Me he trasladado! Redireccionando...

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jueves, septiembre 28

15 rusas

La Sexta decidió hace meses ir un poco más allá en la autopsia cerebral de Pocholo Martínez-Bordíu dándole un programa propio con varias cámaras siguiéndolo a todos los lados. Se trataba de contrarrestar las audiencias de House, Hospital Central y Anatomía de Grey (también un poquito de Prison Break) mostrando un reality médico: ¿qué pieza le falta a este concursante? El programa es una versión nada exigente de Pocholo: se limita a vivir su particular vida en Ibiza, que es mucha vida, y mostrarla tal cual a los españoles, que en su mayoría flipan. Pincha discos, liga, duerme en la calle, saluda a todo el mundo, se atusa una y otra vez la melena (muerta Carmina, nos queda Pocholo) y, por supuesto, sale de marcha. Todo ello lo hace ante las cámaras mojándose frenéticamente la lengua, en un gesto por el cual muchos avispados creyeron ver a un adicto a la cocaína y que no es más que un síntoma agudo de ‘pocholismo’: no se sabe todavía qué es más grave.
En su última salida televisada, Pocholo tuvo una gran sorpresa. Al ritmo de las gaitas se meneaba en su pub el alcalde de Ortigueira, Antonio Campo Fernández. De este hombre se sabe que salió una tarde de 1999 de un restaurante con el rostro radiante y sosteniendo a duras penas un puro para presentarle a todos los vecinos a José Cuiña, “el sucesor de Fraga”, hasta que el de Lalín, muerto de vergüenza, le tuvo que cerrar la boca. Con Pocholo anduvo el alcalde más a sus anchas, rodeado de gaiteiros y sosteniendo, en lugar de un puro, una magnífica copa. Sabiendo después lo cargado que llevaba el bolsillo, se desconoce por qué no bebía directamente de una vasija de oro con incrustaciones de diamantes. La secuencia es antológica y figura ya entre las leyendas de Internet, colgada en un virtual Salón de la Fama. La rubia melena de Pocholo se acercó al alcalde y éste, después de presentarse (“Yo soy el alcalde de Ortigueira y traigo los gaiteiros”) sacó un fajo de billetes de 500 euros y dijo, textualmente: “Todos invitados. Viva Ortigueira. A ver, camarero, toma 500 euros, hostia, y gástalos”.
El diálogo entre ambos es un guión robado a nuestro mejor cine de los setenta, que es mucho cine:
Pocholo: Luego te invito a vivir en mi caravana.
Alcalde: Yo no vivo con estrecheces... Yo no puedo vivir en una caravana, hostias, que soy rico. ¿Como voy a vivir en una caravana?... Éste (a un chaval) puede vivir contigo en una caravana. Además, es pequeño...
Pocholo: Tienes 15 rusas a tus órdenes.
Alcalde: Y yo tengo 1500 tías, hombre. ¡15 rusas... No me jodas, hombre!.
Pocholo: Pero yo mando en las 15 rusas.
Alcalde: Y yo en las 1.500.
La secuencia acaba con el alcalde y los gaiteiros subiéndose a su yate en el puerto de Ibiza. En cuanto circularon las imágenes, la transcripción y la imagen del fajo de los billetes de 500 euros, los foros de Internet comenzaron a arder: “¿De onde saca este tío que ten 1.500 putas no pobo?”.
Desde la lejanía (desde la lejanía de Pontevedra, que es una lejanía a secas), se ve la cosa con cierta nostalgia. Es en este tipo de situaciones cuando se comprueba cuánta razón, después de todo, llevaba Franco al soltar eso de que “todo quedará atado y bien atado”. El fugaz encuentro en La Sexta fue la intersección tantos años después (¡y tantos meandros recorridos!), de su herencia genética y su herencia política. El viejo dictador ha dejado en España una simbología muy particular: la exaltación de la mujer como objeto de sumisión (sean 15 rusas o 1.500) y la exhibición impúdica de una cantidad exagerada de dinero. Su proverbial austeridad sólo se reconoce, a tientas, en la capacidad intelectual de ambas herencias.

miércoles, septiembre 27

Pavese

"El mito griego enseña que se combate siempre contra una parte de sí mismo, la que se ha superado, Zeus contra Tifón, Apolo contra la Pitón. Inversamente, aquello contra lo que se combate es siempre una parte de sí, un antiguo sí mismo. Se combate sobre todo para no ser algo, para liberarse. Quien no tiene grandes repugnancias, no combate”. El párrafo es de Cesare Pavese (El oficio de vivir, 28 de marzo de 1947). Pavese fue traductor, crítico, poeta y suicida. Entre otros tradujo a Gertrude Stein y Hemingway, de ahí quizás su áspero destino. En esencia, Pavese es el autor de El oficio de vivir: una tragedia en forma de diario que desemboca imparable en un débil manojo de frases y, nueves días después, una ingestión mortal de somníferos en la habitación de un hotel de Turín.
“Cuanto más preciso y determinado es el dolor, más se debate el instinto de vivir, y se debilita la idea del suicidio.
Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo hay mujercitas que lo han hecho. Hace falta humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
No palabras. Un gesto. No escribiré más”.
Hace algunos años publicó Múñoz Rivas un libro en el que trataba de acabar con “la desgraciada imagen del poeta suicida”: un acercamiento a Pavese titulado Aprovechando la mirada en el espejo. De Pavese hay poemas que expresan una belleza simbólica: una extraña sucesión de estados que incluso parecen sobrepasar la soledad (la peor de las soledades, la acompañada) y se refugian en una oscura melancolía.
A Pavese su compromiso político lo convirtió en blanco perpetuo del fascismo de Mussolini, y cuando las cosas parecieron cambiar llegó la peor de las torturas: un dolor que nada tiene de político ni de conciencia. Desde los 17 años tuvo la premonición de un suicidio, antes de los 19 escribió una poesía en la que hablaba del revólver con el que se iba a quitar la vida: luego un amor frustrado hizo el resto. Su pasión por la actriz Constance Dowling fue devastadora por no correspondida. Las alusiones en su diario privado son continuas, más propias de un adolescente (al cabo todo amor verdadero nos devuelve de inmediato a la adolescencia, a la ardiente frontera de la infancia incluso). “No nos matamos por el amor de una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada” (25 de marzo de 1950). Da uno por hecho que Pavese, tan dado a contraponer el paisaje natural idealizado y el paisaje humano real, habría encontrado parte de su esencia en la imagen de estas sombras que se acercan rodeadas de estrellas, que no son sin embargo más que reflejos: ilusiones ópticas puestas al servicio del arte, pero alejadas de la condición humana. Si así fuera, Pavese habría encontrado su naturaleza y probablemente se hubiera rebelado contra ella, como un aprendiz aventajado de los dioses griegos.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribe en uno de sus poemas más célebres. “Esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo. Tus ojos serán una vana palabra, un grito callado, un silencio (...) Para todos tiene la muerte una mirada”. Cómo hacer del suicidio material poético, novelesco, incluso vital. En Pavese la muerte era una calle subterránea que atravesaba sin mucho sentido su biografía y amenazaba con cortarla por lo sano, sin sangre de por medio, en cualquier momento. ¿Por qué no en la habitación de un hotel? Él, que había descrito los parajes más bellos y que no se hubiera sentido extraño contemplando el atardecer en esa playa bordada de falsas estrellas, fue a suicidarse entre cuatro paredes de alquiler. El arte de vivir, dejó escrito, es el arte de aprender en las mentiras.

martes, septiembre 26

Se abrió la pastelería

A cada anuncio de un embarazo en la Casa Real (y en los últimos tiempos han sido innumerables: se ve que es una familia con posibles) le sucede un orgiástico acompañamiento mediático de reacciones merengadas que rozan, unas, lo cursi, y otras, lo patético. Ambas categorías alcanzó ayer Mariano Rajoy, cuando aseguró que el embarazo de Letizia Ortiz suponía “una gran alegría” para todos los españoles. Desconocemos las rápidas encuestas internas realizadas por el PP para confirmar tal aseveración, ni la España a la que se refiere Rajoy. A lo mejor habla de la España que vive en la Zarzuela: es una España mínima, pero enormemente representativa. Sin embargo, no ha sido Rajoy ni el PP quienes tienen la capacidad de sorprender al ciudadano en cuestiones monárquicas. Tampoco el PSOE con sus alegres felicitaciones. Ambos partidos no sólo han asimilado sino respaldado y alumbrado este modelo de Estado según el cual hay una familia por encima del resto, y quien nazca en ella tendrá la oportunidad de reinar en Palacio o en los negocios, depende de a lo que se dedique, y siempre chupando a discreción de la generosa teta del Estado.
No no han sido ellos, sino Izquierda Unida quien ha vuelto a dar la nota surreal, como suele ser habitual cuando de la Casa Irreal se trata. Sacó un rápido comunicado (¡el primero!) la coalición política para felicitar a la pareja como “felicitaría a cualquier pareja joven que espera un hijo”, algo que es, además de una bobada, una mentira, porque Izquierda Unida no suele felicitar a las parejas jóvenes que esperan un hijo, no digamos ya hacerlo público a toda costa en los periódicos. Lo que ocurre es que en España la subordinación hacia la Casa Real implica un pecado original según el cual no todas las familias son iguales, ni siquiera para los comunistas, que han preferido hacer el ridículo por partida doble: felicitando a una princesa por su embarazo y, acto seguido, justificándolo de forma rastrera ante su estupefacta militancia.

Lo único que me produce a mí este tipo de noticias es una suerte de indiferencia teñida de preocupación. Cuanto más sean, y se multiplican con generosidad, más extendida será la red servil que los atienda y más aún el empacho millonario que su apellido provoque. No, no nos llena de alegría a todos los españoles el embarazo de Letizia Ortiz Rocasolano. Tampoco entendemos algunos marginados que una mujer normal, supuestamente progresista, que presume de codearse con Sabina (pero aún: presume Sabina de codearse con ella) adquiera una serie de derechos (poca cosa: reinar sobre un pueblo) por el simple hecho de contraer matrimonio con otro que ha adquirido ese derecho por el simple hecho de ser hijo de quien es. A pesar de los ‘sms’ de la Casa Real, a pesar de que ya no haya un gran lago separando el castillo de las murallas, y ni siquiera un puente levadizo por el que acceder a Palacio..., a pesar de que ahora los dragones luzcan engominados y vistan de Karl Lagerfeld, la esencia de todo este tinglado es puramente medieval. Una historia de miedo. De miedo de salir corriendo.
Diario de Pontevedra, 26-09-06

domingo, septiembre 24

Casino

Ha querido el destino que las elecciones a la presidencia del Casino se celebren apenas medio año antes de las municipales: si el PP gana en el Ayuntamiento, habrá doblete. El Casino es hoy por hoy el banderín de enganche de la Pontevedra de Toda la Vida (PTV) que ha visto asediada la pajarita con los años del BNG. A las Peregrinas de esmoquin y champán les ha robado caché la Feira Franca de carne asada, tinto y sandalias. Las reinas de las fiestas, rubias y perfumadas, han sido sustituidas por Milladoiro. Y sin alcalde en las procesiones, en las cenas del parque de verano y en los toros, se ha echado la PTV a los brazos del Casino: todavía allí se conservan en formol las viejas costumbres, se valora el pedigrí y de vez en cuando se da una vuelta Rajoy para regocijo de la burguesía, de la clase heredada, de los apellidos-institución y de los que todavía luchan por entrar en el establishment. Ahora que hay elecciones se asoma por primera vez el Casino a la prensa en formato texto, cuando en sociedades así lo que realmente importa es el tamaño de la foto. Dos candidaturas se disputan la presidencia: la continuista, que lleva 22 años al mando, y la rupturista, que no lleva ninguno. Uno ha tenido las suficientes relaciones tangenciales con el Casino como para interesarse de lo que allí se cuece (una novia se me puso de largo y un verano me colé en la piscina: el arribismo adolescente de todo desclasado). Ahora, los partidarios de una y otra candidatura se acusan en las webs de los candidatos de ser “la verdadera extrema derecha” y otros “la ultraderecha más rancia”: también de “figurar” y de “ser hijo de” o “nieto de”. Hombre, hombre, hombre... No se pide aquí el debate del Partido Comunista Chino, pero sí que se guarde un poquito la ropa, más que nada por pudor y ese, digámoslo así, señorío histórico.

