentar, y va uno levantando la mirada del bordado, como una anciana rodeada de gatos. Así había aparecido dos años antes Jesús Rodríguez / Alexander Vórtice para ser entrevistado. Le habíamos hecho llamar porque la canícula andaba brava y no se levantaban las noticias del huerto: un poeta para Cultura es un apaño, algo de lo que tirar cuando no se fallan los premios o no se muere algún pintor. Vórtice había escrito Destilería Ocaso, y ya ha padecido uno suficientes problemas con el alcoholismo como para dejar pasar la ocasión de entrevistarle. Habló de sus poemas, de sus oposiciones y de César Vallejo. No habló de su madre, que es de lo que hablan los poetas jóvenes que todavía no han pasado por el destete. Quedamos satisfechos el uno del otro, porque el periodista tiene que hacer alarde de que sabe de lo que habla aunque realmente no lo sepa, y en eso uno es insustituible. Luego el destino nos unió en los bares, que es donde se forjan las leyendas, y desde entonces Vórtice me mira con aprecio y yo me dejo apreciar por él, porque el aprecio de un poeta es muy grato y porque además el poeta es amigo de Jesús Iglesias, y compartir a Jesús Iglesias es como compartir el mundo.

La última vez que vi a Vórtice fue en los antiguos Maniquíes, aquejados ambos de una terrible sed. Allí bramé yo contra los gurús de la estética posmoderna que cimentan la belleza en la depilación eléctrica y el ansia humana de ponerle coto al vello. Mi apología del felpudo, que incluyó someras descripciones de las páginas interiores de la Interviú ochentera, era seguida con pasmo por una jovencita que luego resultó ser su enamorada. Mejor aún: su chica. Se resintió mi reputación, si alguna vez había tenido alguna, y me las juré para rehabilitarme socialmente ante ellos. Y este lunes por la mañana, uno de esos lunes de junio en los que ya se palpa la electricidad del verano, tenía un regalo sobre el teclado. Lo estudié con cuidado y acabé agitándolo despacio, conteniendo la respiración, porque unos días antes había defendido en una columna a Argibay. Al abrirlo descubrí una delicia: Neurosis Tremens, el nuevo poemario de Alexander Vórtice, editado por El Taller del Poeta, de Fernando Luis Pérez Poza. No dejaba de ser una bomba, pero de versos: "Un poema puede llegar a ser un hijo prematuro", escribe. Entre las dedicatorias, una a Ella, que todos vamos entendiendo. Y en el prefacio, la cita de un Rick sembrado de nostalgia: "Cómo iba a olvidarme de ti. Los alemanes iban de gris y tú de azul". Si al final la vida iba en serio, querido Alexander, que la vayan jodiendo.

Mi querida acróbata vaginal

El otro día pasaron por la tele el vídeo de una de esas filósofas que salen cada cinco horas denunciando haberse acostado con no sé quién (esas cosas, naturalmente, ahora se denuncian). El caso es que debajo de su nombre se explicitaba su profesión: acróbata vaginal. Lástima de tarjeta de presentación, pensé. La acróbata vaginal, de paso que estaba en la tele, lució currículum: era capaz de sacarse del parrús un hilo de bolas con más kilómetros que la A-9. Pensaba uno en este tipo de proezas cuando vino a mi cabeza lo sucedido en el salón erótico de Vilagarcía, hace ya unos mesitos. Sofocado, el alcalde Javier Gago excusaba allí su presencia diciendo que aquello no era pornografía sino erotismo. Unos minutos después una muchacha sacó de su mochila un vibrador del tamaño de una barra de pan gorda y se lo empezó a frotar con júbilo de colegiala. Sus compañeras de baile se reunieron para observarla y comentar entre ellas el espectáculo. Hubo un momento en que la jovencita, ya desnuda y empapada en aceite, les guiñó el ojo: iba a hacer su número. Las chicas se miraron con indisimulada admiración, tal que un suplente del Madrid preparándose para ver la ruleta de Zidane. La joven cogió el vibrador tal largo era, se lo introdujo (a estas alturas poco importa dónde) y después se lo llevó a la boca donde hizo unos giros muy precisos y estudiados mientras miraba al público. Sus compañeras amagaron el aplauso con cierta envidi: la pantera había firmado su particular Gernika. Orgullosa, le dio la espalda al público y se fue despacio balanceando sus morenazas nalgas sobre unos tacones de metro y medio. La muy acróbata.

Baby TV

Desconozco si algún eximio programador televisivo maneja ya la idea importada por EE UU, Portugal e Italia de implantar en España un canal de 24 horas para bebés de hasta tres años de edad: así la basura, por fin, acabará en los pañales. Se mire por donde se mire, la aventura es fascinante, aunque ya España ha sido pionera en tener delante de la televisión a millones de individuos en pleno desarrollo cerebral. Parece que la idea parte de una máxima célebre: si no puedes con el enemigo, únete a él. Es evidente que la sociedad ha perdido la batalla contra la televisión: la creó para ser devorada por ella. De ahí que ahora se promueva el adoctrinamiento radical desde el destete: si en el Mundo Feliz de Huxley los niños reaccionaban a estímulos y repetían como borregos máximas que les condicionarían la vida, con la televisión para bebés se allana el camino hacia la ansiada linealidad del encefalograma. Los programas de Baby TV son variados: nanas, historias con muñecos de peluche, abecedarios animados y lecciones de gimnasia (como las de los viernes de Canal Plus, pero con chándal). En España no hay que quitarle ojo a este proyecto porque puede cambiar el rumbo de la Historia. Una generación de españoles que haya mamado desde la cuna nanas cantadas por Emilio Aragón o se haya tragado el abecedario dictado por Yola Berrocal está llamada a la épica. De prosperar la idea, la primera palabra de los bebés no será mamá, sino Amparo, y el crío dará sus primeros pasos como Chiquito. Con todo, lo mejor será ver cuánto tardamos los adultos en engancharnos a la Baby TV mientras los niños, aburridos, empiezan ya a coger los libros.

