"El mito griego enseña que se combate siempre contra una parte de sí mismo, la que se ha superado, Zeus contra Tifón, Apolo contra la Pitón. Inversamente, aquello contra lo que se combate es siempre una parte de sí, un antiguo sí mismo. Se combate sobre todo para no ser algo, para liberarse. Quien no tiene grandes repugnancias, no combate”. El párrafo es de Cesare Pavese (El oficio de vivir, 28 de marzo de 1947). Pavese fue traductor, crítico, poeta y suicida. Entre otros tradujo a Gertrude Stein y Hemingway, de ahí quizás su áspero destino. En esencia, Pavese es el autor de El oficio de vivir: una tragedia en forma de diario que desemboca imparable en un débil manojo de frases y, nueves días después, una ingestión mortal de somníferos en la habitación de un hotel de Turín.
“Cuanto más preciso y determinado es el dolor, más se debate el instinto de vivir, y se debilita la idea del suicidio.
Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo hay mujercitas que lo han hecho. Hace falta humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
No palabras. Un gesto. No escribiré más”.
Hace algunos años publicó Múñoz Rivas un libro en el que trataba de acabar con “la desgraciada imagen del poeta suicida”: un acercamiento a Pavese titulado Aprovechando la mirada en el espejo. De Pavese hay poemas que expresan una belleza simbólica: una extraña sucesión de estados que incluso parecen sobrepasar la soledad (la peor de las soledades, la acompañada) y se refugian en una oscura melancolía.
A Pavese su compromiso político lo convirtió en blanco perpetuo del fascismo de Mussolini, y cuando las cosas parecieron cambiar llegó la peor de las torturas: un dolor que nada tiene de político ni de conciencia. Desde los 17 años tuvo la premonición de un suicidio, antes de los 19 escribió una poesía en la que hablaba del revólver con el que se iba a quitar la vida: luego un amor frustrado hizo el resto. Su pasión por la actriz Constance Dowling fue devastadora por no correspondida. Las alusiones en su diario privado son continuas, más propias de un adolescente (al cabo todo amor verdadero nos devuelve de inmediato a la adolescencia, a la ardiente frontera de la infancia incluso). “No nos matamos por el amor de una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada” (25 de marzo de 1950). Da uno por hecho que Pavese, tan dado a contraponer el paisaje natural idealizado y el paisaje humano real, habría encontrado parte de su esencia en la imagen de estas sombras que se acercan rodeadas de estrellas, que no son sin embargo más que reflejos: ilusiones ópticas puestas al servicio del arte, pero alejadas de la condición humana. Si así fuera, Pavese habría encontrado su naturaleza y probablemente se hubiera rebelado contra ella, como un aprendiz aventajado de los dioses griegos.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribe en uno de sus poemas más célebres. “Esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo. Tus ojos serán una vana palabra, un grito callado, un silencio (...) Para todos tiene la muerte una mirada”. Cómo hacer del suicidio material poético, novelesco, incluso vital. En Pavese la muerte era una calle subterránea que atravesaba sin mucho sentido su biografía y amenazaba con cortarla por lo sano, sin sangre de por medio, en cualquier momento. ¿Por qué no en la habitación de un hotel? Él, que había descrito los parajes más bellos y que no se hubiera sentido extraño contemplando el atardecer en esa playa bordada de falsas estrellas, fue a suicidarse entre cuatro paredes de alquiler. El arte de vivir, dejó escrito, es el arte de aprender en las mentiras.
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