sábado, septiembre 23

Qué tele la de aquel año

De la melancolía se ha dicho que es la tristeza de los dioses. Se trata de un estado pacífico, lento tránsito entre un punto y otro sin nada definido pero con el extraño hormigueo de una pálida pena cosida en el corazón. A veces cree uno estar melancólico cuando lo que está es jodido, mas es eso cosa del orgullo. Melancolía es lo que siente Botín (valiente apellido para un banquero) cuando ve alejarse una montaña de millones. A nosotros, más prosaicos, se nos hinchan los cojones cuando desaparecen veinte euros. La nostalgia, sin embargo, es algo más cálido y cercano que los ególatras también identifican con cierta melancolía. Quiere decirse que cuando Ramoncín se vio el jueves en La Primera con 22 añitos sintió melancolía (y un poquito de vergüenza) de aquel mocoso descarado que jugaba a romper las reglas roto ya el franquismo. Y nosotros, en el sofá, lo que sentimos fue nostalgia (y un poquito de vergüenza ajena) de aquel pequeño divo aún sin operar y, sobre todo, sin tertuliar: qué daño le hicieron a este país las tertulias.
Las noches de La Primera se han convertido en un centelleante monumento al pasado, y a veces al pasado-pasado (Ramoncín, sin ir más lejos). A Cuéntame le sigue en la parrilla un sensacional programa que recuerda los cincuenta años de la televisión pública, y rescata los momentos elegidos por los telespectadores. Una de las tristes conclusiones a las que debe llegar el manzanillo de a pie es que de los que estaban hace veinte años apenas se ha ido nadie, y el que se ha ido ha sido noticia por eso, por irse: Eva Nasarre, pongo por caso. Ahí estaba Pedro Piqueras ya presentando telediarios en 1991. Y qué decir de Mercedes Milá, si era ella la que entrevistaba a Ramoncín, en 1982 ("ésta es la primera aparición en la televisión del rey del pollo frito", dijo Casandra, que ya se olía que el chaval había tardado 22 años en entrar pero haría falta más de una vida para sacarlo). Por cierto, Milá también estaba el jueves con Gran Hermano. Hubo un momento mágico en el que el zapeo la movía 25 años atrás y adelante: está mucho mejor ahora, y dentro de 25 años probablemente resulte aún más atractiva. También pululaba ya entonces Lydia Bosch, Victoria Abril, Consuelo Berlanga y Nieves Herrero: entre las camadas de Chicho Ibáñez Serrador y las de Jesús Hermida se les cerró el paso a generaciones enteras de azafatas, actrices y periodistas. También estaba entonces ya no José María Íñigo, que se inventó antes que la televisión, sino María Teresa Campos, antes aún de asegurar su perpetuidad con una inteligente táctica: ¡clonarse en su hija!
Un apartado fascinante del recorrido presentado por La Primera el jueves le corresponde a Mecano. Participaron a finales de los setenta en uno de esos concursos de la canción. Cantaban Al alba, y lo hacía José María Cano. Es curioso, pero todos los rostros de entonces han mejorado con el tiempo, y eso que en algunos casos han pasado treinta años. Sin embargo, algo se le torció a José María Cano. Su belleza adolescente latía en la pantalla: rizos al uso, como los del protagonista de El Pico pero en versión azabache, y rasgos dibujados con serenidad alrededor de dos ojos muy grandes y curiosos. A Cano, que no es feo, lo jodieron los años: iba para bellezón tipo Miguel Bosé . A lo mejor lo solapó su hermano, más inclinado por los agresivo scambios de imagen, arrastrando tras él los focos de la fama, o quizás Ana Torroja, que transitó por el alambre de la fealdad para acabar cayendo en el campo de lo normalito, lo que bien mirado salvó su carrera y, probablemente, la del grupo.

viernes, septiembre 22

La llamada de la playa

El regimiento de Infantería de la Brilat en Pontevedra que marchará a Afganistán en octubre se lleva con él material de promoción turístico de las Rías Baixas. Lo raro es que esto ocurra ahora, sino que no haya ocurrido antes. Afganistán ha sido de siempre uno de los viveros de turistas más potentes del mundo. El turista afgano es parte de la simbología universal, como el cocinero italiano, el torero español o el gitano rumano. No salimos del cliché, y Afganistán exporta la imagen con la que mundialmente se la ha asociado, el turista. En el mes de agosto dabas una patada en Caneliñas y aparecían trescientos afganos. En los últimos tiempos hay allí tanta pasión por viajar que algunos con sólo arrancar el coche ya aparecen volando en otro país. Es un turismo de masas que sin embargo todavía no está a la altura de Irak, país que Estados Unidos está potenciando a marchas forzadas con una campaña mucho más agresiva de reminiscencias (¡quién lo diría!) cubanas: Turismo o Muerte.

Para su misión promocional, los soldados se llevan folletos y varios juegos de carteles de las Rías Baixas. No se discute la presencia de los militares. A Afganistán se va al amparo de la ONU para mantener la paz y bajo el paraguas del Parador de Turismo Rías Baixas: ya que estamos allí, habrá que convencer a los opulentos talibancitos de a pie de que cambien el Kalashnikov por una sombrilla en Paxariñas. La idea no es mala, pero allí no entienden mucho el español, de ahí los carteles: el pálido amarillo de la arena no les dirá mucho, pero basta verlo salplicado por el yate de Amancio Ortega y cuatro maromos sin camiseta tostándose en cubierta para que Afganistán sea la tumba de la yihad y el burka. De hecho, no estaría de más negociar con la aviación norteamericana la difusión de aquellos folletos históricos (“Sanxenxo, algo más que sol”) con una casete de Sabela, una cantante de ondulada cabellera y vistoso maquillaje que en 1987 se hizo famosa con una canción sobre el pueblo. Se corre el riesgo de que la cinta acabe en la guantera del coche de un comando islamista y veamos la foto de Sabela como autora intelectual de un atentado en una portada de El Mundo, pero, macho, qué risas.

Varios carteles de las Rías Baixas decorarán los destacamentos, se nos informa. A día de hoy se desconoce si la actividad promocional incluye modificaciones en el uniforme, tales como vistosas gorras de Acritón con pegatinas de la Festa do Marisco para sugestionar al viajero afgano. Lo sabremos cuando lleguen. La misión de paz y promoción también contempla la posibilidad de ataques de la resistencia talibán armados con billetes de Ryanair: los folletos Rías Baixas pueden enroscarse en unos pocos segundos y, una vez apoyados en la boca, no hay más que echar mano de un poco de arroz para repeler la ofensiva.

martes, septiembre 19

Se está a lo que se está

35.000 personas salieron a la calle el domingo en Santiago para exigir responsabilidades a la Xunta a causa de la ola de incendios. Fueron cinco mil personas menos de las que se manifestaron en Pontevedra contra la guerra, o sea “la mayor movilización pública de Galicia en quince años”, según Rajoy, que olvidó el ascenso del Sanxenxo a Tercera División y la boda de un primo de Farruquito en O Vao. Pero lo de menos son las cifras, tan pesadas (¡tan numéricas!). Lo que importa es que el fuego, por fin, se ha desplazado del monte a la calle. No deja de ser una buena noticia porque en la calle el calor es metafórico, y las únicas hectáreas que se llevan por delante las metáforas son las hectáreas de la credibilidad: de esa debe andar sobrado el PP cuando se permite el lujo de sacar a Baltar de Ourense y pasearlo junto a Rajoy entre las pancartas. Cuando gobernaba el PP se creía la izquierda que el fraguismo lo empapaba todo, pero realmente lo que le pasaba al país era que estaba baltarizado, anestesiado por el pulpo y el trombón. Tras la caída de Cuiña y de Cacharro, Baltar sobrevive protegido por su propio modus operandi: cientos de autobuses, abuelos desprotegidos y nietos recién licenciados empaquetados para la Deputación. Verlo por las calles de Santiago sin empanada de bacalao en la mano produce la misma nostalgia que contemplar a Alberto Núñez Feijoo sin manguera: y no se pongan ustedes estupendos con la frase. Así dejamos atrás el verano: con el otoño regresan las clases, la caída de la hoja y las manifestaciones del PP. Quien haya permanecido en coma tres años y se haya despertado con semejante calendario de movilizaciones podrá hacerse una idea del ejercicio de coherencia promovido por el PP en el último lustro, con Aznar clamando contra los pancarteros, Fraga diciendo que se trabaja en los despachos y no gritando, y Rajoy diciendo a todos “siseñó, siseñó”. El próximo uno de octubre saldrán los muchachos de Alcazar (¿o Alcaraz?) a las calles de Sevilla a mostrar su digusto con la paz. El PSOE no aprende: en Galicia se queja Touriño de que en una manifestación contra el fuego esperaba del PP una condena a los pirómanos, que es como esperar que en una manifestación contra ETA se condene a los etarras. Aquí, señores, estamos a lo que estamos.

domingo, septiembre 17

O can de Aguiño

A única diferencia entre os veciños que aplaudían ao alcalde de Toques e os que arroupaban ao veciño de Aguiño, gravado por un veterinario apaleando ata a morte a un can, é que os primeiros mostrábanse cómplices cun señor feudal que cría en propiedade as tetas dunha nena de quince anos, mentres que os segundos apoian a causa dun desalmado, quizais porque eles, ao seu modo, tamén o son. Os aplausos duns e outros, polo demais, soan igual: secos e xordos, coma se en lugar de bater as palmas das mans batesen uños de porco. Non é estraño polo tanto que se queira desviar con urxencia a atención: un diario galego xa se queixaba onte da “demonización” do pobo, contaba as causas que levaron ao home a dar a paliza e denunciaba as ameazas anónimas que sofre dende toda España (hoxe ese xornal vai moito máis alá: "pero rechazando la paliza que le dio al perro"). Polo demais, ao calvario físico do can séguelle, por lóxica, o calvario do veterinario. Trátase, besbellan as vellas, dun tipo que entrou no pobo con mal pé. Ao mellor ata foi el, e non o can, o que comeu os dous pavos reais que tanto botou en falta o agresor. Acabará liscando: tamén liscou a familia da nena de Toques que tivo a ousadía de atacar coas súas tetas as limpas mans do alcalde. Quen tivera a mala sorte de ver a gravación non poderá esquecer as imaxes: o terror do animal e o eco dos seus xemidos. É curioso: a diferencia dos aplausos dos veciños, que son aplausos de animais irracionais, o choro desesperado do can semella humano. Tamén o é a súa lealdade: déixase morrer sen atacar ao amo. Pero non hai lugar: non é igual que el. Nin fai as cousas que el fai, nin sequera na súa defensa: o can preferíu non poñerse á altura do home. Os seus veciños, en cambio, acomodáronse moi rápido.

jueves, septiembre 14

Yolanda Castaño

Vous dont la bouche est faite à l'image de celle de Dieu
Apollinaire
Antón Sobral la imaginó sirena en mares oscuros y revueltos a la suave hora del atardecer. Tiene el rostro dibujado por la geometría de una tristeza exacta, cercana al desaliento, y sus ojos respiran la luz que la separa del mundo: parece haber sido esculpida en piedra blanca, una muñeca lacada, pero el artista le dejó un cuello largo y frágil que da la poética impresión de poder quebrarse como el tallo de una amapola.
De tanto gustarse Yolanda Castaño se ha convertido en la Yolanda Castaño que aspiró a ser: una corriente estética empapada en la soledad inflamable del poeta, protegida y esclava de un talento temprano y deslumbrante. La primera vez que la vi fue hace cinco años bajo la luz opaca del gran salón del Café Moderno. Su vestido rojo capote empalidecía al lado de las rebecas con las que las viejecitas del Moderno se protegían de la ventisca del invierno a la hora del descafeinado. Castaño se arrulló en una silla y la entrevista pasó sin pena ni gloria: yo, encandilado por aquellas ancianas que tiraban las horas al suelo para pisotearlas con violenta ternura; la poeta, abrumada por su propia distinción, su belleza a ratos barroca entre aquella luz mortecina y oscura. Nos despedimos sin habernos presentado, y sólo al día siguiente al ver la entrevista publicada en el periódico supe que había hablado con ella: había oído que era etérea, pero nunca imaginé que tanto.
Con el tiempo he oído hablar más de Yolanda Castaño y Yolanda Castaño ha ido hablando más de ella, exhibiéndose perfumada en los semanarios nacionales, que es el altar mediático de los poetas de hoy, lo que en el Siglo de Oro venía siendo la Corte. Ahora la tenemos plantada en la siesta del mediodía de la TVG, en un decorado triste donde da cuenta de “consoante e vogal”: un Cifras e Letras del que lo único que rescatamos es su ausencia perpetua emboscada en una sonrisa de párvula. No es su sitio y parece intuirlo, llamando con la mirada a la audiencia para que la rescate del plató y la emparede entre dos poemas. Uno la prefiere triste y callada y distante y ajena y hostil, como si la hubiese parido un susurro azul en medio de una cueva.
Hace unos años en Soutomaior, antes de que Sobral la imaginase princesa, Yolanda Castaño se imaginó ahorcada. Allí estaba en una foto colgada del castillo como la aguja de un reloj: una blanca princesa emergiendo de un cielo plateado y ruidoso como un río, con sus vértebras heladas por la sangre. “Quero aprender a saír”, escribe en uno de sus poemas. La turbulenta magia de la sencillez: las palabras limpias y transparentes, el suelo abierto de la poesía arrojando sombras donde antes se pisaba la supuesta luz de la verdad. “Quiero escribir, pero me sale espuma / quiero decir muchísimo y me atollo; / no hay cifra hablada que no sea suma, / no hay pirámide escrita, sin cogollo”, nos escribió Vallejo. ¡Vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva!