lunes, noviembre 13

Lourdes

Se asomaba hace unos meses Lourdes Domínguez al periódico del domingo, bajo la sombra blanca de una sonrisa luminosa y los vaqueros ricamente gastados, para lanzar una verdad maravillosa: "Soy de las que creen que cada deportista de élite tiene un tiempo de gran rendimiento y da igual que explote antes o después". Que tomen nota los que no se explican todavía el crepúsculo temprano de Raúl o la progresión de la propia Lourdes en un universo, el del tenis femenino, convertido desde hace años en un espectáculo de lolitas jadeantes en el que prima la pubertad y la retirada feliz los 23 años, tal que Kournikova o Hingis, ahora de vuelta. A Lourdes el tiempo y la educación (es una Domínguez) la han salvado del fango de las eternas promesitas que no llegan a puerto y de aquel triunfo prematuro, Roland Garros junior, que presagiaba oro a precio de saldo, cuando el oro en el deporte tiene un precio que sólo Lourdes sabe. Ha pensado en tirar la toalla tres veces y las treces veces acabó con la toalla envuelta en la cabeza corriendo de un lado a otro de la pista. Uno nunca ha admirado el caracter ganador de nadie, pero sí la resistencia. Quizás por Cela, ahogado en los triunfos erigidos sobre su tesón, o quizás por una exquisita fragilidad y cierta propensión romántica al derrumbe generacional, he valorado siempre el espíritu de resistencia o las ganas inmensas que tiene tanta gente de levantarse cuando la han tumbado, con lo bien que se está en el suelo. A lo mejor todavía no lo sepa ni esté en edad de saberlo, pero las tres veces que ha conseguido Lourdes abandonar la idea de colgar la raqueta han sido, paradójicamente, las tres victorias más importantes de su vida: uno no es lo que decide dentro la pista, sino fuera. Leí con cariño aquella entrevista a Lourdes, repasé una y cien veces sus fotografías y volví a recuperar por unos instantes toda aquella magia que se desbordaba en el Club de Tenis de Pontevedra cuando Lourdes era una cría que aspiraba a ganarnos a todos: nos acabó dejando en la cuneta, como perros abandonados. He recordado leyendo la mirada de Lourdes a Paz Alonso o Isa Domínguez, que siguen jugando (¡y ganando!), y a Chapela, un Robin Williams disfrazado de McEnroe, y a todos los nombres que se reconocen en aquella época. Resulta curiosa la nostalgia: uno al sentirla empieza a sentir algo todavía más poderoso: el pasado. No hay nostalgia sin pasado, y la juventud viene a disiparse lentamente con los primeros brotes de añoranza del tiempo irrecuperable. Volvemos la vista atrás con ayuda de otros, y descubrimos de repente detalles en los que llevábamos siglos sin reparar. Vagabundeando en la memoria a propósito de Lourdes recordé de golpe el primer partido de tenis que jugué en un torneo oficial. Fue un día de verano en el Club Rial de Vilagarcía, en una de las pistas del fondo, en un partido a nueve juegos. Tendría doce años y mi rival era un niño arousano. Fuimos empatados todo el partido y se nos encogió el brazo al final: jugamos a globos. Al acabar, nos dimos las manitas y no volví a saber nada de él hasta que diez años después me encontré su nombre en una esquela. Había muerto con apenas veinte años en un accidente de tráfico. Jamás olvidaré su nombre: Miguel Ares Reboredo. Y sin embargo nunca he podido saber quién de los dos ganó aquel partido: a veces uno es más por lo que olvida que por lo que recuerda.

domingo, noviembre 12

12-N

(Un 12 de novembro de 1936 foron fusilados 10 pontevedreses, vítimas do fascismo, por defender a liberdade e a xustiza social: o comandante Ramiro Paz, o mestre Xermán Adrio, o avogado e ex gobernador civil Xosé Adrio, os médicos Amancio Caamaño, Luís Poza e Telmo Bernárdez, o capitán de asalto Xoán Rico, o profesor de instituto Paulo Novás, o industrial Benigno Rei e o escritor Vítor Casas)
Nunca me han gustado las fechas redondas ni las palabras excesivas: todo me viene grande, como a un niño el camisón de su abuela. Asisto a los aniversarios con el escepticismo de un santo. Con los años he aprendido que hay cosas que es mejor no saber. Cuando tenía que dar una mala noticia en casa, mi madre calcetaba más deprisa y aunque gritase no se oía más que el choque de las agujas en el salón. Es la sutilidad con la que una madre manda a la mierda al hijo, pero con cariño: calcetaba bufandas para el invierno. Pascal escribió: “Todo lo malo que me ha pasado en la vida ha sido por salir de casa”. Y ya tiende uno a recogerse entre la hojarasca de la banalidad, protegido del mundo por una insalvable muralla de falta de curiosidad que antes me reprochaba en silencio pero que ahora, visto ya el espectáculo, agradezco en grado sumo. Pero hay cosas, por fortuna, que permanecen imperturbables: el abuso de autoridad, el miedo, la violencia y la injusticia. Ante eso, retira uno la lana de las agujas y las clava despacio en el corazón del asesino: sin rencor, pero con el recuerdo vivo. Con ese título escribió precisamente Gonzalo Adrio en Pontevedra un libro hace algunos años. Hablaba de la Guerra Civil y de la victoria, que no la paz. Todo ese pensamiento uniforme que una de las dos Españas (la de entonces: la de ahora) quiere propagar no es más que un lavado de conciencia: no remuevan ustedes la tierra de los cementerios y dejen de buscar al padre, porque lo que ustedes están haciendo es fomentar el odio y reavivar fuegos [que a nosotros no nos convienen, pero esto se lo callan]. Muertos los hubo en los dos bandos, dicen: pero no eran el mismo, y hubo uno que terminó de matar en el 75. ¿Pasar página? Uno sólo pasa las páginas que le avergüenzan.

jueves, noviembre 9

Guillerme

Se ha citado ya en esta columna muchas veces el entusiasta seguimiento diferido con que uno ve /mira Noticias Pontevedra en Localia. La actualidad servida en caliente tres horas después: una perturbación deliciosa que ya exploró con éxito la Sexta cuando pasó los partidos del Mundial media hora más tarde. Tarde la vida tiene mejor sabor que pronto: que la actualidad espere por nosotros. Recordemos a Tomás Guasch en la SER antes de la retransmisión del partido de inauguración del Mundial, aquel Alemania-Ecuador.
-Hay muy poca gente en el estadio. Habéis llegado muy pronto, ¿no, Tomás?
-¿Muy pronto? Aquí todavía está jugando Rumenigge.

Bajo esa perezosa perspectiva se asomó la otra madrugada Guillerme Vázquez a dar el parte municipal de incidencias. Entre las pocas debilidades que tiene uno en la clase política sobresale Guillerme como una fuerza de la naturaleza: su pachorra universal, el caminar de esbelto elefante hastiado por las calles de la zona vieja, siempre sonriendo por alguna esquina de la boca, y el verbo áspero y burlón, como saliendo una y otra vez de Operación Triunfo: “Que vos den a todos polo cú, home: aí quedades”, saliendo con la maleta de la academia.

