Me he trasladado! Redireccionando...

Deberías ser trasladado en unos segundos. De no ser así, visita http://www.manueljabois.com y actualiza tus enlaces, gracias.

miércoles, noviembre 29

Nostalgia de Brandon Walsh

Una de las cartas de presentación de Cuatro fue la reposición, desde el primer capítulo, de Melrose Place. Allí estaba de nuevo aquel tontaina de Billy con su mandíbula de jugador de fútbol americano. La inocente Alison, que episodio a episodio fue abandonando la inocencia para entrar en la bobería absoluta: ese destino habitual de los inocentes privilegiados. También se dejaba ver el algodonoso gay rubio que ahora se las da de padrazo heterosexual en Mujeres desesperadas. Y Jake, el mecánico con plaza fija en la selecta urbanización, siempre con las manos grasientas de arreglar... ¡su propia moto!: ¿quién le pagaba a Jake el apartamento? Y, por supuesto, Michael Mancini, el único que al final merecía la pena de esa pobre nube de apampanados: sí, Michael Mancini heredaba la íntrinseca maldad de su padrino espiritual, Richard Channing.

Tanto azúcar a las horas en las que reponían Melrose Place se debió de hacer indigesta a la audiencia, que prefería ver a Arguiñano sachando un filete, y Cuatro la retiró sin contemplaciones. Uno albergó la secreta esperanza de que la fulminación de los bobitos de Melrose Place, que fueron vendidos como la generación posterior de los muchachos de Beverly Hills 90210, fuese una simple corrección: lo que ellos hubieran querido reponer desde el principio fue la llegada de los gemelitos Walsh al exclusivo barrio californiano. Pero no. Y fue un error. Hubo un par de generaciones que abrillantó su adolescencia entregándose sin reservas a las aventuras televisivas de Brandon Walsh. En realidad, el héroe venía siendo Dylan Mckay, al que se le bautizó con poca prudencia como el nuevo James Dean: al final se quedó en un Toni Cantó con alzas y tupé. En Dylan queríamos fijarnos los rebeldes, sin importarnos la causa, pero nos faltaba su planta y un padre millonario de turbios negocios. Además fue él, definitivamente, el que tuvo problemas con las drogas. Lo pillaron fumando marihuana en un bosque, y la pandilla se reunió en casa de los Walsh para estudiar qué hacer: llevarlo al hospital, fusilarlo o meterlo en un psiquiátrico (en esa reunión estaba, ¡por supuesto!, el gran Jim Walsh, padre de Brandon y padre, un poco, de todos nosotros). Mientras se decidía su futuro, Dylan agonizaba entre árboles con un porro a medio fumar sobre el que todos maldecíamos, evocando en silencio a aquel Guillermo Furiase que salió desconsolado del funeral de Antonio Flores: "La culpa de todo es de la puta droga".

Dylan sobrevivió, pero se escapaba de la realidad: aunque no lo queríamos reconocer, nuestra vida sólo podía ser comparable a la de Brandon Walsh, y en él, a nuestro pesar, concentramos nuestros esfuerzos. Brandon era noble, sencillo y sano: un José Campos 90210. Coqueteaba con la perfección, y una borrachera salvaje con accidente incluido lo humanizó: nosotros, pequeños aprendices de Walsh, también coleccionábamos nuestros pequeños accidentes, nuestras pequeñas borracheras. Y entonces nuestra adolescencia se fue disipando con la de él, y cuando se fue a su Universidad nosotros nos fuimos a la nuestra, apoyados en su pequeña chepa, evocando secretamente los primeros besos de Andrea Zuckerman y tirando de reposiciones para desentrañar cuál podría haber sido su blando, su fofo destino.

lunes, noviembre 20

domingo, noviembre 19

Rabo

En la entrega del Premio Xerais de este año ocurrió un hecho maravilloso por insólito: el ganador, Diego Ameixeiras, citó entre sus referencias a Álvarez Rabo. Luego dijo el propio Ameixeiras que en Gaicia “hai un respecto relixioso pola tradición literaria que me asusta moito”. En España es muy común una creencia entre la clase literaria, que es una clase que por ser clase ya es podrida (su pecado original), que dice que si nos has leído a Cervantes, a Shakespeare o al particular dios de cada uno, no vas a ser nunca un escritor o, peor aún, un lector. No es una exageración: es curioso que se dé entre la crema de la intelectualidad, fervientemente laica, una suerte de teocracia en torno a los grandes maestros, calificados como grandes maestros no sólo por su obra sino porque, además, están muertos, y no hay que envidiarlos. Que Ameixeiras haya puesto a Álvarez Rabo en su particular altar desmonta muchas mentiras y alarma a los monjes capuchinos de la caspa literaria. Sí, señor: Álvarez Rabo, y además una cita suya abre la novela. El finalista del Planeta del pasado año, el insoportable Jaime Baily, abre la suya con un verso de Shakira: a más de uno le dio un síncope (se lo dio a Marsé, pero no por la cita, sino por lo que venía después). Según la tradición (el mal es ése: la tradición, su existencia) hay que descalzarse para entrar en el templo de las letras y dejar en la puerta, junto a los mocasines, las aficiones que los sacerdotes entienden como frívolas para no mezclarlas con la pureza. A un dibujante con títulos como ‘A las mujeres no les gusta follar’ no se le debe mezlar con Sófocles ni con Quevedo, y a lo mejor hasta tampoco conviene mezlar a Sófocles con Quevedo: debería “el mundillo” editar una guía con lo que debemos leer los españoles y, aún mejor, qué es lo que nos tiene que influenciar.