martes, septiembre 12

Domingos Ejemplares (y II)

El pasado domingo encendí pletórico la televisión a las diez y media de la mañana antes de dar cuenta de un cruasán. “El curasán es a la mañana del domingo lo que el caldo y Pepe Domingo Castaño a la tarde”, me dije mientras empantanaba las legañas. No se oía mucho, porque en Sanxenxo hubo el fin de semana concentración de motos y rugía a cada hora el asfalto bajo la mañana nublada. Pero al encender la televisión, a mis ojos se apareció la imagen de un sacerdote bendiciendo a la audiencia, que ya es bendecir. El cruasán se revolvió incómodo. Sin audio, el acto tenía algo de irreal y fantasmagórico. Sólo se oían abajo las motos y los ladridos de su motores, pero en medio del salón yo tenía un cura abriendo las manos, piadoso, invitando a confesarnos al cruasán y a mí. Para evitar su sufrimiento (al cruasán, no al cura) le amputé una pata, la mojé en el cola cao y me la comí sin perder de vista los movimientos del sacerdote. Por qué una televisión pública (pagada, entre varios, por mí) emitía una misa en directo era algo que se me iba escapando poco a poco. Habíamos podido con Sardá, me dije, y enterramos a Urdaci: ¿por qué esto, Señor?, ¿por qué ahora Tú? Después de convocar cada tres meses una manifestación contra Zapatero, ¿la televisión pública le cedía un espacio en el prime-time católico a la turba púrpura de Jiménez Losantos?

Había algo que se me escapaba (y no era el cruasán, ya digerido con violencia). Así que por primera vez en muchos años, lo primero que leí del domingo no fue la crónica de Jaime Peñafiel: me fui derecho a las páginas de televisión. Y entonces vi la luz: Zapatero y Caffarel eran prodigiosos. No sólo habían emboscado en la parrilla mañanera la santa misa con un título fabuloso: El día del Señor, sino que horas antes, en aras de la pluralidad y el equilibrio de poderes (¡el sacrosanto talante!), la TVE programaba Islam Hoy. Y, después, Testimonio. Las mañanas de La 2 eran algo así como un magma espiritual en el que uno tomaba partido por la camiseta de su Dios: un tolerante carrusel religioso en el que sólo se echaba en falta a Pepe Domingo Castaño. “No salir de copas para esto”, pensé. Bebí lo que quedaba del cola cao en dirección a la Meca, y volví a la cama, confundido, rascándome un ateísmo ulcerante.

Domingos Ejemplares

Como una magdalena proustiana empapada en caldo, el pasado domingo me reencontré con el invierno saboreando los gloriosos momentos que depara la tarde de un domingo en casa, atornillado a las pantuflas y viendo cerrarse el día desde un balcón que pronto abandonaré sin lástima ni apuro. He llegado a la conclusión de que si alguna vez reúno las columnas de prensa que he escrito a lo largo de los últimos años las llamaré, en un grueso volumen, Domingos Ejemplares. No por las columnas, evidentemente, que cualquier cosa son menos ejemplares, y aún lo pretendo, sino por los domingos, que ésos sí me salen redondos a poco que me propongo.

Siempre he tenido una relación difícil con el domingo: el básico, sin complementos. Buena parte de mi adolescencia me la pasé llorando aquello que Sabina cantaba (y cantó de nuevo en Vigo, hace dos meses, prietas las filas) “yo no quiero domingos por la tarde”. Sabina se lo decía al amor, y lloraba uno porque todavía era muy sensible a las cosas del amor y a las cosas del domingo: el día del viaje al pueblo, a pasar el festivo con los abuelos, y la horrible despedida, dejando atrás la niñez como a un perro abandonado. Ahora es el domingo un día esencialmente de periódico, y casi lo preferimos así: cuando trabajo, porque estoy dentro de él, y cuando no trabajo, porque los leo con minuciosidad, como un jubilado al que regalan ocho de horas de buena vista. Sin embargo, la conciencia del buen domingo, del domingo domingo (¡del domingo ejemplar!) se evapora con el verano, cuando todos los días pasan a ser, en esencia, iguales. Tan sólo alguna carrera de Fernando Alonso o la emisión en directo de la santa misa (de esto hablaré mañana: el domingo La 2, que pagamos todos, me despertó con el Angelus) nos recuerda que bajo el sol de agosto late el cotazón herido de un domingo huérfano.

Hasta que ya, por fin, me reencontré con el eterno domingo de un invierno. El de toda la vida: el domingo que llevamos mamando desde críos. El soniquete de los goles, la moviola, la ronda y Pepe Domingo Castaño haciendo el cafre, y cuanto más cafre, más real: el animador perfecto, el pesado anti-pesado. Esa es la pasión de un dominguero sin pretensiones: la paz interior de un hogar desordenado y una radio silbando goles en una habitación, con la quiniela al lado. La quiniela es imprescindible: sin ella, el carrusel se desinfla sin interés, y empezamos a odiar en secreto a Pepe Domingo Castaño y al talonario Bancotel. En realidad, empiezo a comprender (comprendo) que del domingo lo que realmente nos mueve es la posibilidad, ínfima, de sacarnos de pobres.
Eso, y la magdalena proustiana. Porque el domingo, casi sin darme cuenta, sucedió algo extraordinario. Fue un dèja vu tan violento que por un momento incluso saboreé la infancia, si algo tan abstracto se puede saborear (y probablemente Adrià ya lo ha conseguido). Fue en mitad de la jornada, bajo la estridencia de la radio y con la quiniela a medio tachar, cuando empezó a oler a caldo: ¡era el olor de los domingos de mi infancia!, cuando volvíamos del pueblo cualquier día de mediados de los 90 con la olla del cocido en el maletero, con los goles de Zamorano cayendo en cascada mientras García le montaba el pollo a Estrada, y miren dónde está ahora Estrada, ¡y miren lo que gasta!

lunes, septiembre 11

11 / S

A esas horas estaba en el periódico. Todos los momentos excepcionales de la Historia que han ocurrido en los últimos cinco años me han pillado aquí: desde la muerte del Papa hasta la boda de Farruquito. El día era tan azul y tan bonito que se fueron juntando espontáneamente varios boy-scouts por la calle cantando “madre anoche en las trincheras / entre el fuego y la metralla”. Todavía florecían las playas en aquel septiembre y no quedaba tan lejano el ruido de agosto. Lo único que nos importaba entonces es que se prolongara el verano y continuase aquella dulce cascada de noches blancas cerca de una playa. Plutón era un planeta pequeño pero simpático a los ojos del hombre: poco sabíamos entonces de su caída en desgracia. Pasaban los meses y el mundo apenas tenía noticias de Bush. Era un señor que gastaba perfil bajo, como Bernardo Provenzano: como él, también leía a todas horas la Biblia. De Bin Laden tenía uno noticias lejanas, pero se estaba diluyendo en el olvido. Se sabía que era de una belleza excepcional y así lo hice constar después en una columna que me costó el apelativo de talibán en tiempos de sensibilidades: yo, un pobre esclavo del churrasco que me afeitaba dos veces a la semana. Hubo momentos delirantes aquel día, quizás producto de los nervios y el horror. Cuando los aviones se estrellaron en las Torres Gemelas un locutor dijo: “Esto es muy extraño: está ocurriendo algo”. La psicosis no sólo se extendió en la televisión. Todas las ciudades elevaron su nivel de alerta y en Pontevedra una pareja de la policía nacional armada con gruesos pistolones custodió durante horas la Peregrina: fue nuestra pequeña aportación a la Operación Justicia Infinita. Nos dijeron que aquello iba a cambiar el mundo pero seguimos bebiendo con rabia en las pequeñas plazas de la zona vieja. Estaba lejos Nueva York: tanto como Palestina. Pero sabíamos lo que había pasado: la democratización del terrorismo indiscriminado. Ya nunca morirían los mismos. También nosotros estábamos en la diana: en las oficinas, en los autobuses, en los trenes.

sábado, septiembre 9

Ahora

A E., que no arranquen los coches

Ahora que cena Sabina con príncipes y poetas, ahora que no invita a putas y camellos: ahora que robamos sus canciones, comemos sus manzanas, pisamos su jardín. Ahora que el invierno está a la espalda, que la vida da dos pasos, que morimos sin morir. Ahora que sospechan en los bares, que abren tarde los tugurios de los besos, ahora que hay ratones con ligueros, que sólo llueve en las canciones, que hay domingo en la nevera, y jueves en tus ojos, y un siglo largo cosido en mi carné.

Ahora que en Burela quiebra la noche el eterno quejido del mar. Ahora que oramos, a la manera de Borges. Ahora que ya no queremos ser más que nadie, y que nadie sea más que nosotros. Ahora que podemos escribir a pesar de todo, y vivir a pesar de nada, y despertarnos una nueva mañana para seguir viendo cuatro pies. Ahora que se deshilacha el Papa, y tenemos pájaros en las manos, y otra luz en la mirada, y Dios escruta nuestros labios en busca de un tesoro, y cruje el esqueleto de mi alma, y se rompe la telaraña del después.

Ahora que Pontevedra es una ciudad de un millón de pasos, a la manera de Mosquera. Ahora que Sanxenxo me recuerda a Peter Pan, fue en ese cine te acuerdas / una mañana al este del Edén, y la luna sube en ascensor, y Ernestito tomó notas en el Café des Lilles. Ahora que tengo diez sentidos, y las ventanas se abren solas, y el cartero deja la primavera en el buzón. Ahora que quiero llorar en brazos de un desconocido. Ahora que las maestras enseñan preposiciones indecentes. Ahora que aprendo a decir te extraño en esperanto. Ahora que riego las plantas de los portales de los enamorados, y espero que Kioto nos devuelva el orballo de los sueños, y no hay acuse de recibo, ni recibo acusaciones si no estás.

jueves, septiembre 7

ETA, camino a la paz

Hay un momento en la vida de los criminales en el que la vulgaridad sustituye al horror. Es un proceso lento y complicado, en el que se involucra la fermentación de la culpa y el diagnóstico obligado para amortiguar los golpes de la conciencia: una suerte de paranoia acechante con la que se pudo enarbolar en su momento, ante la duda, cierta legitimidad en los actos. Cuando eso desaparece, y desaparece tarde o temprano porque al cabo el hombre es más fuerte que el asesino que lleva dentro, aún más si el asesinato es fruto de un delirio cósmico, queda el criminal despojado de su protección moral y desnudo por fin ante una audiencia expectante, que creía estar ante la complejidad del mal pero que sólo ve, aturdida, a un hincha del Atlético de Madrid muy cabreado con el árbitro. Eso, como mucho.