El cargo de portavoz municipal le viene al pelo a Guillerme Vázquez para sobreactuar, como un Jack Nicholson cabezudo embadurnado por la retranca fina que se aprende tomando la chiquita. Cuando estaba en Madrid (porque Guillerme estuvo en Madrid, y el Bloque nunca estuvo mejor representado allí) sudaba la morriña por los pasillos del Congreso, sangraba por la herida de la familia y echaba de menos los vinos de la Leña y la vida tranquila y provinciana y feliz que uno agota en Pontevedra. Al llegar, a Guillerme le cayó, entre otras, la responsabilidad de comunicar. Siempre cansado, siempre levantando las cejas a modo de respuesta y encogiéndose de hombros con benevolencia: su proverbial pasotismo, su eterno sonajero de “esto xa está todo dito” aderezado por “bah” y “boh”, que tanta falta le hacía a la imagen que se proyecta en las revistas del comunicador fetén: un resabiado con chuleta de léxico inverosímil.

Había en España, o en el Estado, un patrón muy definido de portavoz que obedecía a aquellas ultramontanas directrices de Miguel Ángel Rodríguez, travestido luego en MAR: el perrito feliz y ladrador de Aznar, de cejas feas y espesas, encrespadas, rugiendo a la voz del partido y nunca de la institución. Un don nadie de Valladolid asignado a Aznar como periodista que luego el Mío Cid convirtió en empresario adinerado, para variar. Ni siquiera después Cabanillas o Piqué, con aquellos looks de centristas repeinados y melenetas, cordiales y sonrientes, agazapados los dos bajos unas gafas modernas, pudieron destruir la soez reputación alcanzada por el cargo bajo la sombra del tal Rodríguez.

De ahí el mérito de Guillerme en Pontevedra: le ha despojado al cargo de trascendencia, quitándose importancia a cada rato y barruntando explicaciones con naturalidad, pisando la corbata. Fíjense que arrastra a veces las sílabas, dejando el hilo de la frase suelto para retomarlo luego antes de perderlo del todo, las pausas a la manera de Quintero y el estallido de ira que no es más que la expresión última de una socarronería muy depurada: me quito el cráneo.

miércoles, noviembre 8

La Justicia en babuchas

La privación de libertad (la cárcel de toda la vida) invita al esparcimiento. Uno nunca ha pisado una cárcel, ni como periodista ni como millonario, pero lo intuye. El presagio de la cárcel también debe funcionar como relajante: hace ya una porrada de meses Michael Jackson aparecía en los tribunales un día soleado en pijama y con paraguas, una extraña mezcla de Mary Poppins disfrazada de Espinete digna del artista que conmocionó a la opinión pública y entusiasmó a sus fans: ¡Jacko sigue siendo un mono! A Jackson le salvó el talonario, que es lo que salva sobre la campana a los excéntricos, pero hubo de subastar hasta el pijama. Ahora se pasea por Dubai vestido de mujer, que es menos peligroso que un pijama pero más divertido: fue hallado en un vestuario de mujeres, lo que viniendo de quien viene uno no sabe si disculparle o censurarle: Michael Jackson es lo más parecido a ET que se puede encontrar ahora mismo en el mercado de ex estrellas mundiales reconvertidas en rarezas de laboratorio.

Cerca de Dubai, y también cerca de Spielberg, está enchironado Tarek Aziz. Aziz tuvo sus momentos de gloria: fue la cara amable de Sadam, algo que tampoco sabemos si tiene mucho mérito sabiendo los dobles que se gastaba el tirano. Aziz tomaba té entre periodistas mientras los norteamericanos bombardeaban Bagdad con los iraquíes en urgente retirada, y le contaba a la prensa el canoso bonachón que la guerra estaba ganada y que Sadam estaba a punto de invadir California. Al final, sobre una montaña de inocentes muertos, América desparasitó a Sadam y le arrancó el té de las manos a Aziz mientras masticaba la última pasta: la cara amable del régimen era puesto bajo llave y los periodistas, a falta de ese gran filón, se pasaron al Prozac.

Ahora con esto de la sentencia de Sadam recordé la última vez que regresó Tarek Aziz a los telediarios, a lo grande, conservando la esencia de ex estrella mundial: en pijama y babuchas, con una cartera asomando en el bolsillo de la chaqueta, delgado y despeinado, como si lo hubiesen llevado al banquillo por la oreja. Se le vio bien, sin embargo, a Aziz: charlatán y desenvuelto, sin apuros, emboscado en unas enormes gafas de pasta que harían empalidecer de envidia a cualquier mod de los 70. Los hombres ganamos mucho en pijama: nos disimula perezosos, incapaces de matar una mosca, tanta es nuestra pachorra y descanso. A Jackson y a Aziz, dos seres estrafalarios, les une ya el pijama y el banquillo de los acusados. ¿Aparecerá en el juzgado la tropa de Marbella ataviada en pijamas y camisones, envueltos ellos en pieles de leopardo con el Miró a cuestas? Dios nos dé años para contemplarlo.

La vida puede ser maravillosa

Quien esté siguiendo el fútbol en la Sexta sabrá que hay dos Ligas: la que se está jugando en el campo y la que está jugando, arriba en la cabina, atado a una pajarita, Andrés Montes. Si sigue la Liga en directo se dará cuenta de que no es posible atender a una cosa y a la otra al mismo tiempo. Montes y el fútbol se superponen, se solapan, y de ahí el mérito del comentarista, cuya verborrea compite de tú a tú con los Messi, Ronaldo y compañía. Al final, el telespectador, saturado, se entrega o bien al fútbol o bien a Montes, lo que bien mirado no está tan mal, aunque uno en ese caso hubiera preferido a Wyoming.
Es Andrés Montes un periodista de largo recorrido al que ahora, con su súbito salto a los Mundiales de la Sexta con la audiencia millonaria que acarrea, le están zoscando de lo lindo en los blogs por su peculiar forma de ver el deporte y, diría uno, la vida. Ha sido durante más de diez años la voz de la NBA, donde popularizó sus "jugones", el "din-don" y otras onomatopeyas que a uno sonrojarían si no estuviésemos hablando precisamente del monstruo (¡el rey!) de las onomatopeyas. Utilizaba a su compañero de micrófono para incrustarlo en cada frase ("¡Daimiel, Daimiel!, has visto lo que ha hecho ese tío"), tal que hace ahora con un desconocido Julito Salinas, del que al principio pensábamos que iba a hablar como remataba a puerta, con la canilla, pero se ha hecho ahora un exquisito y quiere hablar con el interior, de rosca, y el resultado es tan desastroso que a Montes no le queda más remedio que tirar p‘alante ("Julito, di tú algo ahora, que me quedo sin voz", le dijo el otro día, retador, el maestro).
A cuenta del Mundial Montes hizo el agosto con sus expresiones. Repetía eso de "¡algo está cambiando, estamos en la Sexta!", un soniquete que tendría éxito si no fuese porque se sobreentendía que en el cambio venía incluido él, tan excesivo y absorbente que no sólo es incompatible con el fútbol sino con cualquier otra actividad, digamos planchar. Hay una frase sin embargo que ha despertado cierta ternura en mí: "¡La vida puede ser maravillosa!", con el correspondiente "Salinas" detrás. Ahí adquiere Montes su magnetismo perturbador, y cuando le enfoca la cámara y nos encontramos con su calva morena y lironda, sus gafas de topo afrancesado, le cogemos un cariño bárbaro. Encerrado en una cabina mínima, frotándose su generosa frente con un paño frío, teniendo que compartir cabina con Julio Salinas, un tipo que ha sido al fútbol lo que Montes a los sordomudos, y atrapado entre la mesa y la pared, mientras se desgañita con eso de que "¡La vida puede ser maravillosa!", nos damos cuenta de que Andrés Montes, entero, no sólo es carne de onomatopeya sino que, de frente y de perfil, es sobre todo una epopeya. Sin nuestro comentarista, la Sexta parece un despliegue de comerciales de Hamás. Y no hablemos ya de Chapi Ferrer y sus inquietantes miraditas a la cámara cuando le enfocan. ¿Qué nos quieres, amor?

