Cuatro emitió el lunes Tres días de septiembre, un deslumbrante documental dirigido por Joe Halderman acerca de la herida dejada por el terrorismo checheno en el inconsciente occidental. Todavía nadie se había atrevido con los niños: no al menos de forma tan directa, omitiendo las campañas regulares de la heroica aviación estadounidense e israelí sobre las megalópolis y poblachos árabes. Entre las sombras del horror que sobrevuelan el metraje de la cinta hay una especialmente delicada: la niña semidesnuda, delgada y alta, sentada fuera del pabellón de los deportes, a salvo ya de la ola de muerte que arrasa el interior del colegio de primaria. Desde la lejanía un fotógrafo capta la bárbara esencia de una impotencia primitiva, a salvo de nada, ni siquiera del destino. En lugar de correr hacia el exterior del recinto, la niña se levanta sin esfuerzo del suelo, y de repente escala la ventana rota por la que había salido y se cuela dentro de colegio. Dos segundos después, estalla una nueva bomba. Y después de un minuto, el techo se viene abajo.
Hubo 350 muertos y la mitad de ellos eran niños. Se dijo en el documental que las llamadas ‘viudas negras’ chechenas que formaban parte del comando no supieron hasta el último momento que el objetivo era un colegio de primaria. A las ‘viudas negras’ las llamaban así por haberlo perdido todo en la guerra de Chechenia: desde padres hasta hijos, pasando por hermanos y maridos. Uno siempre ha pensado que soledad de una mujer es bastante más profunda que la de un hombre: un pozo en silencio y seco, donde apenas se escucha el eco de una moneda encendida cayendo al vacío. Las ‘viudas negras’ se terminaron rebelando y no se sabe muy bien si se suicidaron o las suicidaron. El caso es que a uno de los padres que estaba con sus niños le obligaron los terroristas a coger la cabeza de una de ellas y ponerla junto a lo que quedaba del cuerpo: una informe masa blanda en la que reverberaba la sangre caliente del cadáver.
El hombre perdió a su mujer, y salvó a su hija tapándola durante las explosiones de los suicidas con los cadáveres de otras mujeres: él se puso encima del montón humano a modo de escudo definitivo. Una mujer contó que la segunda noche se murió su hija, diabética, por la falta de alimentos y agua. Finalmente, bajo la amenaza de la deshidratación, acabaron padres e hijos bebiendo sus propios meados, que guardaban en botellas de plásticos prestadas por los terroristas: hay grandes gestos que esos niños no deberían olvidar nunca. Todo desembocó finalmente en un atropellado asalto del ejército ruso. Se entrometieron civiles con armas propias. “No descarto que alguno de ellos, entre el desconcierto, acabaran matando algún rehén”, contó un soldado. El reportaje acabó sombrío, como había empezado, con las habituales imágenes dantescas que suceden a la sangre: la carne devastada, jabonosa, resbalando pantalla abajo. Una pregunta acechaba entonces: ¿qué empujó a entrar a aquella niña? Y finalmente el sonido seco del horror, el eco fatigado de una moneda encendida descansando en las aguas negras de una soledad ya definitiva e inconsolable y atronadora: una soledad de hijos.
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