De ahí que la imágenes que se pudieron ver en el telediario de ese muchacho encerrado en una pecera fuesen históricas. Mientras la justicia poética le sembraba la nuca de feos dobladillos de carne (la nuca, que tanta importancia histórica ha tenido en la lucha armada) ETA daba el primer paso en el proceso de paz: se desarmaba públicamente a la vista de todos con una violencia inesperada. Ha perdido el último bastión que todavía conservaba ante su impaciente rebaño de fieles. La compostura cool, la sonrisa irónica, el viejo saludo chic de los camaradas al cruzarse en los banquillos, la frialdad teñida de cierta complejidad moral que los caracterizaba como muchachos muy seguros de sí mismo que saben lo que se hacen y cuya omnisciencia es sagrada, alcanzando así todos los puntos débiles del Estado: todo ello salpicado por una estética casual de buen rollito que va desenterrado poco a la poco la pescata a medida que platean las sienes. En el caso de nuestro hincha, ni eso.

Se escribió aquí en alguna ocasión que años más tarde generaciones posteriores darán cuenta del insólito protagonismo ofrecido por los medios a los criminales, con frases señaladas muy del estilo de nuestra pequeña extrema derecha, como “matan, pero nunca mienten” o “Zapatero se piensa que se la va a jugar a éstos”, ofreciendo así a la banda un cobijo intelectual absurdo: “no son nada tontos”. Los habrá más y los habrá menos. Pero la paz, la paz siquiera fingida, les arrebata lo que al fin y al cabo era su único recurso escénico: la pistola. Por eso el criminal insiste en extender el índice y levantar el pulgar a poco que pueda: su orfandad es casi digna de compasión. Haría bien la dirección de la cárcel en facilitarle una de esas pistolas de agua para que el enfermo recupere parte de la seguridad perdida y continúe untándose del pim-pam-pum nuestro de cada día. El pobre chico: el intelectual comprometido con la liberación del pueblo vasco dándole patadas a un cristal mientras exclama impotente a los cuatro vientos su deseo de arrancarle la piel a tiras al presidente de un tribunal de justicia. Enternecedor. Definitivamente enternecedor.

El final del 'donmanuelismo'

-Usted se puso la camisa azul en alguna ocasión.
-En alguna ocasión me la puse por insistencia de Solís, pero pocas veces
Pregunta de Pedro J. a Manuel Fraga en El Mundo, año I d.f. en Galicia

Todavía no entiendo por qué nos sorprendimos de que la TVG emitiese un capítulo de Se ha escrito un crimen en plena noche electoral. A todo cambio traumático de gobierno le antecede una jaimitada en la televisión pública. Media España supo que el PP naufragaba en Moncloa cuando el 12-M cambió la parrilla de TVE para estamparnos una película sobre ETA, tratando de refrendar con la ficción lo que Acebes no lograba justificar con la realidad. Y ya cuando Franco iba a morir, la televisión desplazó un programa de variedades dedicado a Julio Iglesias por Operación Birmania, lo que bien mirado es tremendo. Así que no se sorprendan: Jessica Fletcher apareció en el momento adecuado, y evocó mejor que nadie, con su tecleo cantarín y su peinado de loro aburrido, lo que la TVG venía siendo para muchos gallegos: un crimen.

Con los ecos de Ángela Lansbury desapareció, tragado por el mar del cambio, el ‘donmanuelismo’. Lo peor de Galicia en esos 16 años no fue don Manuel, como muchos piensan, sino los ‘donmanuelistas’. Las victorias llevaron el ‘donmanuelismo’ a todos los rincones de la sociedad: Galicia ha estado atosigada lingüísticamente, que es peor que estarlo políticamente. Los ‘donmanuelistas’ han ejemplificado como nadie el grado de servilismo de un ejército de fieles a los que el ‘don Manuel’ no se les ha caído de la boca ni a la hora de engullir pulpo. Después de la noche electoral, muchos se pasaron con urgencia al más aséptico ‘Fraga’, pero los fundamentalistas todavía no se podían ir a la cama sin decir seis veces en cada frase ‘don Manuel’. Lo sustituían a veces por presidente, mandamás, líder, jefe, patrón y Dios o algo parecido. Ya lo dijo en su histórico discurso el alcalde de Negreira: “Cuando don Manuel nos falte, unos nos iremos al infierno y otros al ‘purguratorio”.

miércoles, septiembre 6

Los autos locos de O Campiño

De entre todas las culturas que amenaza la juventud la peor, la más dañina, es la cultura del coche: la cultura de la velocidad, que ha dejado de estar amparada por James Dean a estarlo por los sacerdotes del reaggeaton, lo que bien mirado es terrible porque al menos James Dean era guapo e incluso, en un gesto de generosidad, se mató dando ejemplo. Ni las drogas, ni la desidia política contrapuesta a los más variopintos radicalismos, ni los mil euros al mes (¡ni el futbolín!) han hecho sangrar tanto como la cultura que ha ido aflorando, lenta y selváticamente, en el asfalto. Los coches: su pasión, o sea.
Tardaremos en comprender los menos duchos porque aquel marinero que se embarcó en Francisco y Catalina, el barco pesquero que al final resultó ser el de la solidaridad (un Rainbow Warrior de verdad, sin merchandising) solamente para pagar la deuda millonaria contraída por tunear su coche. El tunning es un fenómeno que a uno le queda tan lejano como el turismo espacial: no me cabe en la cabeza, pero abogo por el respeto en público y, mea culpa, la chanza salvaje y cabrona en privado. Dicho lo cual, queremos pensar que el tuneador fiel y leal a los principios sagrados de su religión no se juega su vida (su coche, en fin) en ninguna de esas carreras ilegales que ahora se han descubierto en el polígono industrial de O Campiño, en Pontevedra, para felicidad de unas 600 personas cuyo plan nocturno en pleno agosto es ir a olerle la gasolina, que es como ir a olerle el culo, a unos cuantos descerebrados. Que, por cierto, tienen en la película A todo gas su inspiración cultural, con lo que en cierto modo ya está todo bastante explicado.
El fenómeno de las carreras ilegales viene produciéndose desde finales de febrero, dijo ayer el subdelegado de Velocidad Clandestina, Delfín Fernández. Con todo, lo que a uno le llama la atención es la fecha en la que tuvo lugar (tuvo lugar: recurso ya inabordable) la carrera más multitudinaria: en la noche del cuatro al cinco de agosto. Por esas fechas, si no recuerda uno mal, Galicia empezaba a pasarse por las brasas, como un buen churrasco. Y sólo unos días después llegaban las llamas a las puertas de O Campiño: de milagro. Tres semanas después, un portugués murió en Marbella atropellado por un Ferrari embarcado en una carrera ilegal. El Jornal de Noticias lo sacó en la página tres, que ya es sacar, y el redactor hizo un ímprobo esfuerzo por despojar a su texto del aturdimiento que le embargaba. Resultó imposible, y así lo apreció el lector suspicaz: el homicida tenía 19 años, un Ferrari y algo más de 6.000 euros en el bolsillo.
Sabe uno que en Pontevedra somos más modestos, porque va en el carácter, de natural humilde, y porque no nos quedan más cojones, mas el vicio por quemar rueda, trompear sin sentido, derrochar gasolina y subir cachorras teñidas con calentadores al capó se conserva intacto. Es una cultura digna de parodia sino fuera obscena y si cada noche, en cada curva, no floreciera un ramo de rosas con espina: clandestina se organiza una carrera, incluso una vida, pero ya no la muerte.

Tres días de septiembre

Cuatro emitió el lunes Tres días de septiembre, un deslumbrante documental dirigido por Joe Halderman acerca de la herida dejada por el terrorismo checheno en el inconsciente occidental. Todavía nadie se había atrevido con los niños: no al menos de forma tan directa, omitiendo las campañas regulares de la heroica aviación estadounidense e israelí sobre las megalópolis y poblachos árabes. Entre las sombras del horror que sobrevuelan el metraje de la cinta hay una especialmente delicada: la niña semidesnuda, delgada y alta, sentada fuera del pabellón de los deportes, a salvo ya de la ola de muerte que arrasa el interior del colegio de primaria. Desde la lejanía un fotógrafo capta la bárbara esencia de una impotencia primitiva, a salvo de nada, ni siquiera del destino. En lugar de correr hacia el exterior del recinto, la niña se levanta sin esfuerzo del suelo, y de repente escala la ventana rota por la que había salido y se cuela dentro de colegio. Dos segundos después, estalla una nueva bomba. Y después de un minuto, el techo se viene abajo.

Hubo 350 muertos y la mitad de ellos eran niños. Se dijo en el documental que las llamadas ‘viudas negras’ chechenas que formaban parte del comando no supieron hasta el último momento que el objetivo era un colegio de primaria. A las ‘viudas negras’ las llamaban así por haberlo perdido todo en la guerra de Chechenia: desde padres hasta hijos, pasando por hermanos y maridos. Uno siempre ha pensado que soledad de una mujer es bastante más profunda que la de un hombre: un pozo en silencio y seco, donde apenas se escucha el eco de una moneda encendida cayendo al vacío. Las ‘viudas negras’ se terminaron rebelando y no se sabe muy bien si se suicidaron o las suicidaron. El caso es que a uno de los padres que estaba con sus niños le obligaron los terroristas a coger la cabeza de una de ellas y ponerla junto a lo que quedaba del cuerpo: una informe masa blanda en la que reverberaba la sangre caliente del cadáver.

El hombre perdió a su mujer, y salvó a su hija tapándola durante las explosiones de los suicidas con los cadáveres de otras mujeres: él se puso encima del montón humano a modo de escudo definitivo. Una mujer contó que la segunda noche se murió su hija, diabética, por la falta de alimentos y agua. Finalmente, bajo la amenaza de la deshidratación, acabaron padres e hijos bebiendo sus propios meados, que guardaban en botellas de plásticos prestadas por los terroristas: hay grandes gestos que esos niños no deberían olvidar nunca. Todo desembocó finalmente en un atropellado asalto del ejército ruso. Se entrometieron civiles con armas propias. “No descarto que alguno de ellos, entre el desconcierto, acabaran matando algún rehén”, contó un soldado. El reportaje acabó sombrío, como había empezado, con las habituales imágenes dantescas que suceden a la sangre: la carne devastada, jabonosa, resbalando pantalla abajo. Una pregunta acechaba entonces: ¿qué empujó a entrar a aquella niña? Y finalmente el sonido seco del horror, el eco fatigado de una moneda encendida descansando en las aguas negras de una soledad ya definitiva e inconsolable y atronadora: una soledad de hijos.

martes, septiembre 5

No debiste vivir más de treinta años

8-02-01
Évenres

"Nadie debería vivir más allá de los treinta años". Esa frase se revolvió cruelmente contra su autor: Francis Scott Fitzgerald murió saboteado por el alcohol y empujado, como Gatsby, hacia el pasado. Su historia es la historia de una década, los años veinte, y la metáfora literaria más bella del último siglo: ascenso, caída y resurrección. El más lúcido escritor de la Generación Perdida, del que esta misma semana se recordaba su último y tortuoso retiro (un cementerio ínfimo rodeado de autopistas), representó una tragicomedia que él mismo se encargó de revelar, a media luz, en la decadente crónica de Suave es la noche, una novela que adoptaría rol psicoanalista si no fuera porque su autor ya se había encargado de autoflagelarse en la revista Esquire con aquella colección de artículos mortificantes en los que desvistió su mente y admitió sin ambages su descenso a los infiernos. “Ernest habla con la autoridad que le da el éxito. Yo hablo con la autoridad que me da el fracaso”, dijo en referencia a su ex admirador, ex amigo, compatriota y compañero de profesión Ernest Hemingway (al que provocó, por cierto, una crisis depresiva a raíz de esos artículos, y que posteriormente reprochó por carta el atrevimiento y la “debilidad” de Fitzgerald por publicarlos).

Polvillo en las alas de una mariposa. Así de frágil y especial era el talento de Scott según el capítulo que el propio Hemingway le dedicó en París era una fiesta. Eso fue muchos años después de que Fitzgerald muriese. Había nacido en 1896, publicó A este lado del paraíso cuando tenía 23 años, vendió cientos de cuentos a las revistas de más éxito y se convirtió, tras la publicación de Hermosos y malditos y El gran Gatsby cuando acababa de cumplir 27 años, en el mejor escritor norteamericano vivo. Encarnó la imagen del éxito, se casó con su deseada Zelda Sayre y frecuentó, porque los dólares que le entregaban por sus cuentos se lo permitían, los veranos de la exquisita Costa Azul francesa: la famosa Riviera que le inspiró Suave es la noche. Sus relatos, impregnados del magnetismo de una prosa sensitiva y rítmica, fueron construyendo mitos que pronto pasaron a convertirse en realidad: las flappers, los encuentros sociales, el alcohol, las madrugadas y sobre todo el dinero son las credenciales de los felices años 20, en los que Francis Scott Fitzgerald, escritor de éxito, y su mujer Zelda eran los símbolos más palpables y esponjosos.