martes, noviembre 7

París

Los gatos se desperezaban como un tren de lana que arranca al mediodía, y un sol de luz pálida se filtraba por la persiana de aquel otoño, cuando el frío se deslizaba como una anguila por el techo húmedo de la buhardilla. Era un París cruel y adorable, irrepetible, de tipos con sangre en blanco y negro que rastreaban su futuro por las calles en esqueleto. Los sablazos de la memoria me devuelven aquel París empapado de lluvia y recuerdos. A mi amigo Ramón Rozas le recuerda a Monet: a mí me recuerda que hay que escribir de los lugares que aún no se han visitado, de la gente que todavía no se ha conocido y de las mujeres que están por amar. Y me recuerda a Hemingway. Y a mí mismo leyéndolo con pasión diez años atrás. Al joven Ernest le despertaban los gatos en su rincón abuhardillado, tenía frío en las manos al escribir y se dormía cada noche junto a su primer amor. Todo en Hemingway era puro: desde él mismo hasta su talento, sus relatos desprovistos de lírica, sencillos a la manera de Gertrude Stein, que bautizó a los chicos como Generation Perdue ("Eso es lo que son ustedes. Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra. Una generación perdida"). Hemingway retrató el proceso de maduración de un escritor con una frase envidiable, a la altura de sí mismo. Fue tras recorrer de un vistazo duro y nostálgico aquellos años de París, las correrías con Ezra Pound, Fitzgerald o Ford Maddox Ford, tras escribir cuentos y tras acabar (fue la última línea de ese libro) París era una fiesta, antes de que, corrompido y atrapado por la desesperación, se descerrajase dos plomazos en la boca y su última mujer encontrase la tapa de sus sesos goteando en el techo. "Cuando éramos más jóvenes y más felices", había escrito el viejo capitán recordando al joven.

domingo, noviembre 5

Verdad

En Lobo, la primera película producida por El Mundo, los etarras entrenaban por la orilla de una preciosa playa vasca, tipo Baywatch, mientras uno de ellos, el topo, se disculpaba un segundo para acercarse al paseo y pasarle información a un agente secreto con gabardina, gafas de sol y bigotito: un espectáculo kitsch que el periódico jaleó con entusiasmo. Quizás por eso ahora se estrena GAL, de la que sólo hay que citar la sinopsis: va de dos periodistas intrépidos que desenmascaran una trama de terrorismo de Estado protegidos por un director de periódico insensible a las presiones del Gobierno y emparentado con la Verdad. Nada se nos dice en una precuela del feliz apoyo que daba el director mediados los ochenta a ese terrorismo, y tampoco se espera secuela en la que se nos informe que años después se mostraría esta figura favorable al derecho de autodeterminación del País Vasco: la Verdad no exige parientes muy cercanos.
Bajo esa lluvia mediática, que amenaza ahora al séptimo arte como feroz instrumento de propaganda, se enfanga cada semana el proceso de paz, rebautizado por la derecha losantita como proceso de rendición. Ayer ETA lanzaba un comunicado que los medios interpretaron como suelen: dándole rango de cinco columnas. Lo curioso vino después: puestos a elegir versiones, la Asociación de Víctimas del Terrorismo elige la de sus verdugos porque “nunca mienten” y el Gobierno, en cambio, “sí miente a los ciudadanos”: exactamente lo que pasó el 11-M, atentado del que ya se pide entre el gentío una versión cinematográfica. Un directivo de la AVT, desesperado, daba ayer la clave de este thriller judicial posmoderno: “Si la verdad del 11-M no se sabe antes de las elecciones, no se sabrá nunca”.
La Verdad también tiene sus objetivos.

viernes, noviembre 3

Peligrosos

"Está escrito que alguien, en cualquier circunstancia, llegará un día hasta tu frente y te llamará fascista. Te lo llamarán en la oficina, en el aula, o en la cama. Tú quizá estés, como yo, en torno a los cuarenta años, y cuando lo oigas también buscarás al cabrón con la mirada, sin hallarlo. Entonces te sentirás un Villar Palasí o un GarcíaValdecasas. Al reponerte, copiarás estos versos: ‘Fue un verano feliz. / El último verano de nuestra juventud’.

Ahora bien, voy a darte un consejo, ya por viejo: procura siempre que los que te llamen fascista sean un grupo de niñatos subvencionados, que no se pagan la bandera ni las bombas fétidas; unos niñatos eximidos por la autoridad máxima del gobierno: sus lactantes; procura que quien te lo llame sea el poder, aun en su versión de falange y muchachada; fascista serás, pero en la intemperie.

No sabes cómo rejuvenece”.

La democracia en Cataluña, como la democracia en el resto de España (la democracia capitalista: tampoco íbamos a pedir la democracia real, si alguien la ha visto por ahí) pasa a veces por leves achaques sintomáticos. En Cataluña es común la persecución sin tregua de los intelectuales inorgánicos cuando son invitados a dar una conferencia en alguna Universidad, o a aparecer en público en tal sitio, o en éste otro. Es una persecución fanática que incluye bombas fétidas, gritos y, cuando la cosa se anima, collejas y patadas. Hace ya siete años Arcadi Espada escribió un artículo memorable (Episodios en la vida de un hombre, en Quintacolumnismo -Espasa, 2003-) acerca de la primera vez en su vida, en la Universidad Autónoma de Barcelona, que alguien le llamó “fascista”. “Fascista serás, pero en la intemperie”, escribe al final.

