Una de las cartas de presentación de Cuatro fue la reposición, desde el primer capítulo, de Melrose Place. Allí estaba de nuevo aquel tontaina de Billy con su mandíbula de jugador de fútbol americano. La inocente Alison, que episodio a episodio fue abandonando la inocencia para entrar en la bobería absoluta: ese destino habitual de los inocentes privilegiados. También se dejaba ver el algodonoso gay rubio que ahora se las da de padrazo heterosexual en Mujeres desesperadas. Y Jake, el mecánico con plaza fija en la selecta urbanización, siempre con las manos grasientas de arreglar... ¡su propia moto!: ¿quién le pagaba a Jake el apartamento? Y, por supuesto, Michael Mancini, el único que al final merecía la pena de esa pobre nube de apampanados: sí, Michael Mancini heredaba la íntrinseca maldad de su padrino espiritual, Richard Channing.
Tanto azúcar a las horas en las que reponían Melrose Place se debió de hacer indigesta a la audiencia, que prefería ver a Arguiñano sachando un filete, y Cuatro la retiró sin contemplaciones. Uno albergó la secreta esperanza de que la fulminación de los bobitos de Melrose Place, que fueron vendidos como la generación posterior de los muchachos de Beverly Hills 90210, fuese una simple corrección: lo que ellos hubieran querido reponer desde el principio fue la llegada de los gemelitos Walsh al exclusivo barrio californiano. Pero no. Y fue un error. Hubo un par de generaciones que abrillantó su adolescencia entregándose sin reservas a las aventuras televisivas de Brandon Walsh. En realidad, el héroe venía siendo Dylan Mckay, al que se le bautizó con poca prudencia como el nuevo James Dean: al final se quedó en un Toni Cantó con alzas y tupé. En Dylan queríamos fijarnos los rebeldes, sin importarnos la causa, pero nos faltaba su planta y un padre millonario de turbios negocios. Además fue él, definitivamente, el que tuvo problemas con las drogas. Lo pillaron fumando marihuana en un bosque, y la pandilla se reunió en casa de los Walsh para estudiar qué hacer: llevarlo al hospital, fusilarlo o meterlo en un psiquiátrico (en esa reunión estaba, ¡por supuesto!, el gran Jim Walsh, padre de Brandon y padre, un poco, de todos nosotros). Mientras se decidía su futuro, Dylan agonizaba entre árboles con un porro a medio fumar sobre el que todos maldecíamos, evocando en silencio a aquel Guillermo Furiase que salió desconsolado del funeral de Antonio Flores: "La culpa de todo es de la puta droga".
Dylan sobrevivió, pero se escapaba de la realidad: aunque no lo queríamos reconocer, nuestra vida sólo podía ser comparable a la de Brandon Walsh, y en él, a nuestro pesar, concentramos nuestros esfuerzos. Brandon era noble, sencillo y sano: un José Campos 90210. Coqueteaba con la perfección, y una borrachera salvaje con accidente incluido lo humanizó: nosotros, pequeños aprendices de Walsh, también coleccionábamos nuestros pequeños accidentes, nuestras pequeñas borracheras. Y entonces nuestra adolescencia se fue disipando con la de él, y cuando se fue a su Universidad nosotros nos fuimos a la nuestra, apoyados en su pequeña chepa, evocando secretamente los primeros besos de Andrea Zuckerman y tirando de reposiciones para desentrañar cuál podría haber sido su blando, su fofo destino.
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