La decadencia se echó encima del matrimonio en la gestación de Gatsby, la gran novela americana. La paranoia de Zelda crecía desamparada y el alcoholismo de Scott Fitzgerald era evidente. En París conoció a Hemingway, y éste describió un primer encuentro desolador, en el que Fitzgerald se paralizó con la cara blanca y perdió el habla. El autor de Adiós a las armas aprovechó su amistad con Fiztgerald para conocer editores y postularse como sustituto natural de aquel joven emergente y acomplejado que fue Fitzgerald. Lo logró, no tanto por la crueldad demostrada después con él sino por la consistencia de una prosa que cambió el paisaje de la narrativa norteamericana (ambos, deudores de Gertrude Stein, la excéntrica anfitriona parisina).

La estremecedora relación de cartas que se prodigaron Scott y Zelda en aquellos años (Cartas de amor y guerra, Mondadori) son un ejemplo de sarcasmo y lucidez, en el caso de Zelda incluso de demencia (murió calcinada en un internado psiquiátrico: antes, durante una visita de su marido, se fue desnudando jugando al tenis con su profesor sin ser consciente de lo que hacía). “Te estabas volviendo loca y lo llamabas genio, yo me estaba arruinando y lo llamaba lo primero que se me viniera a la cabeza”, le reprochaba él. “Y creo que cualquiera lo bastante distanciado de nosotros mismos adivinaba tu egoísmo casi megalomaníaco y mi demencial entrega a la bebida. Hacia el final ya nada importaba mucho. Lo más cerca que he estado alguna vez de dejarte fue cuando me dijiste que creías que era marica, en la rue Palatine, aunque lo que dijeras ya sólo me producía una especie de compasión distante por ti. A pesar de tu capacidad de observación superior y de tu inteligencia más firme, yo tengo la facultad de adivinar sin datos, incluso con cierto asombro, por qué y de dónde llegó el atajo mental. Ojalá Hermosos y malditos hubiera sido un libro escrito con madurez porque era real. Nos destrozamos nosotros mismos. Sinceramente, nunca he creído que nos destrozáramos el uno al otro”, escribe Fitzgerald a su esposa.

“Para cuando llegamos a la Riviera había contraído tal complejo de inferioridad que si no estaba borracho no me aguantaba a mí mismo. Pero también allí trabajé, y la insólita combinación me destrozó los pulmones”, escribe. “Tú te habías ido ya. Apenas te recuerdo aquel verano. Sólo eras una de las personas que me tenían antipatía o que me resultaban indiferentes”, lamenta.

Zelda no le fue a la zaga. En esas fechas ella también apuntaba con su pluma (desacertadamente trasladó su inquietud literaria a una novela de escasa relevancia y después de sus escarceos con el ballet acabó pintando en el manicomio). “Tú estabas siempre borracho. No trabajabas. De noche te llevaban a casa los taxistas, eso cuando volvías a casa. Te levantabas para la comida. No me hacías ningún caso y te quejabas de que era insensible. Te pasaste literalmente el verano borracho. Llevabas estudiantes trompas a las comidas cuando ibas a casa y te indignaba que ya no me importara...”. “Te quiero porque eres mi mujer y eso es lo único que sé”, finaliza Fitzgerald en una carta.

Y estaba la acusación de Zelda sobre su sexualidad. Fiztgerald llega a decirle en una carta que “ni siquiera puedo seguir escribiéndote porque te veo leyendo detenidamente cada línea, en un intento de encontrar algún rasgo o signo de homosexualidad”. De esa inmensa montaña de polvos llegaron los lodos, que acabaron llevándoselo todo por delante: Gatsby fue reconocida por la crítica como una obra maestra pero no tuvo la aceptación del público, que no la elevó en ventas. Fitzgerald se refugió en el alcohol y los cuentos, hábilmente pervertidos para resultar más comerciales. Se convenció de que menguaba su talento. “Toda vida es un proceso de demolición” fue la primera frase de su lúcido y patético Crack-Up. Recordó años de gloria y se sumergió en un fracaso interminable y agotador que adoptó tintes grotescos cuando Zelda fue internada por loca.

Cuando Scott llegó a Hollywood muchos de los escritores noveles y guionistas de California lo creían muerto. Para ellos era una vieja leyenda de otro siglo, otra época, y la visión de figura (había engordado, su palidez era extrema y las ojeras eran interminables) les producía respeto y curiosidad. “Llevar a Hollywood a Scott Fitzgerald es como pedir a un escultor que haga cañerías”, dijo Billy Wilder. No se equivocó. El lento tránsito del escritor a las tinieblas llevaría consigo humillaciones en fiestas sociales, fracasos en sus guiones y una sangrante pérdida de reputación de la que jamás pudo recuperarse. Acabó su vida tratando de educar a su hija Scottie, intercambiando cartas nostálgicas con su esposa, con su psiquiatra, escribiendo cuentos que no cosechaban el éxito de antaño y empezando una novela que, dicen, iba para obra maestra, pero quedo inconclusa. Inconclusa también quedó su vida.

Cuando llegó a Nueva York junto a su mujer, forrado de dinero y bañado del prestigio dorado de las letras, con apenas 24 años, abrió las ventanas del más lujoso hotel de Manhattan y tiró dinero a manos llenas. Eran los tiempos en los que Fitzgerald declaraba insultante: “Nadie debería vivir más allá de los treinta años“ y escribía sobre jóvenes y malditos, y retaba a todo el mundo: “Era una mujer bella, pero ya marchita, de unos 35 años”. Acabó su vida con una periodista de cotilleos, expuesto a escarnios que llegaban de Hemingway (años atrás le había llevado a la estatuas del Louvre a comparar el tamaño de su pene: Hemingway era duro, machista y promiscuo, Fitzgerald blando y extremadamente fiel a su esposa) como de algún otro. Murió de un ataque al corazón en 1940.

lunes, septiembre 4

Los ganadores de canicas

Uno de los lugares comunes aplicados con obediencia castrense a cualquier pitufo que descolle es el de ganador a toda costa. Quiere decirse que cuando Fernando Alonso (digo Alonso porque es el que más rápido me ha venido a la cabeza y además es azul: todo tiene su lógica) empezó a ganar salieron de debajo de las piedras tipos interesados en dejarle claro a José Ramón de la Morena que Fernando Alonso de crío lo ganaba todo, y si no lo ganaba, se agarraba unos berrinches que temblaba Pelayo. Se celebraba en la prensa la categoría enorme de Alonso como ganador. Y los aduladores repetían la máxima con alarde de ingenio: "No le gusta perder ni a las canicas". Por más vueltas que le dé, uno no encuentra la pasión optimista que presuntamente desborda esa frase: no me parece un elogio. Yo he conocido en el fútbol a muchos tipos a los que no les gusta perder ni a las canicas y sé que han partido más de una pierna y que, acabado el partido con el marcador en contra, no te dirigen la palabra hasta que te vencen. No es gente aconsejable: a lo mejor sí para tomar una cerveza, pero no para compararte con él en nada, ni siquiera dejar que se compare él por su cuenta. Es una consecuencia directa de lo que el psiquiatra Héctor Caruncho contaba esta semana en la Semana Galega da Filosofía: la competitividad engendra actitudes agresivas. La sociedad alaba ese tipo de comportamientos porque reconoce en el vencedor no se sabe muy bien lo qué: quizás a uno mismo, lo que hubiera deseado ser y no fue, y cosas del estilo. Huimos de la normalidad: algunos leyendo prensa rosa, otros subiendo la aguja de la velocidad a doscientos. Perder no es fácil, pero requiere un estilo y una exigencia que no se da en ganadores. "Ernest tiene la autoridad que le da el éxito. Yo tengo la autoridad que da el fracaso", dijo Scott Fitzgerald a propósito de Hemingway. La Historia se acordará de los vencedores: pero a quién carajo le importa la Historia. Cuando uno está muerto no tiene fuerzas para pasar las páginas de una enciclopedia. En mi sagrado panteón de ídolos permanece incólume la figura acartonada de César Vallejo pasando frío en París con un abrigo roto mientras escribe: "Guarda un día para cuando no haya". Las cicatrices de la derrota ("Toda vida es un proceso de demolición") de Scott Fitzgerald fueron las mías durante años. Incluso Carlos Sainz tuvo un momento muy gracioso quedándose hace unos años a doscientos metros de la línea de meta: la distancia entre el cielo al infierno: un involuntario corte de manga al vicio de ganar. No quiere decir uno que fracasar sea agradable: nadie lo desea. Pero a veces es enternecedor saberse a salvo del éxito. No me apasionan los ganadores excesivos: uno los prefiere en su punto. Incluso me parece vagamente romántica la certeza de aquel que gana por casualidad. Uno de mis versos favoritos es de Borges, un derrotado ciego: "El que prefiere que los otros tengan razón". Dice Borges que ése, y otros como ése, son los que, ignorándolo, están salvando el mundo. Aquellos que buscan la victoria sin asumir una derrota sólo buscan salvar de algún modo su ego. Y van jodiendo, a su manera, el mundo.

viernes, septiembre 1

Se les cae el peluquín

Sale José María Íñigo en la televisión (José María Íñigo lleva saliendo en la televisión desde el siglo XIX, y aún antes) y ahora además sale del armario: Íñigo es calvo. Algunos lo sospechaban, pero salvo Julio Iglesias, que se le rió en la cara de su calvicie en uno de esos momentos estelares que nos dejó la televisión en los ochenta, el resto respetó su privacidad: cada uno hace con su calva lo que quiere.

Llevamos los telespectadores unos tiempos revueltos desde que Arús, uno de los tipos más insoportables que ha dado España en los últimos siglos (¡y se hizo presentador!), apareció descapotable y lirondo en TVE. La decisión de Arús de abrir el armario para que entrase un poco de luz debió precipitar la salida de Iñigo, del que ahora sabemos que lleva utilizando peluquín (en las últimos años, sabiamente, los iba eligiendo con canas, pero igual de espesos) desde su debú en televisión, allá por 1862: cuando todavía no se había inventado la televisión, Iñigo ya estaba saliendo en ella.

Ahora que ha entrado aire en el armario, es el momento de que Julián Lago subaste su falsa pelambrera en una gala benéfica o Danny DJ deje de hacer el ridículo tapándose la frente con el pelo engominado de la nuca. Y no pierdan de vista a Javier Cárdenas, ese profesional que ha hecho una muy digna carrera mofándose de retrasados mentales. Es cuñado de Arús y mantiene desde hace años una desigual batalla contra la alopecia. Como el chico además sale en la tele, la batalla es pública y asistimos día a día, con horror, a una terrible derrota. ¿Cuando capitulará Cárdenas? ¿Le pedirá los trastos a su cuñado y se meterá corriendo en el armario? ¿Utilizará la misma peluca ochentera? Penoso dilema el de Javiercito. Al final, el retrasado va a acabar pareciéndolo él.

La guerra de los treinta años en las Rías Baixas

Como en las grandes películas, mientras el Jefe de la Fiscalía Antidroga, Javier Zaragoza, participaba en un foro sobre cocaína en Vilagarcía de Arousa, a doce kilómetros unos sicarios extranjeros torturaban, tiroteaban y quemaban a dos miembros de una banda de narcotraficantes. En el suceso de Cambados se arremolinan todos los ingredientes de una bella y pavorosa película de suspense tan sólo amenazada en su desenlace. Incluso los periódicos han ejercido fielmente su ingrata función. La profusión de datos lanzados en éste y aquel periódico deja una operación planificada por la Guardia Civil desde hace meses en un pobre esqueleto: ¿dónde acaba el derecho a la información y empieza el derecho a la seguridad?