Estos achaques, que no son producto de la edad sino de la educación, y la pegajosa lluvia nacionalista que ha terminado por agrietar no ya la actualidad política, que poco importa, sino la convivencia, fue suficiente para que un grupo de personas crease una plataforma ciudadana de postulados de izquierda y visceralmente, hasta la provocación, antinacionalista. El desencanto caló en aquellas filas: el desencanto con la izquierda socialista catalana, que recogió la siembra y el fruto del pujolismo no para erradicarlo, sino para florecerlo al compás del silencio oficial decretado a la oposición social y el exterminio subterráneo de todo lo que oliese al PP: entre Acebes y Losantos se lo pusieron muy fácil.

De ahí Ciutadans, el partido de la ciudadanía. Probablemente uno de los más grandes achaques que la democracia ha padecido en España se haya producido ahora, en su juventud de 29 inviernos (el último invierno de nuestra juventud), con el apagón brutal que esta formación política sufrió durante la última campaña electoral en Cataluña y, en menor medida, Madrid. Se acordó Boadella en uno de los últimos mítines de Francino, Barceló y varios más que obviaron / despreciaron al candidato desnudo / invisible. Fue un silencio tan espeso que ayer Francisco Rodríguez (BNG) dijo en Santiago que Ciutadans es el partido “de El Mundo y la Cope” por el mero hecho de ser los dos únicos medios de importancia que han informado de esta candidatura, probablemente en el único servicio democrático que han hecho a la sociedad en los últimos diez años. Se trata, la de Rodríguez, de la clásica ignorancia de quien no ha estado ni de lejos en el meollo / cogollo, de quien no sabe de dónde ha llegado esta marea: de quien no ha pisado un día tan sólo el blog del propio Arcadi Espada, al que el miércoles en 59 segundos le dedicaron la mitad de la tertulia. Por eso también calificó de “peligroso” que haya entrado este partido en el Parlament. A Rodríguez, que brindó ayer por los 48 escaños de la derecha cristiana y xenófoba de Mas y Pujol, le ha parecido peligroso que entren tres diputados de la izquierda laica en el Parlament: el peligroso es él.

jueves, noviembre 2

Todos los Santos

La noche de Todos los Santos estuvo ayer impregnada de diablillos distribuidos con temple por la parrilla televisiva. Había titanes a la hora cumbre: los cracks del Barcelona (con Etoo disfrazado de ‘reservoir dog’ en la cabina de Antena 3) en el Nou Camp y el doctor Gregory House haciendo tiempo en Cuatro (calentando minutos eternos, como Ronaldo en Tarragona, pero con más éxito) antes de salir a los pasillos del hospital a soltar improperios y cargar de putadas al pobre Wilson. Fue, a pesar de la templada noche que se quedó en Pontevedra, una gran decisión la de quedarse en casa. Al gol de Gudjhonsen, insignia de oro y brillantes del Real Madrid, le siguió un tremendo berrido colectivo surgido de las profundidades de los bares de San Antoniño. El gato, que ronroneaba en mi regazo, saltó como alma que lleva el diablo y se refugió debajo del sofá, como el Chelsea. Al gol de Drogba, en el descuento, le siguió un silencio frío en la calle que traté de compensar con un grito un tanto forzado. Esperé en el balcón a que los antibarcelonistas escuchasen mi llamada de la selva y respaldasen mi entusiasmo, pero tuve como respuesta una muralla de indiferencia que me llenó de rencor. Cuando me quise dar cuenta, a Matías Prats se lo había llevado por delante una avalancha de silicona: había empezado Scary Movie en Antena 3, y Pamela Anderson se estremecía en un pasillo, no se sabe si de miedo o porque le flaqueaban las fuerzas para mantenerse erguida con semejante lastre de caucho amontonado en los pechos.
Pese a todo, lo mejor estaba aún por llegar. El Club de Flo es un programa de la Sexta en el que se adiestra a famosos para que aprendan el arte del monólogo. El programa se hizo famoso porque en su primera edición contó con Alfredo Urdaci, pero no como maestro, ¡sino como alumno! En esta edición también hay chicha: se encuentra entre los participantes Julio José Iglesias Preysler, probablemente el chico más incapaz que hayan visto los ojos de Dios, y Dios lleva ya mucho tiempo en esto. De tan bien que se conserva, Julio José sigue teniendo 17 años: física y mentalmente. Se conserva estupendamente en todos los aspectos. Es una especie de adolescente eterno de pelo liso y unos dientes tan blancos que dan ganas de invitarle de vez en cuando a un ‘chino’, para normalizarlo un poco. Está reñido Julio José no sólo con el trabajo sino también con la vis cómica. Es muy complicado que le haga gracia a alguien: tendría que partirse la crisma en monopatín o hacer alguna de esas trastadas que hacen los niños orientales, que también para eso él es medio filipino. Pero para hacer reír con la palabra (con la cabeza, o sea) se tiene talento o no se tiene, y Julio José, también en esto, no tiene. Sin embargo, ayer se llevó al público de calle. Lo presentó Florentino Fernández, alguien que hace reír incluso aunque no se lo proponga. Y cuando lo dejó solo en el escenario, Julio José se metió muy en el papel, extendió los brazos y dijo, a modo del típico inicio monologuista: “¿Conoceis vosotros a alguien no haya tenido problemas para encontrar un piso?”.

miércoles, noviembre 1

Vello

Recuerdo que hace un año el Ayuntamiento de Palma de Mallorca aconsejaba a los adolescentes en un panfletillo que "se afeiten o recorten el vello púbico si quieren sentir que tienen el pene más grande". E instaba a los chavales a mirarse el falo, cuando está envarado, "de arriba a abajo y no al revés". Luego el Ayuntamiento añadía medidas, diámetros e incluso el hecho diferencial: hay penes ladeados, arqueados... Para los desesperados, la guía lanzaba el último salvavidas: la faloplastia (el alargamiento del pene). El documento fue histórico y levantó acta de un hecho que no por esperado deja de ser excerable: la invasión de los políticos en nuestro paquete. No les bastaba con la subida de los impuestos y las comisiones de las obras públicas que también nos tenían que tocar la polla. Y nos aconsejan adelgazar para verla mejor. De arriba a abajo, como si pudiésemos estirar la cabeza hacia atrás para pasarla entre las piernas y verla de abajo a arriba. Por encima de todas las consideraciones, a uno le llama la atención la persecución del vello púbico: es una de las señas de identidad de este nuevo siglo, que llegó de la mano de la metrosexualidad y se afianzó entre la clase idiota. La renuncia al vello púbico es la renuncia a la esencia. Lo escribió Agustín García Calvo: "La aparición del coño velludo es la aparición del vello del animal". Y Atleta Sexual clama en internet: "¿Dónde están los felpudos? ¿De aquellos fastuosos felpudos de hace no muchos años, qué se fizieron?". Gana entre las mujeres la tirita finolis y el traingulito irrisorio, mientras que los hombres se rasuraban antes para parecerse a Yul Bryner y lo hacen ahora para ser Nacho Vidal: cambio de cabezas. Es la victoria de la ingenuidad, la victoria de la maquinilla sobre la naturaleza, la victoria de Adolfo Domínguez, de lo ligero, de lo light, de Zapatero.