viernes, noviembre 17

Praza da Leña

A eso de las once de la mañana un señor alto de flequillo estirado por la frente como un ciempiés levantó la mirada al cielo y dijo que esto no lo aguanta ni Dios, y salió de los soportales a empaparse de las lluvias y de los vientos, como un náufrago. Estaba yo allí, me parece que en el Rúas, desayunando un bocadillo de calamares, porque era tarde y además porque me apetecía, en uno de esos bares que todavía por la mañana no terminan de funcionar: que están como al tran-tran, echándole carbón a la caldera de las horas. La escena era fabulosa: allí estaba la plaza desnuda de gente, sólo piedra y lluvia, litros de lluvia cayendo a peso, como si alguien hubiese volcado un cubo a orilla de las nubes. La Leña, como la Verdura y como tantos otros lugares, de Pontevedra y del mundo, ha sido maltratada por la gente porque la gente la ocupa, y no la deja ver. Lo malo que tiene la gente es que no es invisible. El turismo, incluso el turismo intramuros, al final se lo carga todo. El casco antiguo por la mañana no tiene nada que ver con el que se conoce a otras horas: son dos cosas diferentes. Por la mañana reverbera la vida: se recogen los sonidos de la Pontevedra querida en los rincones más lejanos, y la gente viene y va sin sentarse, a sus cosas, porque está en marcha el día. Así la Leña ayer estaba vacía de todos, y sólo estábamos yo que desayunaba y el señor del flequillo hasta que salió a bañarse. A poco que uno se fije la ciudad está llena de esas pequeñas singularidades, de esos raspazos, de esas pequeñas maravillas literarias. Luego, al ocupar todo a la brava, como el fondo de un estadio, se disuelven entre la normalidad: la birra, el hippie, el pijo tonto. Y no hay forma de encontrarse ya no digo con esos señores, sino con uno mismo.

jueves, noviembre 16

Michelena

Alguien que tenga tiempo y discreción, uno de esos seres solitarios que deambulan a ciertas horas por las calles del centro sin destino, sin dinero y sin madre, debería ir a la libería Michelena de Pontevedra las tardes de tormenta gorda a pasar revista a los lectores de páginas sueltas, los estudiantes que buscan el libro de Civil y el universo, en fin, que despliega sus alas en los fondos de esa enorme, apabullante librería. Lo pensaba uno despacio, como tragando bolas de pan duro, esta semana de regreso a las estanterías de Michelena con los bolsillos llenos del dinero de otro, entorpeciendo alegremente un pasillo, porque estar en Michelena sin entorpecer un pasillo es como no estar, como no ser nadie. En la última adolescencia, la más lejana de todas, fui adquiriendo la costumbre de visitar periódicamente la librería para irme haciendo un paria, un molestapasillos: el mueble del fondo, pegado a las obras completas de Hemingway, que era el autor que yo había decidido ser antes de comprender que me hacían vomitar los toros y las guerras: que me hacía vomitar la sangre. Descubrí que no era leer lo que me gustaba, sino el ejercicio intelectual de contemplar libros y, cuando había posibles, comprarlos para abultar la habitación y dármelas de no se sabe qué. Los tocaba, me leía las contraportadas y auscultaba el rostro sereno y redondo del escritor de turno, cazaba la página trece o veintinueve, y luego me leía rápidamente el final, mirando por encima de las solapas que nadie se acercase, como un delincuente. Ese pasatiempo duró años y sólo la vergüenza me alejó temporadas de Michelena. Brotó de la adolescencia la inmadurez, y a la furia contemplativa le sucedió la anestesia moral de un escritor de columnas aficionado a opinar de todo para no comprometerse con nada: un impostor, un falsario. Pero el delicioso placer de contemplar libros no mermó: se mantuvo intacto, poderoso, cautivador. La liturgia hervía en público: contemplaba las novedades en el primer montón e iba llegando hasta los clásicos para acabar en la poesía. Además de contemplarlos, los libros de poemas a veces los abría y leía versos sueltos con los que salía masticando a la calle, como saliendo de una frutería con una uva prestada. Una vez leí de Dylan Thomas: “Veo a los muchachos del verano en su ruina / convertir en eriales los dorados rastrojos” y lo fui cantando hasta la Peregrina para adentro, inspirándolo, como llenándome de aquel aire vibrante y cegador. En Michelena está la vida de los aspirantes a lectores y de los escritores anónimos: entre el gentío silencioso y soñador de los probadores de libros, de los lectores accidentales, van pasando las estaciones. En aquel Sonatas de Pontevedra que hizo Xabier Fortes se asomaba su hermana, Susana Fortes, a la ventana de Michelena que da a Curros Enríquez y saludaba a César Portela con un “¡César!” de corte almodovariano. Antes de entrar por la tarde, a la hora del café, los propietarios / empleados juegan una partida de cartas en el Carabela cuando escampan las calles lluviosas de mi Pontevedra. Dos años consecutivos me senté con uno de ellos como jurado de un concurso de tortilla de patata en el instituto Carlos Oroza y cuando lo veo me da un resabio a cebolla. La librería Michelena es por momentos la capital del mundo: el centro de gravedad, la sacristía intemporal del misterioso pecado de la lectura. Volví esta semana después de mucho tiempo y me paré, ya digo, a contemplar a Primo Levi y un poquito a Philip Roth. Me llevé para leer tranquilo en casa a Savater, Celso Emilio y Fitzgerald. Cuando ya salía, abrigado por la nostalgia ardiente y devorando los finales de los libros que se cruzaban por el camino, atrapé con la mirada un par de portadas de Lucía Etxebarría, la última de ellas sobre una cosa de ser madre: más orgulloso de los libros que leo, que dijo Borges, yo lo estoy de los que no leo.

miércoles, noviembre 15

Arús / Gasset

No hace mucho coincidían en el prime-time de los insomnes dos formas de ver la televisión y probablemente la vida: Alfonso Arús y Antonio Gasset. Arús es, en esencia, un coñazo. Reúne todas las condiciones que se le exigen a un coñazo. Es el coñazo por excelencia: uno de esos coñazos que surgen con violencia en un país cada quinientos años. "Mi hermano es un coñazo, y lo peor que se puede ser en esta vida es un coñazo", dijo de Leopoldo su hermano Michi Panero hace ya unos cuantos años: los coñazos nunca estuvieron de moda. Con Arús y su pretendido late-night poblado de cachondas para regocijo de su cuñado-coñazo Javier Cárdenas profundizó la cadena pública en su anunciado servicio público. Estuvo por allí Rebeca Loos, famosa por hacerle, precisamente, un servicio público a David Beckham. La mujer fue más allá, y meses después masturbó a un cerdo antes las cámaras: quería demostrar que lo suyo eran los servicios públicos. Desconocemos cuánto suele pagar TVE a las mujeres que masturban cerdos para que acudan a sus programas, pero debió ser un pastón, porque uno no acepta ser entrevistado por un coñazo como Arús por cuatro duros. El caso es que uno le daba a Arús a lo sumo dos semanas, pero su invento siguió para adelante sus buenos meses: España ha sido siempre un país muy compasivo con los coñazos.