Es una paradoja que las Rías Baixas sangren por la herida del mar: un turismo en alza, el mejor marisco y las drogas, también las mejores drogas, al mejor precio. Documentos TV realizó en el año 1999, con guión de Joaquín Pedrido y José Ángel González, y realización de Julio Azcárate, un documental estremecedor titulado Marea blanca. La primera imagen es una fotografía tomada en el verano de 1982 en plenas fiestas patronales de Vilanova de Arousa. Es un equipo de fútbol llamado Dejadnos vivir, que gana el torneo celebrado en los festejos. Años después, sólo vive uno de ellos: una fotografía con diez tachones. La heroína se los tragó a todos, uno por uno: una epidemia silenciosa y gris que destruyó los cimientos de una generación hasta dejarla primero sin aliento y después sin vida. Desde entonces, y sobre todo a partir de la Operación Nécora, han cambiado muchas cosas. Pero las sombras de los narcotraficantes siguen cruzándose y descruzándose en las calles, bajo la noche, por el día, en los lugares más recónditos y también entre las multitudes de los actos oficiales de cualquier pueblo.

La frontera es difusa y la transgresión de la moral es perniciosa, macabra. La Radio Galega entrevistaba ayer a un representante de un colectivo antidroga que clamaba contra el blanqueo: he aquí el quid de toda esta cuestión, de todo este empozoñamiento. El blanqueo del dinero, de la marea, de la nariz: el blanqueo de la reputación. Uno no ha dejado de darle vueltas a esta frase: "Non sabes a quén lle estás comprando un piso". No sabes que firmas un crédito, que te hipotecas para toda la vida y que ese dinero que estás pagando año tras año se lo estás dando a la persona que le vende la cocaína a tu hijo de catorce años: he aquí la perturbación del espíritu, la incomodidad de esas arenas movedizas. Y la impunidad. Y la corrupción del silencio. Y cierta respetabilidad social en según qué círculos.

El alcalde de Cambados, Cores Tourís, decía ayer otra cosa muy interesante: "Estoy preocupado porque la población considera algo normal hechos como estos y no puede ser así." Porque este crimen, exacto se ha repetido en las últimas tres décadas, lo que sucede es que el tiempo nos ha arrancado los ojos, nos ha adormecido y ya hay ahora mismo en la comarca de Arousa gente que tiene 25 años y que no ha conocido otra realidad que la pergeñada por las mafias de la droga, sus vendettas, sus métodos y ese atisbo de omertà ya violado en su momento porque flaquea la palabra. Carecen del honor de las familias italianas, lo que les resta cierto romanticismo fílmico y les dejan ante el espejo como lo que son: unos vulgares camellos con cierta querencia por las pistolas, las putas y los deportivos caros.

Cuba, la derrota estética

Más allá de la pobreza, persistente sólo como ciertas lluvias, de la “justicia social” proclamada por Castro que el tiempo declinó en dictadura, del azaroso porvenir de los opositores, de la represión de la homosexualidad (extraños ídolos los del progresismo internacional) o incluso más allá de las sentencias de muerte y del severo viento de sospecha que envuelve la isla aun en sus días más azules, la derrota de la Revolución no ha sido económica, ni social, ni por supuesto política: la derrota de la Revolución ha sido, en esencia, una derrota estética.

Hay muchas y sin embargo muy pocas cosas que decir de Cuba: todo empieza y acaba en Fidel. Sus filias, sus fobias, sus amigos, sus enemigos, su estado de salud, las portadas de los periódicos que le veneran, las tartas que le hacen las madres cubanas, los cánticos en los colegios, los brindis por el Comandante, las gloriosas portadas del Granma, el firme y monolítico apoyo que prolifera entre las espontáneas brigadas ciudadanas que recorren las calles de La Habana a la caza del disidente... Fidel Castro dejó de ser muy pronto el líder de la Revolución para ser su imprevisible tirano, y desde hace unos años ni siquiera eso: se trata, como todo anacronismo, de un asunto nacional, del que sólo se debate en los medios internacionales bajo la sagrada promesa del anonimato. Tal que el chiste del encuentro de Juan Pablo II con unos ciudadanos:
–Bueno, ¿y qué tal por Cuba?
–No nos podemos quejar.
–Ah, o sea que bien...
–No: que no nos podemos quejar.

Cuando la Historia doble la esquina y en Cuba sólo queden los rescoldos de estos años perpetuos, (47, según las últimas estimaciones, y subiendo) las enciclopedias acotarán el período de la Revolución mediante dos poderosas estampas que revelan la naturaleza y la decadencia de un sueño alargado sílaba a sílaba, como en uno de esos interminables discursos del Comandante. Son imágenes que definen lo que significó y lo que significa el sueño comunista de un poder arrebatado con justicia a un capitalismo de casino y putas: un sueño anhelado y legítimo siempre aplastado, paradójicamente, por sus instigadores. Cuba ha recorrido en casi medio siglo la distancia que separa estas dos fotografías: la del Che Guevara inmortalizado por Korda, con la mirada de fuego apuntando a un destino inconcreto y los cabellos azotados por un violento viento, y la de Fidel Castro recostado en la cama de un hospital, recién cumplidos los ochenta: un viejo aturdido convaleciente de una operación sujetando un periódico en el que él mismo es portada bajo un grueso y grotesco titular: Absuelto por la Historia, remedando a marchas forzadas aquel célebre discurso (La Historia me absolverá) que el joven Castro lanzó en su defensa ante la Justicia a causa del asalto a la Moncada. Poco después la Moncada, incluso la Justicia, serían suyos.

Atrás quedaron los carros poblados de barbudos bajando de Sierra Maestra jaleados por el pueblo y la romántica resistencia a un imperio colosal a escasos kilómetros de su costa. Los discursos sembrados de justicia, pan y solidaridad dieron paso a las cazas de brujas en el lema de Revolución o Muerte (“Ni un paso atrás. Ni siquiera para tomar impulso”, gritaba Fidel), la cartilla de racionamiento y la implantación del pensamiento único. Vargas Llosa abandonó la Revolución y su lugar entre los intelectuales fue ocupado años después por un Maradona gordo y teñido de rubio follando con una rubita adolescente: estéticamente la Revolución tocaba fondo. Al final, en su metafórico estertor, Fidel compareció ante la prensa comiéndose un yogur. Definitivamente, la Revolución había caducado.

Os 20 da TVG

Llevamos varias semanas algunos con el corazón en sobresalto por el despliegue retro con el que la TVG se exhibe temerariamente en la parrilla. Uno caza 20 na Galega, un zapping de los viejos tiempos en la autonómica, con la centelleante certeza de asistir a un momento único: para superar la imagen de un veinteañero Manuel Rivas con destellos rojos en el pelo entrevistando a un burro en un plató o a Pepe Domingo Castaño tostado con gafas doradas es necesario un cruce genético entre Isabel Coixet, Bigas Luna, Leni Riefenstahl y Tulio Demicheli. Harto improbable, pero abrasivo en cualquier caso.


Con el programa la TVG ha decidido algo con mucho sentido común: sacarse el polvo de encima exhibiéndolo. Es una táctica inteligente que demuestra que, lentamente, algo se va moviendo en la televisión pública: es un giro lento, como aquel de la cintura de Koeman, pero cuando llegue a donde quiere llegar la TVG se situará en el lugar que se merecen los gallegos. La noche en la que se proyecte una serie protagonizada por un líder de la AMI admirador de Malú y un votante de Baltar que deteste el pulpo la TVG adquirirá ya un sentido propio, un aire moderno. Yo lanzo esa idea de un Vaya Semanita posbravú (qué daño nos hizo el bravú), con referencias continuas a la actualidad: podría hacerse, simbólicamente, sobre la tumba del plató de Supermartes.


En 20 na Galega repasa la TVG sus años mozos paseando de una cuerda el monólogo de sus tristes decorados y el aire ímprobo de un proyecto de televisión al que se le asocia con excesiva celeridad Magnum y Falcon Crest. Todo mentira: detrás de la TVG había galegos coma ti, que decía Fraga en el cartel (pero Fraga mentía: ningún gallego se conservaba como él). La cita televisiva está trayendo imágenes imborrables. Eva Veiga entrevistaba en 1987 a Carmina Ordóñez. Carmina era todavía una promesa, pero la entrevista se hizo de noche, naturalmente: el destino iba dejando pistas. El rostro vibrante en belleza de la adolescente falangista se había transmutado en una belleza concentrada en unos pocos rasgos que solapaban incluso una sombra de viruela. Uno siempre fue un declarado fan de la Carmina oronda adicta a las pastillas que se balanceaba en Salsa Rosa como Elvis Presley por los casinos de Las Vegas: fulguraba en esas maravillosas carnes el inquebrantable latido del deseo. La Carmina de la TVG, sin embargo, era una pipiola a la que el futuro machacó sin piedad: "Yo deseo que ninguno de mis dos hijos sea torero" y "De eso no hablo: hay cosas de mí que jamás se sabrán", dijo la pitonisa Lola.

Hubo algo aún mejor. En 1986 Manuel Rivas entrevistó a un burro. Tenía el escritor como destellos rojos en un pelo abundante y el rostro geométricamente diseñado, sin el aire literario que le dotó después Xurxo Lobato a través del objetivo: era un Rivas en su adolescencia intelectual, a punto de cambiar burros por vacas y arrancarle el prefijo televisivo al surrealismo. Pero al final, el que deslumbró en 20 na Galega fue Antón Reixa. Hace veinte años el líder de Os Resentidos decía mirando a la cámara algo así como que "ninguén debe tratar de facer o que non sabe e querer ser algo máis do que é". A la TVG le faltó cintura para meter la estocada: emitir inmediatamente después O lapis do carpinteiro.

Templo de los buenos ciudadanos

"La penetración anal restablece el equilibrio de poder entre una mujer, que tiene demasiado poder, y un hombre, que tiene muy poco"
-Toni Bentley, en Libération / El Mundo-

Algo tremendo: los aullidos de Brando en el más famoso polvo del último tango. Sus gruñidos, su desesperación, su bestialismo. El sexo como el ronquido subterráneo de la comunicación animal, como muestrario de soledades, como fuente de vida. Ese París ocre en el que un Brando desdibujado y solo y destruido dice: “En esta casa no hay nadie. Tú no tienes nombre. Yo no tengo nombre. Tú y yo nos encontraremos aquí. Venimos a olvidar todo. Es bonito no saber nada el uno del otro”. Bertolucci encerraba durante horas en una habitación a Brando y María Schneider antes de empezar a rodar. Para que se mirasen, para que se oliesen. Al salir de allí, estallaban delante de la cámara. Tras aquella película Bertolucci tardó una década en volver a hablar con Brando y Schneider no quiere oír hablar de él: “Me humilló”.

Los aullidos de Brando al follar hacían temblar las paredes del piso parisino y a los miembros del equipo de rodaje se les ponían los pelos de punta. Allí estaba el hombre como animal esclavo de sus instintos primarios, como salvaje desheredado de las convenciones sociales, introduciendo brutalmente su pene en el ano de la mujer entre gruñidos roncos, entre largos y sonoros aullidos. Y el grito de Brando retumbando en el cielo: “¿Santa familia? ¡Templo de los buenos ciudadanos! ¡La libertad es asesinada ahora mismo por el egoismo!”. “Cada película corresponde a un momento preciso de mi vida: El último tango era, en realidad, la expresión de una necesidad que hoy me parece muy romántica. Volví a verla hace dos años y me quedé sorprendido: ¡Pero bueno!.... me dije, este film que ha sido condenado, quemado, que hizo renacer la Inquisición, por él me condenaron a prisión y sin embargo, es la película más romántica que conozco...”.

Brando hizo en muchos pasajes de sí mismo: hablando de su infancia, perdiendo la mirada en el horizonte, reptando por las calles de París como una culebra dolorida. Fue su actuación magistral, elevada, irrepetible: allí estaba su dolor, su crueldad, su sensibilidad (“¡te quiero y necesito saber tu nombre!”), su deseo infinito de posesión, su piedad. “Para mí, haber interpretado El último tango en París ha supuesto una experiencia fundamental. Es un film auténtico y humano, muy humano y poético. En el contexto de la vida cotidiana casi todo es triste, escabroso, odioso... pero cierto. Lo que ocurre es que las cosas mas auténticas producen incomodidad ”, dijo. El sexo que empapa el metraje de la película es tan auténtico como el dolor que la atraviesa. El sexo es nuestra vieja conexión con los animales: al fin nuestra esencia. Desnudos, liberados ya de nuestros escrúpulos, sucios y libres, nos despojamos de las exigencias morales de la sociedad y nos mostramos tal y como somos: animales sedientos y patéticos hallando el gozo en la penetración, bajo una sensación primaria que nos recuerda, entre aullidos, que nos han domesticado pero aún no vencido.