lunes, octubre 30

Scarface

Salió la semana pasada el videojuego de Scarface, la brutal revisión que Brian de Palma hizo de aquella otra película de los años treinta sobre el crimen organizado. Los videojuegos están entrando poco a poco en los clásicos con desigual éxito. En el caso de Scarface, todo lo que le rodea huele a triunfo. El guionista ha dispuesto que Tony Montana / Al Pacino sobreviva al asalto de su palacio y empiece de nuevo con su imperio hecho añicos: la venganza es el motor más poderoso de la ambición. Además, han cuidado todos los detalles: la presentación pública en España del videojuego tuvo lugar en Marbella. Probablemente no haya en el mundo escenario mejor para recrear las andanzas de un moderno Montana: la cocaína de ayer sigue siendo la cocaína de hoy, y también el ladrillo. A todos los especuladores, como a los narcotraficantes, les derrota su propia ambición: los termina devorando como un Saturno devorando a sus hijos. Y lucen públicamente sin excesivos problemas su cutrerío estético, sus muchachas doradas y aburridas, su ampulosidad textil, un inacabable fajo de billetes gordos en los bolsillos y las maneras de un gorila de discoteca saturado de pastillas.
Scarface fue una película rodada por Howard Hawks a principios de los años treinta con un subtítulo sugerente: el terror del hampa. Se retrataba en la película a un clásico: Alfonso Capone, que compartía con el protagonista las maneras, la cicatriz y el apodo de Cara Cortada (Scarface). Décadas después Brian de Palma actualizó la historia, con la que sin embargo comparte rasgos esenciales, como la turbación del protagonista con su hermana y el fatalismo que envuelve a su mejor amigo (fatalismo del que se hizo eco recientemente Fernando Meirelles en el ascenso criminal del protagonista de Cidade de Deus). Quien guste de Pacino encontará en la película el gran homenaje que se da el actor a sí mismo y a sus fans: sobreactuado, excesivo, exagerado y desbordante. Montana llegó a Florida procedente de una cárcel de Castro y se abrió paso en el tráfico de la cocaína siendo fiel a unos valores muy sui generis y apoyado en una violencia sin restricciones: antológica la secuencia en la que apenas mueve un músculo cuando a su compañero lo van cortando a trozos con una sierra eléctrica para hacerle hablar, y abrasivo su final, en el que casi se da a entender que la saturación de cocaína del protagonista le hace inmune a las balas (“¡querer joderme a mí es querer joder al mejor!”, grita con los brazos en alto mientras una decena de metralletas le van dejando el cuerpo como un colador).
La película se rodó once años después de la segunda parte de El Padrino, donde Pacino bordó una actuación legendaria: el Michael Corleone contenido, soberbio, que maneja con mano de hierro los asuntos de la Familia. Scarface fue un derroche absoluto: el ambiente desatado de aquellos setenta en las discotecas, el vestuario de Montana, la impunidad de los narcos llevando ellos mismos las bolsas de dinero a los bancos, la propia mansión (“The World is yours”) del protagonista, con tigre incluido. Todo muy sangrientamente kitsch, todo muy Marbella: el videojuego, bien mirado, circula on-line desde hace meses en los diarios.

domingo, octubre 29

Opinión

La muerte del periodismo impreso: una profecía recurrente. Steve Ballmer, presidente de Microsoft, se lo dice a Cebrián al oído: quizás dentro de unos veinte años (“Bill le diría diez”). No se preocupen: dentro de quince años dirán exactamente lo mismo. Luis del Val, que no es Steve Ballmer pero usa levita, explicó esta semana en Pontevedra que del periodismo impreso la literatura sobrevivirá refugiada en el periodismo de opinión: en las trincheras de la ardiente metáfora de la actualidad. Que hay periodismo que no necesita estar bien escrito: que la actualidad se esquematiza por la competencia de lo que él llamó la Galaxia Marconi. No diría uno tanto. Tampoco que la mejor literatura se halle sólo en la opinión. ¿Umbral?: la opinión de Umbral es sólo su estilo, que no es poco. La gran literatura periodística, salvo contadas columnas (Vicent, Vázquez Pintor, Alvite, a veces Rivas, algún ingenio de Millás, ninguna de Maruja Torres, ninguna, que alguien se lo diga, de David Gistau) sigue conservándose en los grandes reportajes y en las crónicas de actualidad: Sucesos, Sociedad, Deportes, nunca Política. Continúa habiendo periodistas capaces de describir mil imágenes con una sola palabra: basta crearle el acomodo necesario, el ritmo preciso y la ingeniería literaria suficiente para que la lectura de cualquier crónica se convierta en un fresco inmortal que no destruirá ninguna Galaxia. Dos ejemplos: las páginas de Enric González desde el Vaticano relatando el blanco estertor y muerte agonizante de aquel Papa deshilachado y el recuerdo de los últimos días de Saigón de Leguineche: una crónica en El País de aquel infierno publicada en 2005, quizás la prosa más fulgurante escrita ese año. ¿Leerlo en el ordenador?: quizás la próxima generación, pero ya no ésta.

