La lluvia en Santiago es arte: el cielo coagulado del anochecer recortándose por encima de la sombra de la Catedral bajo un orballo triste y pertinaz, empapando dulcemente la juventud. Y Serrat cantando bajo un paraguas, camuflado en la plaza de la Quintana: “Llueve / sobre los chopos medio deshojados / sobre los pardos tejados”. Pero hasta el arte fatiga, y escandaliza, y a ratos daña. Dalí paseaba a una rubia millonaria desnuda atada una cuerda y con un cencerro colgado al cuello por las calles un poblachón franquista: para el gran masturbador, aquello era arte. En realidad la lluvia en Galicia es arte para quien se lo cree: Pérez Varela, una excursión de Salamanca y algún poeta local. La lluvia en Galicia es una emoción y una manera de verlo y a veces una postal: una lluvia de la campiña inglesa que invita a la contemplación boba rasgando una guitarra con barba de cinco días y jersey de lana. Pero ahora nos sorprende el arte con una sacudida muy mediterránea, muy valenciana: el meridiano de Greenwich nos la está jugando por la espalda. No han caído bajo el peso del agua las huertas de los naranjos, pero el quejido de los rumorosos empapa las noches de tormenta y, de repente, se ha venido abajo la vía rápida del Salnés. Ha sido tan fácil como partir un chicle. Ha caído con el agua, como caen los caminos de tierra: de barro somos y al barro volveremos. Mereció la pena, sin embargo. La estampa nocturna de un Cuiña hamletiano paseándose por el asfalto agrietado y silabeando su ardiente defensa no tiene precio. Él, desde el más allá, quiere que se explique lo que ocurrió: a veces aún hay arte después del arte.
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1 comentario:
Estoy totalmente de acuerdo. La lluvia en Santiago es una obra de arte. Y si estás calentito viéndola por la ventana, tomándote un buen caldo gallego, mucho mejor. Eso resucita a un muerto.
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