Sobre la misma hora aparece Buenafuente en Antena 3: el antídoto perfecto de Alfonso Arús. Lo que en Arús es cargante, feo y harto coñazo, en Buenafuente es cuidada elegancia. El monólogo inicial de Buenafuente es antológico. Además sabe con quién juntarse. Recuerdo cuando tuvo con él con él a Antonio Gasset Dubois. Si Buenafuente es elegancia, Gasset es pura magia. Un día dijo: "Y ahora les dejo con unos consejos publicitarios, no sin antes expresar mi satisfacción por la victoria, por fin, en el último Gran Premio de Fórmula Uno, de un campeón humilde, con los pies en la tierra, que no pasea por ahí su prepotencia". Había ganado Michael Schumacher. Otro día comenzó así su programa: "Hola, buenas noches. Hoy les hablo desde Torrespaña en Madrid, más conocido como el pirulí, que con su forma fálica es un símbolo de la modernidad de esta ciudad. Como modernas también son las vidrieras de la Catedral de la Almudena y las pinturas del altar de un tal Kiko no sé qué. Por cierto, igual de horribles que algunas películas". A Gasset de momento sólo se le imita y los insomnes le veneramos, pero cuando se le juzgue, y eso ocurrirá cuando se lo carguen, se dará cuenta la audiencia de Arús y demás coñazos que era Gasset lo que casi nadie consigue en televisión: auténtico.

martes, noviembre 14

Esta noche con Alexander Vórtice

Uno va conociendo a los poetas despacio, sin resentimiento, desde el presunto cielo de la artillería de la opinión. El periodismo es un género de usar y tirar hasta que uno se muere y antes o después también se muere una época. Entonces echamos mano de la hemeroteca, del patibulario y del lupanar, porque al final la Historia siempre la han escrito los columnistas, los ahorcados y las putas. Nada digo de los poetas, a los que siempre he imaginado como imaginaban los malvados a Machado: con ceniza de tabaco en los bolsillos del chaquetón, lúgubre y triste.

Uno a los poetas, ya digo, los va conociendo sin querer, cuando se acercan al periódico con su libro, a veces sin presentar, y va uno levantando la mirada del bordado, como una anciana rodeada de gatos. Así había aparecido dos años antes Jesús Rodríguez / Alexander Vórtice para ser entrevistado. Le habíamos hecho llamar porque la canícula andaba brava y no se levantaban las noticias del huerto: un poeta para Cultura es un apaño, algo de lo que tirar cuando no se fallan los premios o no se muere algún pintor. Vórtice había escrito Destilería Ocaso, y ya ha padecido uno suficientes problemas con el alcoholismo como para dejar pasar la ocasión de entrevistarle. Habló de sus poemas, de sus oposiciones y de César Vallejo. No habló de su madre, que es de lo que hablan los poetas jóvenes que todavía no han pasado por el destete. Quedamos satisfechos el uno del otro, porque el periodista tiene que hacer alarde de que sabe de lo que habla aunque realmente no lo sepa, y en eso uno es insustituible. Luego el destino nos unió en los bares, que es donde se forjan las leyendas, y desde entonces Vórtice me mira con aprecio y yo me dejo apreciar por él, porque el aprecio de un poeta es muy grato y porque además el poeta es amigo de Jesús Iglesias, y compartir a Jesús Iglesias es como compartir el mundo.

La última vez que vi a Vórtice fue en los antiguos Maniquíes, aquejados ambos de una terrible sed. Allí bramé yo contra los gurús de la estética posmoderna que cimentan la belleza en la depilación eléctrica y el ansia humana de ponerle coto al vello. Mi apología del felpudo, que incluyó someras descripciones de las páginas interiores de la Interviú ochentera, era seguida con pasmo por una jovencita que luego resultó ser su enamorada. Mejor aún: su chica. Se resintió mi reputación, si alguna vez había tenido alguna, y me las juré para rehabilitarme socialmente ante ellos. Y este lunes por la mañana, uno de esos lunes de junio en los que ya se palpa la electricidad del verano, tenía un regalo sobre el teclado. Lo estudié con cuidado y acabé agitándolo despacio, conteniendo la respiración, porque unos días antes había defendido en una columna a Argibay. Al abrirlo descubrí una delicia: Neurosis Tremens, el nuevo poemario de Alexander Vórtice, editado por El Taller del Poeta, de Fernando Luis Pérez Poza. No dejaba de ser una bomba, pero de versos: "Un poema puede llegar a ser un hijo prematuro", escribe. Entre las dedicatorias, una a Ella, que todos vamos entendiendo. Y en el prefacio, la cita de un Rick sembrado de nostalgia: "Cómo iba a olvidarme de ti. Los alemanes iban de gris y tú de azul". Si al final la vida iba en serio, querido Alexander, que la vayan jodiendo.