De bares, a este lado de la barra

Probablemente sea muy difícil encontrar en los últimos seis meses un cortometraje español más premiado que Madres, una de las obras más reconocibles de Mario Iglesias (Pontevedra, 1962). Con la estela de ese último éxito todavía coleando ha estrenado por fin en Valladolid, en el marco de la Semana Internacional de Cine (Seminci), su ópera prima en el género del largometraje: De bares, producido por Matriuska.
Tanto en Madres como ahora, en su primera película, Iglesias disfruta de su particular modo de hacer cine: un breve tratado de naturalidad que aspira a recoger la realidad cotidiana con humildad y un muy inspirado ojo clínico que no juzga, sino muestra. Ha sido un estilo aplaudido en Valladolid, donde hay quien se ha apresurado por inercia a hablar del ‘dogma’ gallego, y ha cosechado un inicio prometedor con los aplausos de un público, el de los festivales, al que nunca se le ha colgado el cartel de fácil.
De la tierra, de la patria, que dirían algunos, hereda Iglesias su sencillo modo de contar, unos personajes a menudo desconcertados, los reconocibles escenarios de Pontevedra (sus calles, sus plazas: su gente) y el inteligente y bravo chisporroteo instalado alrededor de las barras de los bares, desde Joto, el camarero del rincón que sirve como hilo conductor del filme, hasta los deslumbrantes expertos que filosofan de fútbol (“¿Suárez? ¡Bah! Suárez fue a Barcelona y luego subió a vendimiar a Francia”) y de geofísica (“A ver: ¿a cuánto está la línea del horizonte?”).
Arranca De bares con una chica que cree haber enamorado a un tipo, sigue con un hombre que cree ser invisible y acaba con alguien que cree estar vivo. Son parte de un inmenso mural fotógrafico que decora el bar donde un joven espera la salida de su novia del trabajo. Son rostros que cobran vida para hilar un mosaico de pequeñas historias donde se reúne el drama, el patetismo, el humor y una certeza luminosa: la de que todo presente ha tenido un pasado que merece la pena ser contado.
Sobre esa premisa construye Mario Iglesia su historia de historias: su contemporánea colmena urbana de un siglo que despierta bajo las luces de un amanecer extraño. Los reencuentros con el futuro, como la del hijo (“tiene cara de panadero”) que descubre a una madre inesperada, o con el pasado, como el hombre que repara, tantos años después, que su mujer le destrozó la infancia. Las consecuencias de esos relatos: la certeza de que ya nada volverá a ser como antes. El mármol frío de la verdad bajo los pies desnudos del protagonista (Javier Albalá, dulce enamorado) o la demolición en segundos de un corazón ingenuo (Emma Álvarez León, deliciosa canaria) a manos de un casado al que casi le cuesta caro un sencillo juego de miradas (Nancho Novo, seductor, desconcertado y divertido). El hombre que paraba el reloj del mundo para romper a llorar.
Tiene la expresión artística varios vehículos de lucimiento, pero es el que toca la médula de la normalidad el que frecuentemente remueve el espíritu del espectador, por convertirlo a él en protagonista. Mario Iglesias, que cita a Rosellini, sacerdote del neorrealismo, entre sus influencias, tiene en la atmósfera de la calle, en la clientela de los bares, en las horas cotidianas de sus días y sus noches, el mayor asidero de su cine. Embauca con él al espectador de tal forma que ni siquiera la aparición de efectos especiales despierta en éste el menor rasgo de incredulidad: todo puede estar sucediendo en el bar de enfrente. De bares posee un final hermoso y triste, poderoso, a la altura de esta deslumbrante, prometedora primera película.

miércoles, octubre 25

Réquiem por Mitrofan

Una de las primeras veces que salió Fraga a cazar le pegó un perdigonazo en el culo a la hija de Franco. “Siguieron unos minutos indescriptibles”, cuenta el protagonista en su ‘Memoria breve de una vida pública’. Parece ser que el Caudillo y la moza se lo tomaron a bien, y no lo mandaron ejecutar ni nada de eso. Fraga, en el libro, no dice culo, sino una expresión fabulosa: “salva sea la parte”. Lo curioso de esta anécdota es que Carmen Franco estaba al lado de su padre, por lo que el propio Fraga, de haber estado más hábil o más torpe (según se mire) podría haber cambiado la Historia: al final fue la Historia la que le cambió a él. No hace mucho fue Dick Cheney el que tiró de escopeta para mandar a Urgencias a un amigo suyo: le destrozó la mitad del cuerpo, lo que no deja de ser una tontería si lo comparamos con sus oraciones en Irak. La caza, como el toreo, es una afición cruel que a veces se revuelve contra el que la disfruta. Se trata de un exclusivo acto de justicia poética. Y ahora el Rey acaba de cargarse a un oso del que dicen que podría haberse ventilado buena parte de la reserva de Smirnoff de la estepa rusa antes de ponérselo delante de las narices. Lo ha publicado la prensa rusa con grandes caracteres, que son los caracteres propiamente rusos: excesivos, gritones. Los responsables ecológicos de la zona dicen que fue todo una farsa amañada para agradar al Rey, y no se le agrada ya con cualquier cosa: son muchos años siendo vos quien sois y muchos años ya abortando, cada febrero, el golpe de Estado de Tejero, que es de lo que esencialmente vive el Rey.
El animal estaba amaestrado, le sirvieron vodka con miel y lo soltaron por los blancos bosques para que Juan Carlos I lo tumbase: quizás mejor eso que aguantar la bronca de la señora osa, que debía estar a cien. De todas formas no es extraño el paripé: ya los buzos le colgaban a Franco los salmones en el anzuelo. Y a Fernando VII se las ponían ya no sé cómo, pero no hay un día en el que no lo recuerde alguien. Lo que resulta extraño es que la veneración tontorrona por el Rey se extienda de España a Rusia, como si allí tuviesen repentinamente nostalgia de los zares: bula real en el mundo entero en el nombre del sano deporte de la escopeta.
Con todo, si para algo ha servido la caza, que evidentemente ha negado la Casa Real (“el Rey nunca ha matado un oso drogado o borracho”, matizó Zarzuela), es para rescatar del anonimato al oso, del que ya sabemos ahora que “era alegre y dócil, de nombre Mitrofan”, según un alto cargo del Medio Ambiente ruso: no era un oso, era un calmante. En internet se ha puesto en marcha la iniciativa Todos somos Mitrofan y Todos somos Mitrofan 2, que debe ser el próximo chimpín que se cargue Su Majestad: que se lleve con él a Fraga. Y entre el barullo, Brigitte Bardot le ha pedido al Rey que ya tiene edad para colgar la escopeta. Nada dijo la rubia B.B. (¡lástima!) de su santa corona.