El Padrino Provenzano

Leí hace ya algunos meses en el blog de Arcadi Espada una frase sugerente de uno de sus (escasos) nicks socialdemócratas: "El hoy aclamado Amenábar ya dijo que Centauros del desierto de Ford es una película racista. El plano de la puerta de la casa abriéndose al horizonte del desierto que da comienzo a Centauros del desierto vale más que todo lo rodado por Amenábar hasta ahora. Supongo que eso es lo que al joven cineasta le parece intolerable". No diría uno tanto. Pero el plano al que se refiere está a la altura del final de esa misma película, y uno añadiría una de ellas pertenecientes a El Padrino: el derrumbe físico de Don Vito al saber de la muerte de Sonny por boca de Hagen (Duvall, veinte años después, contaría en un largo reportaje que no había visto a nadie interpretar así con el cuerpo). Guardo dos más entre mis elegidas: el célebre beso de Michael a su hermano en la fiesta de fin de año en La Habana: "Sé que has sido tú, Fredo. Me destrozaste el corazón", y la escena de Michael en el casino de Las Vegas después de sentenciar a Mo Greene y asistir a la insólita defensa de éste por su hermano: "Fredo, eres mi hermano y te respeto. Pero nunca te pongas del lado de quien está en contra de la Familia". Lo dijo así, con mayúscula, evidentemente.

He estado divagando acerca del concepto de la Familia unos pocos segundos después de ver, por fin, el rostro de Bernardo Provenzano, el gran capo de la Cosa Nostra siciliana que me tenía fascinado desde que supe de su existencia hace ya un buen tiempo y al que los carabineri llevaban tratando de echarle el guante (desconozco si con mucho o poco celo: más bien poco) en los últimos cuarenta años. Cuatro décadas son muchas décadas: en ese tiempo cualquier ferrolano puede empaparlo todo de cadáveres, caspa, rencor y beatería. Provenzano sin embargo las aprovechó para labrarse un mito de hombre invisible ajeno a las directrices impuestas en los últimos tiempos por otro inalcanzable: Bin Laden. Que al jefe supremo de la mafia siciliana lo hayan encontrado en una casita de campo de Corleone, el pueblo donde nació y de donde apenas se ha movido en cuarenta años, dibuja las transparencias de la mafia y la vigencia casi perpetua de la omertà. Que hubiese huido (¡a dónde!) con treinta años, que Corleone fuese el pueblo del que escapó Don Vito en El Padrino y diese ese apellido a la saga criminal más famosa del mundo (Puzo y Coppola mediante) y que se moviese con naturalidad utilizando papelillos (¡pizzos!) para comunicarse con sus soldati hicieron de Provenzano prácticamente un mito más cercano a la ficción que a la realidad.

Y sin embargo en Sicilia los únicos que ven una y otra vez El Padrino son los propios mafiosos: los sometidos, las víctimas, la detestan. Uno lo entiende, lo disculpa. En la novela de El Padrino hay un discurso de Don Vito que Coppola sólo utiliza en parte y que estremece: la necesidad de crear una justicia paralela, un universo tangencial al estadounidense integrado por sicilianos, con el que salvaguardar el honor de la familia y protegerse de la corrupción de un Estado sujeto a intereses mayores: "una cosa nuestra, una cosa nostra", le hace decir Puzo a Don Vito. No en vano la primera escena de la película aborda a un pobre funerario italiano al que su confianza en la justicia americana le había salido muy cara. "I believe in America" eran sus primeras palabras. Y la escena finaliza con el simbólico beso en la mano del Don, acuclillado el hombre: la mafia ajustará las cuentas que los tribunales no pudieron ajustar. La interpretación de Brando, Pacino, De Niro y Duval hace el resto. A donde no llegaba la sangre en Sicilia llegaba la magia del cine, por eso uno veía en Provenzano más una gesta que un asesino. Y sin embargo lo es: un asesino.

El señor del támpax

Conociendo sus mejillas sonrosadas, a Carlos de Inglaterra debía silbarle la cabeza aquella noche como una cafetera. “Me gustaría vivir metido dentro de tus pantalones”, susurró alborozado, pelín cochinote, a Camilla Parker-Bowles. “¿En qué te vas a convertir? ¿En unas bragas?”, respondió la dama, al borde del colapso y ajena al mundo que, más allá de los jardines de palacio, se entregaba con fervor al tanga. Carlos, desbocado como un caballo sin jinete, contestó: “En un tampax”. ¡Ésssse!, gritó al unísono el populacho británico en los pubs.

La dimensión erótica alcanzada por nuestro Charles cuando su charla se hizo pública dejó a Sade convertido en un tierno catequista aficionado a Jara y Sedal. Carlos había conocido a Camilla en un partido de polo, que debe ser donde más o menos conoció Dinio a Marujita Díaz. “¿Sabía que su tararabuelo fue amante de mi bisabuela?”, le espetó Camilla sin más. Luego, el desparpajo de la jovenzuela, que por entonces ya debía de padecer el trámite de la menstruación, fue a más: “¿No le excita la historia?”. A Carlos le debió excitar la historia, porque ni siquiera Diana de Gales, con su estilo tan pitiminí, su pachorra de damita rubia, su clase mundial, o sea, su sonrisa dorada, sus portadas, sus amigos famosos y su compromiso con los negritos deshuesados (“¿sólo coméis arroz?, ¡uy!, hay que comer de todo, ¿eh?”, tirándoles de las orejitas), sus viajes caros y su tristeza chic, de niña bonita pagada de sí misma, consiguió separar a Carlos del voltaje de nuestra Camilla.

La sociedad británica le torció el gesto a la petarda Parker-Bowles: el corderito degollado de Diana se paseaba por las televisiones diciendo que en una relación tres eran multitud. Pobrecita ella, en qué mundo le tocó vivir. Lo que era multitud era lo que Camilla le debía estar haciendo a Carlos a espaldas de ella. Un chófer pasado de copas y unos paparazzis imprudentes dejaron a la bella Diana sin fichas con las que seguir en el tablero de la vida, y Carlos se refugió entre las piernas de Camilla, jugando a tatarabuelos y bisabuelas. Si llegó a ser su ‘tampax’, no le sirvió de nada, porque Camilla ya tiene la edad que tiene, pero ahora, por fin, a tiempo está de ser su marido. ¡Ése!, brindan los gordinflones cerveceros de los pubs.

Otra noche con Marilyn Monroe

Un aniversario cualquiera ha sido motivo suficiente para que Barcelona ponga en marcha una deliciosa exposición sobre Marilyn Monroe, el rostro sobre el que se ha tatuado el siglo XX. Qué tarea homérica, abrasiva, escribir de Marilyn: uno lleva haciéndolo toda la vida, incluso cuando parece que está escribiendo de otra cosa. Es la estampa de un sueño adolescente: los pies descalzos de Marilyn Monroe corriendo por un vagón para llegar al baño, apoyar una pierna en el lavabo y sacarse de la liga una petaca de whisky, mientras levanta los ojos entornados y pregunta: "¿quieres?".
Marilyn Monroe se vio atrapada en las redes de la belleza eterna, de ahí su muerte eterna y sus eternos ojos, su lunar eterno y su eterna indisciplina con regusto amargo, que recordaba un poco al eterno desobediente que llegó con sus palabras a donde otros no llegaron, por más que lo intentaron, con su entrepierna. No fue casualidad que Truman Capote esbozara el mejor retrato a verbo de Marilyn Monroe, ni tampoco que ella dejara de vivir por puro cansancio de saberse amada sin descanso. Era música, ritmo para camaleones. Todo en Marilyn fue drama: hasta se acostó con el teatro mismo. Quería ser actriz pero la gente la amaba por ser bella, como si nadie antes lo hubiese sido: el drama de Marilyn Monroe fue nacer con ese talento inconsciente. Después sólo queda la caída, brutal y excesiva, para que a una la reconozcan como mito y se ensaye a través de los años las poses, el deje y cierto áurea que Marilyn dejó a modo de herencia. Entre las chicas de pajares y muñecas de calendario había, antes de Marilyn, piedras preciosas que no sabían serlo. Después de Marilyn, bisutería de a veinte duros sin pretensiones: la Marilyn Monroe española es Malena Gracia, una bombona rellena de caucho maquillada por Lina Morgan.

La chica rubia no dejó enseñar el horror que el tiempo dibuja en los cuerpos perfectos que se han pasado la vida bromeando con los excesos. Podríamos haber retenido las imágenes de una muerte de Marilyn en diferido, a cámara lenta, un poco como la de Elvis, incluso con aquellos kilos de chatarra repartidos en su cintura. Pero Marilyn eligió ser Dorian Gray a golpe de suicidio, que es la mejor manera de decirle al mundo que la distancia entre la vida y la muerte es una bañera y unas pocas horas. Su muerte fue una metáfora: la del animal arracándose a sí mismo la piel y engullendo sus propios órganos para saberse a salvo de una multitud que en lugar de una mujer veía un jarrón. Marilyn quería ser recordada como una actriz y le vio los ojos a la muerte cuando supo que el mundo creía que era un artículo de lujo con el que adornar las sábanas: un caro regalo que sólo se podían permitir tipos como el presidente de los EE UU y de ahí abajo unos cuantos elegidos con nombres y apellidos, que era precisamente lo que no tenía la masa anónima que la levantó desde el barro e hizo de ella una nueva Eva, olvidándose de que la serpiente, como Marilyn, es eterna. Y que hay manzanas por las que nunca pasa el tiempo.

Günter Grass, pelando la banana

Con 17 años uno camina sin saber a dónde y con 27 uno llega a su destino sin saber cómo. El espectáculo es cuando uno llega a los 37 y todavía no ha aprendido nada. Günter Grass a los 17 se metía en las SS y a los 27 se gestaba como escritor y sembraba su joven trayectoria bajo un sólido firmamento moral que respaldaría sus anchas espaldas literarias. Ahora ha provocado un debate filosófico de primer nivel sólo superado este verano por el cabezazo de Zidane (“pudo haberse despedido como un excelente jugador pero lo hizo como un héroe”, escribía aún ayer, torero, Millás) o la candidatura de Yola Berrocal a la Alcaldía de Marbella (“¿no son corruptas, por naturaleza, un par de tetas operadas?”, pienso aturdido en el sofá). Lo de Grass se ha colocado en el segundo escalón tras el cabezazo del buen francés: al debate sobre Zidane sólo faltó Sartre, pero Sartre está muerto.

El caso es que Grass tenía un buen motivo para confesar su pecado de juventud: estaba a punto de salir un volumen de su biografía, Pelando la cebolla, y ante el revuelo la editorial tomó el rumbo correcto y adelantó su publicación una semana. Hay muchas formas de traficar con la vida de uno. La más usual es acudir al plató de la televisión a contar los polvos que te echa un guardia civil y otra es ocultar una parte sustancial de tu vida, sobre la que has cimentado tu reputación literaria y aun moral, para largarla en prensa unos días antes de publicar tus memorias: un hachazo publicitario por el que pagaría oro el mismísimo Tom Cruise.

Las voces que se han levantado en torno al alemán, que físicamente es una suerte de Sánchez Dragó cambiándole el hábito oriental por la querencia a la Mahou, han naufragado en un odio íntimo que reclama la revisión histórica de sus obras y el despojo inmediato de su Nobel. Menudencias. A los 17 años uno aún está en el crepúsculo del pantalón corto. Es la edad de obedecer a los padres o a la policía. La rebeldía llega luego, y nunca en un país sembrado de nazis y envuelto en una guerra mundial: las guerras mundiales nunca han sido un buen escenario para llevarle la contraria a nadie, al menos dentro de un mismo bando. Con 17 años Günter Grass lo que tenía que estar haciendo era pelarse la banana echándole un ojo a una de esas poderosas alemanas por las que sí estaría justificado invadir Polonia. Después, con el pecado original de sus contemporáneos a cuestas, pudo Grass pelar la manzana de la verdad en cuantas ocasiones pudo, alejando el oprobio de la vergüenza y la sarna de la culpa. Prefirió esperar: las decisiones de uno son soberanas, así como su dinero.