Mi querida acróbata vaginal

El otro día pasaron por la tele el vídeo de una de esas filósofas que salen cada cinco horas denunciando haberse acostado con no sé quién (esas cosas, naturalmente, ahora se denuncian). El caso es que debajo de su nombre se explicitaba su profesión: acróbata vaginal. Lástima de tarjeta de presentación, pensé. La acróbata vaginal, de paso que estaba en la tele, lució currículum: era capaz de sacarse del parrús un hilo de bolas con más kilómetros que la A-9. Pensaba uno en este tipo de proezas cuando vino a mi cabeza lo sucedido en el salón erótico de Vilagarcía, hace ya unos mesitos. Sofocado, el alcalde Javier Gago excusaba allí su presencia diciendo que aquello no era pornografía sino erotismo. Unos minutos después una muchacha sacó de su mochila un vibrador del tamaño de una barra de pan gorda y se lo empezó a frotar con júbilo de colegiala. Sus compañeras de baile se reunieron para observarla y comentar entre ellas el espectáculo. Hubo un momento en que la jovencita, ya desnuda y empapada en aceite, les guiñó el ojo: iba a hacer su número. Las chicas se miraron con indisimulada admiración, tal que un suplente del Madrid preparándose para ver la ruleta de Zidane. La joven cogió el vibrador tal largo era, se lo introdujo (a estas alturas poco importa dónde) y después se lo llevó a la boca donde hizo unos giros muy precisos y estudiados mientras miraba al público. Sus compañeras amagaron el aplauso con cierta envidi: la pantera había firmado su particular Gernika. Orgullosa, le dio la espalda al público y se fue despacio balanceando sus morenazas nalgas sobre unos tacones de metro y medio. La muy acróbata.

Baby TV

Desconozco si algún eximio programador televisivo maneja ya la idea importada por EE UU, Portugal e Italia de implantar en España un canal de 24 horas para bebés de hasta tres años de edad: así la basura, por fin, acabará en los pañales. Se mire por donde se mire, la aventura es fascinante, aunque ya España ha sido pionera en tener delante de la televisión a millones de individuos en pleno desarrollo cerebral. Parece que la idea parte de una máxima célebre: si no puedes con el enemigo, únete a él. Es evidente que la sociedad ha perdido la batalla contra la televisión: la creó para ser devorada por ella. De ahí que ahora se promueva el adoctrinamiento radical desde el destete: si en el Mundo Feliz de Huxley los niños reaccionaban a estímulos y repetían como borregos máximas que les condicionarían la vida, con la televisión para bebés se allana el camino hacia la ansiada linealidad del encefalograma. Los programas de Baby TV son variados: nanas, historias con muñecos de peluche, abecedarios animados y lecciones de gimnasia (como las de los viernes de Canal Plus, pero con chándal). En España no hay que quitarle ojo a este proyecto porque puede cambiar el rumbo de la Historia. Una generación de españoles que haya mamado desde la cuna nanas cantadas por Emilio Aragón o se haya tragado el abecedario dictado por Yola Berrocal está llamada a la épica. De prosperar la idea, la primera palabra de los bebés no será mamá, sino Amparo, y el crío dará sus primeros pasos como Chiquito. Con todo, lo mejor será ver cuánto tardamos los adultos en engancharnos a la Baby TV mientras los niños, aburridos, empiezan ya a coger los libros.

lunes, noviembre 13

Lourdes

Se asomaba hace unos meses Lourdes Domínguez al periódico del domingo, bajo la sombra blanca de una sonrisa luminosa y los vaqueros ricamente gastados, para lanzar una verdad maravillosa: "Soy de las que creen que cada deportista de élite tiene un tiempo de gran rendimiento y da igual que explote antes o después". Que tomen nota los que no se explican todavía el crepúsculo temprano de Raúl o la progresión de la propia Lourdes en un universo, el del tenis femenino, convertido desde hace años en un espectáculo de lolitas jadeantes en el que prima la pubertad y la retirada feliz los 23 años, tal que Kournikova o Hingis, ahora de vuelta. A Lourdes el tiempo y la educación (es una Domínguez) la han salvado del fango de las eternas promesitas que no llegan a puerto y de aquel triunfo prematuro, Roland Garros junior, que presagiaba oro a precio de saldo, cuando el oro en el deporte tiene un precio que sólo Lourdes sabe. Ha pensado en tirar la toalla tres veces y las treces veces acabó con la toalla envuelta en la cabeza corriendo de un lado a otro de la pista. Uno nunca ha admirado el caracter ganador de nadie, pero sí la resistencia. Quizás por Cela, ahogado en los triunfos erigidos sobre su tesón, o quizás por una exquisita fragilidad y cierta propensión romántica al derrumbe generacional, he valorado siempre el espíritu de resistencia o las ganas inmensas que tiene tanta gente de levantarse cuando la han tumbado, con lo bien que se está en el suelo. A lo mejor todavía no lo sepa ni esté en edad de saberlo, pero las tres veces que ha conseguido Lourdes abandonar la idea de colgar la raqueta han sido, paradójicamente, las tres victorias más importantes de su vida: uno no es lo que decide dentro la pista, sino fuera. Leí con cariño aquella entrevista a Lourdes, repasé una y cien veces sus fotografías y volví a recuperar por unos instantes toda aquella magia que se desbordaba en el Club de Tenis de Pontevedra cuando Lourdes era una cría que aspiraba a ganarnos a todos: nos acabó dejando en la cuneta, como perros abandonados. He recordado leyendo la mirada de Lourdes a Paz Alonso o Isa Domínguez, que siguen jugando (¡y ganando!), y a Chapela, un Robin Williams disfrazado de McEnroe, y a todos los nombres que se reconocen en aquella época. Resulta curiosa la nostalgia: uno al sentirla empieza a sentir algo todavía más poderoso: el pasado. No hay nostalgia sin pasado, y la juventud viene a disiparse lentamente con los primeros brotes de añoranza del tiempo irrecuperable. Volvemos la vista atrás con ayuda de otros, y descubrimos de repente detalles en los que llevábamos siglos sin reparar. Vagabundeando en la memoria a propósito de Lourdes recordé de golpe el primer partido de tenis que jugué en un torneo oficial. Fue un día de verano en el Club Rial de Vilagarcía, en una de las pistas del fondo, en un partido a nueve juegos. Tendría doce años y mi rival era un niño arousano. Fuimos empatados todo el partido y se nos encogió el brazo al final: jugamos a globos. Al acabar, nos dimos las manitas y no volví a saber nada de él hasta que diez años después me encontré su nombre en una esquela. Había muerto con apenas veinte años en un accidente de tráfico. Jamás olvidaré su nombre: Miguel Ares Reboredo. Y sin embargo nunca he podido saber quién de los dos ganó aquel partido: a veces uno es más por lo que olvida que por lo que recuerda.

domingo, noviembre 12

12-N

(Un 12 de novembro de 1936 foron fusilados 10 pontevedreses, vítimas do fascismo, por defender a liberdade e a xustiza social: o comandante Ramiro Paz, o mestre Xermán Adrio, o avogado e ex gobernador civil Xosé Adrio, os médicos Amancio Caamaño, Luís Poza e Telmo Bernárdez, o capitán de asalto Xoán Rico, o profesor de instituto Paulo Novás, o industrial Benigno Rei e o escritor Vítor Casas)
Nunca me han gustado las fechas redondas ni las palabras excesivas: todo me viene grande, como a un niño el camisón de su abuela. Asisto a los aniversarios con el escepticismo de un santo. Con los años he aprendido que hay cosas que es mejor no saber. Cuando tenía que dar una mala noticia en casa, mi madre calcetaba más deprisa y aunque gritase no se oía más que el choque de las agujas en el salón. Es la sutilidad con la que una madre manda a la mierda al hijo, pero con cariño: calcetaba bufandas para el invierno. Pascal escribió: “Todo lo malo que me ha pasado en la vida ha sido por salir de casa”. Y ya tiende uno a recogerse entre la hojarasca de la banalidad, protegido del mundo por una insalvable muralla de falta de curiosidad que antes me reprochaba en silencio pero que ahora, visto ya el espectáculo, agradezco en grado sumo. Pero hay cosas, por fortuna, que permanecen imperturbables: el abuso de autoridad, el miedo, la violencia y la injusticia. Ante eso, retira uno la lana de las agujas y las clava despacio en el corazón del asesino: sin rencor, pero con el recuerdo vivo. Con ese título escribió precisamente Gonzalo Adrio en Pontevedra un libro hace algunos años. Hablaba de la Guerra Civil y de la victoria, que no la paz. Todo ese pensamiento uniforme que una de las dos Españas (la de entonces: la de ahora) quiere propagar no es más que un lavado de conciencia: no remuevan ustedes la tierra de los cementerios y dejen de buscar al padre, porque lo que ustedes están haciendo es fomentar el odio y reavivar fuegos [que a nosotros no nos convienen, pero esto se lo callan]. Muertos los hubo en los dos bandos, dicen: pero no eran el mismo, y hubo uno que terminó de matar en el 75. ¿Pasar página? Uno sólo pasa las páginas que le avergüenzan.

jueves, noviembre 9

Guillerme

Se ha citado ya en esta columna muchas veces el entusiasta seguimiento diferido con que uno ve /mira Noticias Pontevedra en Localia. La actualidad servida en caliente tres horas después: una perturbación deliciosa que ya exploró con éxito la Sexta cuando pasó los partidos del Mundial media hora más tarde. Tarde la vida tiene mejor sabor que pronto: que la actualidad espere por nosotros. Recordemos a Tomás Guasch en la SER antes de la retransmisión del partido de inauguración del Mundial, aquel Alemania-Ecuador.
-Hay muy poca gente en el estadio. Habéis llegado muy pronto, ¿no, Tomás?
-¿Muy pronto? Aquí todavía está jugando Rumenigge.

Bajo esa perezosa perspectiva se asomó la otra madrugada Guillerme Vázquez a dar el parte municipal de incidencias. Entre las pocas debilidades que tiene uno en la clase política sobresale Guillerme como una fuerza de la naturaleza: su pachorra universal, el caminar de esbelto elefante hastiado por las calles de la zona vieja, siempre sonriendo por alguna esquina de la boca, y el verbo áspero y burlón, como saliendo una y otra vez de Operación Triunfo: “Que vos den a todos polo cú, home: aí quedades”, saliendo con la maleta de la academia.

El cargo de portavoz municipal le viene al pelo a Guillerme Vázquez para sobreactuar, como un Jack Nicholson cabezudo embadurnado por la retranca fina que se aprende tomando la chiquita. Cuando estaba en Madrid (porque Guillerme estuvo en Madrid, y el Bloque nunca estuvo mejor representado allí) sudaba la morriña por los pasillos del Congreso, sangraba por la herida de la familia y echaba de menos los vinos de la Leña y la vida tranquila y provinciana y feliz que uno agota en Pontevedra. Al llegar, a Guillerme le cayó, entre otras, la responsabilidad de comunicar. Siempre cansado, siempre levantando las cejas a modo de respuesta y encogiéndose de hombros con benevolencia: su proverbial pasotismo, su eterno sonajero de “esto xa está todo dito” aderezado por “bah” y “boh”, que tanta falta le hacía a la imagen que se proyecta en las revistas del comunicador fetén: un resabiado con chuleta de léxico inverosímil.

Había en España, o en el Estado, un patrón muy definido de portavoz que obedecía a aquellas ultramontanas directrices de Miguel Ángel Rodríguez, travestido luego en MAR: el perrito feliz y ladrador de Aznar, de cejas feas y espesas, encrespadas, rugiendo a la voz del partido y nunca de la institución. Un don nadie de Valladolid asignado a Aznar como periodista que luego el Mío Cid convirtió en empresario adinerado, para variar. Ni siquiera después Cabanillas o Piqué, con aquellos looks de centristas repeinados y melenetas, cordiales y sonrientes, agazapados los dos bajos unas gafas modernas, pudieron destruir la soez reputación alcanzada por el cargo bajo la sombra del tal Rodríguez.

De ahí el mérito de Guillerme en Pontevedra: le ha despojado al cargo de trascendencia, quitándose importancia a cada rato y barruntando explicaciones con naturalidad, pisando la corbata. Fíjense que arrastra a veces las sílabas, dejando el hilo de la frase suelto para retomarlo luego antes de perderlo del todo, las pausas a la manera de Quintero y el estallido de ira que no es más que la expresión última de una socarronería muy depurada: me quito el cráneo.

miércoles, noviembre 8

La Justicia en babuchas

La privación de libertad (la cárcel de toda la vida) invita al esparcimiento. Uno nunca ha pisado una cárcel, ni como periodista ni como millonario, pero lo intuye. El presagio de la cárcel también debe funcionar como relajante: hace ya una porrada de meses Michael Jackson aparecía en los tribunales un día soleado en pijama y con paraguas, una extraña mezcla de Mary Poppins disfrazada de Espinete digna del artista que conmocionó a la opinión pública y entusiasmó a sus fans: ¡Jacko sigue siendo un mono! A Jackson le salvó el talonario, que es lo que salva sobre la campana a los excéntricos, pero hubo de subastar hasta el pijama. Ahora se pasea por Dubai vestido de mujer, que es menos peligroso que un pijama pero más divertido: fue hallado en un vestuario de mujeres, lo que viniendo de quien viene uno no sabe si disculparle o censurarle: Michael Jackson es lo más parecido a ET que se puede encontrar ahora mismo en el mercado de ex estrellas mundiales reconvertidas en rarezas de laboratorio.