lunes, octubre 23

Territorio Champions

Ya era difícil que en este sagrado fin de semana, con inundaciones en Pontevedra, con un Real Madrid-Barcelona en el Bernabéu y con la última carrera de Alonso en el Mundial de Fórmula Uno, cosechase Anxo Quintana la foto más asombrosa de todas cuantas haya habido en el álbum de las maravillas: la foto de su abrazo a Mas y Pujol en un acto electoral de Convergencia i Unió. La foto de la izquierda nacionalista gallega dejándose pasar sonriente la mano por el lomo por la derecha catalana: la derecha santurrona, burguesa y elitista de toda la vida, que mira primero el apellido y después, sin vergüenza, los puntos del carné del inmigrante: la derecha xenófoba que se ha tirado dos décadas haciendo de la teta de Madrid su programa electoral y tirando del 3% en las comisiones de obra en territorio patrio. ¿Ha padecido Quintana y hemos padecido nosotros 16 años de la derecha de Fraga en Galicia para ir corriendo ahora a Cataluña a defender los 23 años de la derecha de Pujol? ¿Le fue tan bien al BNG aquella divertida aventura de Galeusca en las elecciones europeas, cuando se fueron a Bruselas el vasco y el catalán, y el gallego se quedó despidiéndolos en el aeropuerto? ¿Cuál es el problema de esa foto, el problema de esa sonrisa ‘quintanista’ flotando en éxtasis? No es la contradicción luminosa, sino la pureza de los actos de Quintana y el mensaje que quiere trasladar, no a Cataluña, donde ya es evidente que él es uno más del Territorio Champions que se ha montado Mas junto a Ibarretxe, sino a Galicia: precisamente donde votan a Quintana. Donde le votan, fíjate, los que votarían a Esquerra o Iniciativa en Cataluña o a Eusko Alkartasuna, Aralar o, válgame Dios, Batasuna en el País Vasco. ¿Basa ya el BNG toda su política en el nacionalismo puro y duro, de bandera, himno y nación como prioridades sagradas para llegar a la Tierra Prometida, o hay sitio, aunque apretado, para las políticas sociales, para las políticas progresistas que interesan, a veces, al ciudadano: para el acceso a la vivienda, para el aumento del salario mínimo, la solidaridad con los más desfavorecidos y (¡me lleven mil demonios!) el mestizaje y la integración del inmigrante. Si es así, si el BNG sigue siendo una formación política de izquierdas, nacionalista y laica, si hay razones poderosas que todos entendemos y todos apoyamos en su momento para que Miguel Anxo Fernández Lores, el alcalde de Pontevedra, no se preste a procesiones, peregrinas y reinitas de las fiestas, entonces se nos debería explicar, a los votantes y a los no votantes, por qué en el espectro político catalán se posiciona Quintana junto a Mas, que exigía a sus funcionarios, cuando mandaba, que les resumieran cuatro libros para decir en televisión el día 23 de abril que se los había leído. ¿Cuáles son los puntos coincidentes entre Mas, el delfín de Pujol de perfil burócrata que quiere ahora extender credibilidad bajo la guillotina de su sonrisa, y Quintana? ¿Acaso esa medida humillante que sólo resiste comparación con la de algún partido ultraderechista de España: el carné de puntos del inmigrante, donde el extranjero se ve obligado a demostrar su grado de catalanidad para acceder a las prestaciones sociales? ¿Si no se logran los puntos suficientes, se les pondrá un brazalete para que no se cuelen en los hospitales? ¿Comparte Quintana esta barbaridad fascista: [los inmigrantes] que “vengan de forma ordenada mediante la contratación en origen” y que hagan “un esfuerzo real de integración que se pueda evaluar” tendrán “alguna ventaja, no un castigo”, que dijo Mas en campaña? ¿Sostendrá alguna vez el BNG, la izquierda nacionalista gallega, al Gobierno de la derecha española en Madrid como lo sostuvo generosamente CiU y PNV? Sería bueno, sería maravilloso explicarlo.

Ana María

Lo más perturbador de toda la historia de Ana María Ríos es que aún no se la ha ido la belleza institucional de su boda. Quiere decirse que una mujer, al casarse, se impregna de una belleza muy sui generis, caducifolia, que se va muriendo despacio con las semanas, como el recogido o el maquillaje. Así le ha sorprendido la pesadilla a la muchacha: con su morena belleza gallega todavía por irse de la piel, rodeada de los vientos blancos de la boda que tuvo un día. ¡Ay el tránsito del altar, el arroz y el vals a los cargos, los jueces y el calabozo extranjero! De prepararle un cardado a las señoras bien de Arcade a querer, de repente, volar el planeta entero. Las fotografias la han desnudado estos días flaca y asustada, siempre protegida por su marido, siempre sentada en el asiento trasero de un coche clavando sus ojos grandes en los flashes de la prensa, de un lado a otro, vagando por un futuro incierto. La justicia remolonea junto a la hoguera mirando de soslayo las pruebas y en Galicia apenas ha dejado de llover, un día tras otro, a tantos kilómetros del verano infernal de Cancún, donde se tuestan los amores primerizos. Con el sol, los incendios. Con la lluvia, la pesada inocencia de Ana María poblando como pájaros oscuros los minutos del Telexornal. “Estas cosas no te las crees hasta que te pasan”, susurran los paisanos de Arcade agarrándose con fuerza al paraguas, como si al más mínimo titubeo la Justicia mexicana fuese a llevárselos para allá acusados de una conspiración universal. Ana María pisó Lavacolla con un permiso de treinta días, como los que le daban a Mario Conde para pasar las Navidades con la familia. Lo hizo de la mano de su marido y de su inocencia, que la llevaba tatuada en su lánguida belleza nupcial. Al llegar a Santiago y ver a la multitud explotó: no le hizo falta el detonador.

jueves, octubre 19

Primeros pasos en un mundo sin Borges

La Nación tituló así la historia de amistad entre ellos (Dos amigos implacables), de la que ya hay testimonio literario: Borges. Se trata de las 1.700 páginas de los diarios que Adolfo Bioy Casares escribió en relación a Borges, su amigo desde que ambos se encontraron (Bioy con 17 años, Borges con 32) una tarde de 1931. La editorial Destino puso el libro a la venta ayer. Se trata de un acontecimiento literario de primer nivel: el acercamiento definitivo a la figura del viejo genio. Días antes se espigaron en los periódicos argentinos de más renombre y en el español El País enjundiosos fragmentos de la vasta obra. Además de los cotilleos que se traían entre ellos (refiriéndose al Nobel de Juan Ramón Jiménez dice Borges: “Que vergüenza para Estocolmo..., primero da el premio a Gabriela -Mistral-, ahora a Juan Ramón. Son mejores para inventar la dinamita que para dar premios”. A Mann le considera “un idiota”. También cuenta que “qué puede saber de nada un bruto como Hegel” o que Marinero en Tierra, de Alberti es “una porquería”), lo que realmente parece tener valor, lo que quizás se vaya desprendiendo a gotas espesas de la paginación eterna, además de la poderosa intimidad de ambos escritores deambulando por las jaulas de la literatura y de la vida, es la amistad cristalina que se alimenta entre ellos con los años, que fueron décadas. De lo adelantado se impone una imagen y un sentimiento. La imagen es terrible. Cuenta Bioy: “María -Kodama- es una mujer de idiosincrasia extraña; acusaba a Borges por cualquier motivo; lo castigaba con silencios (recuérdese que estaba ciego); lo celaba (se ponía furiosa ante la devoción de los admiradores). Junto a ella vivía temiendo enojarla”. Esa estampa: la del viejo ciego y enamorado sin pruebas de saberse junto a su amada: cruel destino, horrible castigo. Y la precaución infame: no te enojes, vida. No es un silencio: es el abismo, una soledad incurable de siglos. El sentimiento es la propia muerte de Borgese n el diario de su amigo. Es un testimonio lúcido y triste, pero hermoso hasta llorar: “Decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear. Un individuo joven, con cara de pájaro, me saludó y me dijo, como excusándose: ‘Hoy es un día muy especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’, fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar".