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viernes, septiembre 1

Whisky

Sólo hay un tipo de arte: el que socava. Brèton dijo: "Yo busco el oro del tiempo". En el cine es más complejo: hay palabras que valen por mil imágenes. Quiere decir uno que la capacidad del espectador por entretenerse se multiplica, y a menudo la atención se dispersa. Cuando en Centauros del desierto John Ford muestra a la cuñada de Ethan Edwards doblando con mimo la camisa del soldado mientras pierde su mirada en un cielo púrpura no nos está diciendo que es una ama de casa estupenda sensible a los amaneceres, sino que está enamorada de él: que siempre lo ha estado. Uno con los años ha ido aprendiendo a interpretar la seda del cine: su violenta sutilidad, como un río subterráneo que corre furioso bajo la acción lenta y suave de los siglos. El ya clásico "no pasa nada y sin embargo está pasando todo". Uno de los últimos ejemplos de este cine es Whisky, una película firmada por los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Todo en Whisky remite a la decadencia y la frustración. Dos almas en paro rodeadas de crepúsculos inertes y una que se suma a ellas animada por el éxito exterior y cubierta por una ruina moral que ilumina sin fuerza su desapasionada mediocridad, como una bombilla abriendo luz en un sótano repleto de bicicletas en decadencia. Quizás Whisky sea una de las mejores películas de los últimos años: que hablen los críticos. Yo la he recordado y la he vuelto a ver despacio para recordar la sensación exhausta que deja. La vida marchita: el horrible esfuerzo de seguir. Tener que ganar o tener que perder: pobre dilema el que nos aqueja. Y a veces algo se apaga y la oscuridad lo empapa todo: un frío día de julio en Uruguay Pablo Stoll abrió el cuarto de su colega Juan Pablo Rebella y lo halló muerto. Se había suicidado. Tenía 32 años.

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