Cerca de Dubai, y también cerca de Spielberg, está enchironado Tarek Aziz. Aziz tuvo sus momentos de gloria: fue la cara amable de Sadam, algo que tampoco sabemos si tiene mucho mérito sabiendo los dobles que se gastaba el tirano. Aziz tomaba té entre periodistas mientras los norteamericanos bombardeaban Bagdad con los iraquíes en urgente retirada, y le contaba a la prensa el canoso bonachón que la guerra estaba ganada y que Sadam estaba a punto de invadir California. Al final, sobre una montaña de inocentes muertos, América desparasitó a Sadam y le arrancó el té de las manos a Aziz mientras masticaba la última pasta: la cara amable del régimen era puesto bajo llave y los periodistas, a falta de ese gran filón, se pasaron al Prozac.

Ahora con esto de la sentencia de Sadam recordé la última vez que regresó Tarek Aziz a los telediarios, a lo grande, conservando la esencia de ex estrella mundial: en pijama y babuchas, con una cartera asomando en el bolsillo de la chaqueta, delgado y despeinado, como si lo hubiesen llevado al banquillo por la oreja. Se le vio bien, sin embargo, a Aziz: charlatán y desenvuelto, sin apuros, emboscado en unas enormes gafas de pasta que harían empalidecer de envidia a cualquier mod de los 70. Los hombres ganamos mucho en pijama: nos disimula perezosos, incapaces de matar una mosca, tanta es nuestra pachorra y descanso. A Jackson y a Aziz, dos seres estrafalarios, les une ya el pijama y el banquillo de los acusados. ¿Aparecerá en el juzgado la tropa de Marbella ataviada en pijamas y camisones, envueltos ellos en pieles de leopardo con el Miró a cuestas? Dios nos dé años para contemplarlo.

La vida puede ser maravillosa

Quien esté siguiendo el fútbol en la Sexta sabrá que hay dos Ligas: la que se está jugando en el campo y la que está jugando, arriba en la cabina, atado a una pajarita, Andrés Montes. Si sigue la Liga en directo se dará cuenta de que no es posible atender a una cosa y a la otra al mismo tiempo. Montes y el fútbol se superponen, se solapan, y de ahí el mérito del comentarista, cuya verborrea compite de tú a tú con los Messi, Ronaldo y compañía. Al final, el telespectador, saturado, se entrega o bien al fútbol o bien a Montes, lo que bien mirado no está tan mal, aunque uno en ese caso hubiera preferido a Wyoming.
Es Andrés Montes un periodista de largo recorrido al que ahora, con su súbito salto a los Mundiales de la Sexta con la audiencia millonaria que acarrea, le están zoscando de lo lindo en los blogs por su peculiar forma de ver el deporte y, diría uno, la vida. Ha sido durante más de diez años la voz de la NBA, donde popularizó sus "jugones", el "din-don" y otras onomatopeyas que a uno sonrojarían si no estuviésemos hablando precisamente del monstruo (¡el rey!) de las onomatopeyas. Utilizaba a su compañero de micrófono para incrustarlo en cada frase ("¡Daimiel, Daimiel!, has visto lo que ha hecho ese tío"), tal que hace ahora con un desconocido Julito Salinas, del que al principio pensábamos que iba a hablar como remataba a puerta, con la canilla, pero se ha hecho ahora un exquisito y quiere hablar con el interior, de rosca, y el resultado es tan desastroso que a Montes no le queda más remedio que tirar p‘alante ("Julito, di tú algo ahora, que me quedo sin voz", le dijo el otro día, retador, el maestro).
A cuenta del Mundial Montes hizo el agosto con sus expresiones. Repetía eso de "¡algo está cambiando, estamos en la Sexta!", un soniquete que tendría éxito si no fuese porque se sobreentendía que en el cambio venía incluido él, tan excesivo y absorbente que no sólo es incompatible con el fútbol sino con cualquier otra actividad, digamos planchar. Hay una frase sin embargo que ha despertado cierta ternura en mí: "¡La vida puede ser maravillosa!", con el correspondiente "Salinas" detrás. Ahí adquiere Montes su magnetismo perturbador, y cuando le enfoca la cámara y nos encontramos con su calva morena y lironda, sus gafas de topo afrancesado, le cogemos un cariño bárbaro. Encerrado en una cabina mínima, frotándose su generosa frente con un paño frío, teniendo que compartir cabina con Julio Salinas, un tipo que ha sido al fútbol lo que Montes a los sordomudos, y atrapado entre la mesa y la pared, mientras se desgañita con eso de que "¡La vida puede ser maravillosa!", nos damos cuenta de que Andrés Montes, entero, no sólo es carne de onomatopeya sino que, de frente y de perfil, es sobre todo una epopeya. Sin nuestro comentarista, la Sexta parece un despliegue de comerciales de Hamás. Y no hablemos ya de Chapi Ferrer y sus inquietantes miraditas a la cámara cuando le enfocan. ¿Qué nos quieres, amor?