Que devuelva el Nobel es pedirle que devuelva su adolescencia, y revisar sus obras bajo el manto de la Santa Inquisición es tirar el tiempo: la obra de Grass sigue intacta bajo el fuego del infierno nazi, y su estatura moral no se ha reducido un centímetro, colosal y firme. La publicación de la polémica cebolla coincide además en el tiempo con la última obra de su gemelo japonés en España: Sánchez Dragó. Babelia, el suplemento literario de El País, le dio al amante universal de las letras españolas cera para tumbar a un santo: “Y como el genio no conoce barreras, el narrador incorpora sus dudas: ‘¿Soy excepcional?’ y hasta nos comunica que no descarta la posibilidad de que Sófocles escribiese Edipo rey “pensando en mí, apuntándome, mirándome a los ojos”. Va a ser por cebollazos.

Whisky

Sólo hay un tipo de arte: el que socava. Brèton dijo: "Yo busco el oro del tiempo". En el cine es más complejo: hay palabras que valen por mil imágenes. Quiere decir uno que la capacidad del espectador por entretenerse se multiplica, y a menudo la atención se dispersa. Cuando en Centauros del desierto John Ford muestra a la cuñada de Ethan Edwards doblando con mimo la camisa del soldado mientras pierde su mirada en un cielo púrpura no nos está diciendo que es una ama de casa estupenda sensible a los amaneceres, sino que está enamorada de él: que siempre lo ha estado. Uno con los años ha ido aprendiendo a interpretar la seda del cine: su violenta sutilidad, como un río subterráneo que corre furioso bajo la acción lenta y suave de los siglos. El ya clásico "no pasa nada y sin embargo está pasando todo". Uno de los últimos ejemplos de este cine es Whisky, una película firmada por los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Todo en Whisky remite a la decadencia y la frustración. Dos almas en paro rodeadas de crepúsculos inertes y una que se suma a ellas animada por el éxito exterior y cubierta por una ruina moral que ilumina sin fuerza su desapasionada mediocridad, como una bombilla abriendo luz en un sótano repleto de bicicletas en decadencia. Quizás Whisky sea una de las mejores películas de los últimos años: que hablen los críticos. Yo la he recordado y la he vuelto a ver despacio para recordar la sensación exhausta que deja. La vida marchita: el horrible esfuerzo de seguir. Tener que ganar o tener que perder: pobre dilema el que nos aqueja. Y a veces algo se apaga y la oscuridad lo empapa todo: un frío día de julio en Uruguay Pablo Stoll abrió el cuarto de su colega Juan Pablo Rebella y lo halló muerto. Se había suicidado. Tenía 32 años.

Postregua

Lo peor de la tregua es la postregua. Es como el posparto o la posguerra: tiempos difíciles los de la reinserción social. Ha habido pretregua: tres años sin sangre. Hay tregua: jaleo de tambores en las derechitas profetizando ya no la demolición de España, que de eso se ya acusan a Zapatero, sino el fin de los días. Y luego, no lo olviden, habrá postregua: será amarga. Habrá que acercar a los presos y soltar a muchos que no tengan delitos de sangre. No será el precio de la paz: será el resultado de una negociación. Porque habrá que negociar con los terroristas, como en España negociaron todos menos Aznar, que como es sabido fue a Ginebra a ponerle las pelotas encima de la mesa a Mikel Antza (ahora nos recuerda el PP la hoja de ruta: para lograr la paz no hay que hablar con los terroristas, sino que hay que dirigirse a los panaderos para que entreguen inmediatamente las barras). Y una vez resuelto el negociado veremos a la sociedad vasca despojada de las tinieblas de la violencia: y el nacionalismo seguirá empapándolo todo, pero con la legitimidad de una sociedad sin escoltas. No habrá manifestaciones de la AVT y Alcaraz se perderá en la noche de los tiempos. No serán necesarios los guardaespaldas y crecerá el paro: Acebes pedirá la dimisión de Zapatero. Pero, sobre todo, muerto el perro, los gudaris se convertirán en ciudadanos: será el momento de estudiarlos delicadamente, como un entomólogo con microscopio diseccionando una lombriz. Sí, se avecina la paz: Otegi ha echado tripa. La izquierda abertzale se ha hinchado a nueces y a Otegi se la han ido difuminando los ángulos de su rostro y pronto parecerá un muchacho del norte sanote y fuerte cuya único pasatiempo será levantar piedras y acostarse con Carmen Martínez-Bordiú. La paz está en el camino

La DGT advierte: moriremos todos

Uno de los dineros más malgastados por el Estado, además de las subvenciones a los artistas y la habitual partida a la Fundación Francisco Franco(¿no dejó patrimonio suficiente el dictador?, ¿por qué no venden al nuevo novio de la Martínez-Bordiú, al que la prensa insiste en llamar eufemísticamente "chicarrón noblote y sanote. para evitar llamarle directamente tonto), es el que la Dirección General de Tráfico se gasta cada puente para concienciar a los ciudadanos: se paga cara la concienciación. Para no morir en la carretera hay dos soluciones: no conducir, que es lo que hace el director de la DGT, Pere Navarro, o no salir de tu pueblo, como aquel Jesús de Gran Hermano, autor de una de las frases más legendarias de los últimos tiempos en la televisión: "Si el mundo es esto, yo prefiero no salir de Tomelloso".

A los más sensibles les molesta la agresividad de las campañas de la DGT, del corte "esta Semana Santa morirán cien personas" o "usted va a ser el siguiente", todo ello aderezado por la ensalada morbosa de sangre, hierros y demás. Desconozco el efecto que puede causar esto en la gente, pero conozco la efectividad: es nula. Conducir es una actividad de riesgo. Bastante más peligrosa que cruzar un paso de peatones pero no menos que ponerte a follar con sesenta años con el colesterol por las nubes después de darte una panzada de churrasco. Quiere decirse que aquí, quitando al Cid y a Encarna Sánchez, hemos venido a morir todos. Y que nadie sale a la carretera creyendo que por atender el teléfono móvil se le va a ir el coche al carril contrario: eso no hay anuncio que lo impida. El que más y el que menos sabe que un accidente de tráfico no sale gratis: puedes matar, morir o ambas cosas. Y el más borracho entiende a estas alturas que un volante en sus manos es una bomba en potencia, pero también sabe que a él, después de tantos viajes, ya no le va a pasar nada: explíquenle los señores de la DGT al inmune conductor de primera que eso no es así.

Hay respecto a los accidentes de tráfico una creciente alarma social procedente del guante de cifras iniciado por la DGT y recogido con espantoso regocijo por la prensa: en 2005 cayeron éstos, a ver qué pasa en 2006. Si morir es ley de vida, morir en la carretera es una de sus cláusulas más corrientes. De los millones y millones de desplazamientos que se producen en España en un período vacacional de cinco días, que haya 100 muertos entra dentro de las más absoluta normalidad, por más que nos duela perder a alguien en la miseria del asfalto. La mayoría de esos accidentes son de personas que se han subido al volante sin una gota de alcohol en la sangre, en plenas facultades mentales y con carné de conducir: hay excepciones criminales, evidentemente. Ocurre que al conducir nos subimos a unas potentes máquinas que ruedan habitualmente entre los 80 y los 140 kilómetros hora: lo más habitual es llegar a tu destino, pero si se ponen en marcha un millón de coches tampoco es tan raro que haya uno, por lo que sea, que se quede: por un impredecible fallo humano, por un impredecible fallo de la máquina o por los impredecibles designios del azar.

Esas personas, que se ignoran

María Kodama acaba de pasar por los cursos de verano de El Escorial. Tiene el mismo pelo lacio y largo y cerrado que Yoko Ono(la culpa de todo...) aunque en él centellea un luminoso racimo de canas. Hay en las viudas de los genios cierta similitud épica, como si la muerte las poseyera despacio para cubrir el inmenso vacío abierto de pronto en su vida, que no en su bolsillo. A Marina Castaño sin embargo le siguen saltando los reflejos dorados de cierta juventud ya marchita y todavía frecuenta más los cocteles que las conferencias, quizás porque a Marina Castaño le cojean los escrúpulos y ya está de vuelta de todo, o más bien todo está de vuelta de ella.

María Kodama fue a Madrid a hablar de Borges, naturalmente: es de lo que más sabe. Borges es una suerte de escritor de escritores erigido sobre un lector de lectores al que la vejez le robó la juventud, cosa que no es nada extraño porque nos irá pasando a todos, y las imágenes que trascienden son las de un viejecito ciego hablando con su doble en un banco : "Entonces usted es Jorge Luis Borges". Uno de los trabajos más intensos en la vida de María Kodama es acercar a Borges: leyéndola y oyéndola es la forma más humana de meterse dentro de Borges, el hombre, porque el escritor está salvo en sus páginas. "Nunca conocí a una persona que disfrutará más de la vida que él", dijo en Madrid la viuda eterna. Una de las contribuciones más poderosas que Borges ha hecho en la vida cultural española en los últimos diez años es provocar el duelo acerado que mantuvieron, por un quítame allá ese "gilipollas", Pérez Reverte y Umbral, o sea. Otra de las contribuciones de Borges no es suya, pero el pueblo se la atribuye con saña: se trata del poema cuyo primer verso es el famoso "Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores". Hay otro apócrifo atribuido delirantemente a García Márquez, en el que el colombiano relata supuestamente lo maravillosa que es la vida y cosas semejantes: "Sólo alguien que no me conoce muy bien puede creer que escribiría algo tan cursi": son los oscuros milagros de Internet.

Al querer emplearse uno con la obra de Borges sale de ella rápidamente abrumado: a menudo a partir del tercer párrafo, otras veces en el segundo libro. Presumía de los libros que leía y no de los que escribía, pero sabiendo que ha leído tanto a veces nos da pereza leerlo a él: es raro, pero en alguna parte encuentra uno su lógica. Tenemos sin embargo a buen recaudo lo imprescindible, y lo curioso es que nunca se nos olvida. Con todo, de él refulge con intensidad ahora un poema titulado Los justos. Si uno mira alrededor se da cuenta de que es un poema que no envejecerá nunca. Es un faro cuya luz convendría pisar para no caer en las cunetas de la miseria. Acaba así: "El que acaricia a un animal dormido / El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho / El que agradece que en la tierra haya Stevenson/ El que prefiere que los otros tengan razón / Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo".

Trincheras

Salía el otro día Pinocho dando una rueda de prensa en la sede del PP y diciendo que la única estrategia que persigue el PSOE es "acabar con nosotros". Se quiere mucho Acebes y se da mucha importancia: el PSOE tiene capacidad para acabar con muchas cosas, pero lo último que haría sería enterrar a la derecha española, el principal activo de los socialistas en estos tiempos de trincheras. El PP es un espantapájaros en Madrid de peineta, misal y gomina con su millón de manifestantes detrás. Pero peor aún es el PP en Cataluña, País Vasco y Galicia: una factoría incansable de nacionalistas. No creo que esté el PSOE por la labor de acabar con el PP: no le conviene. No importa lo que diga Blanco, lo que balbucee Zapatero ("la lengua, la magnífica lengua catalana", dijo el otro día en el Congreso), lo que desbarre el abuelo Ibarra, incluso la irritante presencia de Carmen Calvo deja de importar: siempre aparecerá en el momento oportuno Acebes, Aznar, Zaplana para recordanos que si no está el PSOE, estarán ellos. Estarán sus enormes mentiras, su soberbia, sus bodas en El Escorial, su mal disimulada prepotencia, su férreo alistamiento y sus toneladas de gomina restregadas por las rocas gallegas. Pero, sobre todo, su bilis: su rencor, su bronca, su mal aliento. La izquierda siempre ha gobernado desde el sectarismo, la derecha desde la bilis y el nacionalismo, que suele ser sectarismo aliñado con bilis, gobierna desde el pragmatismo económico y el patriotismo de banderas, que tiene tela. De estas tres, lo único que mi estómago ya no puede soportar son las ganas de encabronar a la gente, esa querencia por enfrentar a los ciudadanos llevando las opiniones al extremo: esa santa manía de cavar trincheras. No, no creo que al PSOE le interese destruir al PP. Es conveniente que Pinocho siga dando ruedas de prensa. Para que nos acordemos de él. Para que no olvidemos.