martes, noviembre 7

París

Los gatos se desperezaban como un tren de lana que arranca al mediodía, y un sol de luz pálida se filtraba por la persiana de aquel otoño, cuando el frío se deslizaba como una anguila por el techo húmedo de la buhardilla. Era un París cruel y adorable, irrepetible, de tipos con sangre en blanco y negro que rastreaban su futuro por las calles en esqueleto. Los sablazos de la memoria me devuelven aquel París empapado de lluvia y recuerdos. A mi amigo Ramón Rozas le recuerda a Monet: a mí me recuerda que hay que escribir de los lugares que aún no se han visitado, de la gente que todavía no se ha conocido y de las mujeres que están por amar. Y me recuerda a Hemingway. Y a mí mismo leyéndolo con pasión diez años atrás. Al joven Ernest le despertaban los gatos en su rincón abuhardillado, tenía frío en las manos al escribir y se dormía cada noche junto a su primer amor. Todo en Hemingway era puro: desde él mismo hasta su talento, sus relatos desprovistos de lírica, sencillos a la manera de Gertrude Stein, que bautizó a los chicos como Generation Perdue ("Eso es lo que son ustedes. Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra. Una generación perdida"). Hemingway retrató el proceso de maduración de un escritor con una frase envidiable, a la altura de sí mismo. Fue tras recorrer de un vistazo duro y nostálgico aquellos años de París, las correrías con Ezra Pound, Fitzgerald o Ford Maddox Ford, tras escribir cuentos y tras acabar (fue la última línea de ese libro) París era una fiesta, antes de que, corrompido y atrapado por la desesperación, se descerrajase dos plomazos en la boca y su última mujer encontrase la tapa de sus sesos goteando en el techo. "Cuando éramos más jóvenes y más felices", había escrito el viejo capitán recordando al joven.

domingo, noviembre 5

Verdad

En Lobo, la primera película producida por El Mundo, los etarras entrenaban por la orilla de una preciosa playa vasca, tipo Baywatch, mientras uno de ellos, el topo, se disculpaba un segundo para acercarse al paseo y pasarle información a un agente secreto con gabardina, gafas de sol y bigotito: un espectáculo kitsch que el periódico jaleó con entusiasmo. Quizás por eso ahora se estrena GAL, de la que sólo hay que citar la sinopsis: va de dos periodistas intrépidos que desenmascaran una trama de terrorismo de Estado protegidos por un director de periódico insensible a las presiones del Gobierno y emparentado con la Verdad. Nada se nos dice en una precuela del feliz apoyo que daba el director mediados los ochenta a ese terrorismo, y tampoco se espera secuela en la que se nos informe que años después se mostraría esta figura favorable al derecho de autodeterminación del País Vasco: la Verdad no exige parientes muy cercanos.
Bajo esa lluvia mediática, que amenaza ahora al séptimo arte como feroz instrumento de propaganda, se enfanga cada semana el proceso de paz, rebautizado por la derecha losantita como proceso de rendición. Ayer ETA lanzaba un comunicado que los medios interpretaron como suelen: dándole rango de cinco columnas. Lo curioso vino después: puestos a elegir versiones, la Asociación de Víctimas del Terrorismo elige la de sus verdugos porque “nunca mienten” y el Gobierno, en cambio, “sí miente a los ciudadanos”: exactamente lo que pasó el 11-M, atentado del que ya se pide entre el gentío una versión cinematográfica. Un directivo de la AVT, desesperado, daba ayer la clave de este thriller judicial posmoderno: “Si la verdad del 11-M no se sabe antes de las elecciones, no se sabrá nunca”.
La Verdad también tiene sus objetivos.

viernes, noviembre 3

Peligrosos

"Está escrito que alguien, en cualquier circunstancia, llegará un día hasta tu frente y te llamará fascista. Te lo llamarán en la oficina, en el aula, o en la cama. Tú quizá estés, como yo, en torno a los cuarenta años, y cuando lo oigas también buscarás al cabrón con la mirada, sin hallarlo. Entonces te sentirás un Villar Palasí o un GarcíaValdecasas. Al reponerte, copiarás estos versos: ‘Fue un verano feliz. / El último verano de nuestra juventud’.

Ahora bien, voy a darte un consejo, ya por viejo: procura siempre que los que te llamen fascista sean un grupo de niñatos subvencionados, que no se pagan la bandera ni las bombas fétidas; unos niñatos eximidos por la autoridad máxima del gobierno: sus lactantes; procura que quien te lo llame sea el poder, aun en su versión de falange y muchachada; fascista serás, pero en la intemperie.

No sabes cómo rejuvenece”.

La democracia en Cataluña, como la democracia en el resto de España (la democracia capitalista: tampoco íbamos a pedir la democracia real, si alguien la ha visto por ahí) pasa a veces por leves achaques sintomáticos. En Cataluña es común la persecución sin tregua de los intelectuales inorgánicos cuando son invitados a dar una conferencia en alguna Universidad, o a aparecer en público en tal sitio, o en éste otro. Es una persecución fanática que incluye bombas fétidas, gritos y, cuando la cosa se anima, collejas y patadas. Hace ya siete años Arcadi Espada escribió un artículo memorable (Episodios en la vida de un hombre, en Quintacolumnismo -Espasa, 2003-) acerca de la primera vez en su vida, en la Universidad Autónoma de Barcelona, que alguien le llamó “fascista”. “Fascista serás, pero en la intemperie”, escribe al final.

Estos achaques, que no son producto de la edad sino de la educación, y la pegajosa lluvia nacionalista que ha terminado por agrietar no ya la actualidad política, que poco importa, sino la convivencia, fue suficiente para que un grupo de personas crease una plataforma ciudadana de postulados de izquierda y visceralmente, hasta la provocación, antinacionalista. El desencanto caló en aquellas filas: el desencanto con la izquierda socialista catalana, que recogió la siembra y el fruto del pujolismo no para erradicarlo, sino para florecerlo al compás del silencio oficial decretado a la oposición social y el exterminio subterráneo de todo lo que oliese al PP: entre Acebes y Losantos se lo pusieron muy fácil.

De ahí Ciutadans, el partido de la ciudadanía. Probablemente uno de los más grandes achaques que la democracia ha padecido en España se haya producido ahora, en su juventud de 29 inviernos (el último invierno de nuestra juventud), con el apagón brutal que esta formación política sufrió durante la última campaña electoral en Cataluña y, en menor medida, Madrid. Se acordó Boadella en uno de los últimos mítines de Francino, Barceló y varios más que obviaron / despreciaron al candidato desnudo / invisible. Fue un silencio tan espeso que ayer Francisco Rodríguez (BNG) dijo en Santiago que Ciutadans es el partido “de El Mundo y la Cope” por el mero hecho de ser los dos únicos medios de importancia que han informado de esta candidatura, probablemente en el único servicio democrático que han hecho a la sociedad en los últimos diez años. Se trata, la de Rodríguez, de la clásica ignorancia de quien no ha estado ni de lejos en el meollo / cogollo, de quien no sabe de dónde ha llegado esta marea: de quien no ha pisado un día tan sólo el blog del propio Arcadi Espada, al que el miércoles en 59 segundos le dedicaron la mitad de la tertulia. Por eso también calificó de “peligroso” que haya entrado este partido en el Parlament. A Rodríguez, que brindó ayer por los 48 escaños de la derecha cristiana y xenófoba de Mas y Pujol, le ha parecido peligroso que entren tres diputados de la izquierda laica en el Parlament: el peligroso es él.

jueves, noviembre 2

Todos los Santos

La noche de Todos los Santos estuvo ayer impregnada de diablillos distribuidos con temple por la parrilla televisiva. Había titanes a la hora cumbre: los cracks del Barcelona (con Etoo disfrazado de ‘reservoir dog’ en la cabina de Antena 3) en el Nou Camp y el doctor Gregory House haciendo tiempo en Cuatro (calentando minutos eternos, como Ronaldo en Tarragona, pero con más éxito) antes de salir a los pasillos del hospital a soltar improperios y cargar de putadas al pobre Wilson. Fue, a pesar de la templada noche que se quedó en Pontevedra, una gran decisión la de quedarse en casa. Al gol de Gudjhonsen, insignia de oro y brillantes del Real Madrid, le siguió un tremendo berrido colectivo surgido de las profundidades de los bares de San Antoniño. El gato, que ronroneaba en mi regazo, saltó como alma que lleva el diablo y se refugió debajo del sofá, como el Chelsea. Al gol de Drogba, en el descuento, le siguió un silencio frío en la calle que traté de compensar con un grito un tanto forzado. Esperé en el balcón a que los antibarcelonistas escuchasen mi llamada de la selva y respaldasen mi entusiasmo, pero tuve como respuesta una muralla de indiferencia que me llenó de rencor. Cuando me quise dar cuenta, a Matías Prats se lo había llevado por delante una avalancha de silicona: había empezado Scary Movie en Antena 3, y Pamela Anderson se estremecía en un pasillo, no se sabe si de miedo o porque le flaqueaban las fuerzas para mantenerse erguida con semejante lastre de caucho amontonado en los pechos.
Pese a todo, lo mejor estaba aún por llegar. El Club de Flo es un programa de la Sexta en el que se adiestra a famosos para que aprendan el arte del monólogo. El programa se hizo famoso porque en su primera edición contó con Alfredo Urdaci, pero no como maestro, ¡sino como alumno! En esta edición también hay chicha: se encuentra entre los participantes Julio José Iglesias Preysler, probablemente el chico más incapaz que hayan visto los ojos de Dios, y Dios lleva ya mucho tiempo en esto. De tan bien que se conserva, Julio José sigue teniendo 17 años: física y mentalmente. Se conserva estupendamente en todos los aspectos. Es una especie de adolescente eterno de pelo liso y unos dientes tan blancos que dan ganas de invitarle de vez en cuando a un ‘chino’, para normalizarlo un poco. Está reñido Julio José no sólo con el trabajo sino también con la vis cómica. Es muy complicado que le haga gracia a alguien: tendría que partirse la crisma en monopatín o hacer alguna de esas trastadas que hacen los niños orientales, que también para eso él es medio filipino. Pero para hacer reír con la palabra (con la cabeza, o sea) se tiene talento o no se tiene, y Julio José, también en esto, no tiene. Sin embargo, ayer se llevó al público de calle. Lo presentó Florentino Fernández, alguien que hace reír incluso aunque no se lo proponga. Y cuando lo dejó solo en el escenario, Julio José se metió muy en el papel, extendió los brazos y dijo, a modo del típico inicio monologuista: “¿Conoceis vosotros a alguien no haya tenido problemas para encontrar un piso?”.

miércoles, noviembre 1

Vello

Recuerdo que hace un año el Ayuntamiento de Palma de Mallorca aconsejaba a los adolescentes en un panfletillo que "se afeiten o recorten el vello púbico si quieren sentir que tienen el pene más grande". E instaba a los chavales a mirarse el falo, cuando está envarado, "de arriba a abajo y no al revés". Luego el Ayuntamiento añadía medidas, diámetros e incluso el hecho diferencial: hay penes ladeados, arqueados... Para los desesperados, la guía lanzaba el último salvavidas: la faloplastia (el alargamiento del pene). El documento fue histórico y levantó acta de un hecho que no por esperado deja de ser excerable: la invasión de los políticos en nuestro paquete. No les bastaba con la subida de los impuestos y las comisiones de las obras públicas que también nos tenían que tocar la polla. Y nos aconsejan adelgazar para verla mejor. De arriba a abajo, como si pudiésemos estirar la cabeza hacia atrás para pasarla entre las piernas y verla de abajo a arriba. Por encima de todas las consideraciones, a uno le llama la atención la persecución del vello púbico: es una de las señas de identidad de este nuevo siglo, que llegó de la mano de la metrosexualidad y se afianzó entre la clase idiota. La renuncia al vello púbico es la renuncia a la esencia. Lo escribió Agustín García Calvo: "La aparición del coño velludo es la aparición del vello del animal". Y Atleta Sexual clama en internet: "¿Dónde están los felpudos? ¿De aquellos fastuosos felpudos de hace no muchos años, qué se fizieron?". Gana entre las mujeres la tirita finolis y el traingulito irrisorio, mientras que los hombres se rasuraban antes para parecerse a Yul Bryner y lo hacen ahora para ser Nacho Vidal: cambio de cabezas. Es la victoria de la ingenuidad, la victoria de la maquinilla sobre la naturaleza, la victoria de Adolfo Domínguez, de lo ligero, de lo light, de Zapatero.