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martes, septiembre 12

Domingos Ejemplares

Como una magdalena proustiana empapada en caldo, el pasado domingo me reencontré con el invierno saboreando los gloriosos momentos que depara la tarde de un domingo en casa, atornillado a las pantuflas y viendo cerrarse el día desde un balcón que pronto abandonaré sin lástima ni apuro. He llegado a la conclusión de que si alguna vez reúno las columnas de prensa que he escrito a lo largo de los últimos años las llamaré, en un grueso volumen, Domingos Ejemplares. No por las columnas, evidentemente, que cualquier cosa son menos ejemplares, y aún lo pretendo, sino por los domingos, que ésos sí me salen redondos a poco que me propongo.

Siempre he tenido una relación difícil con el domingo: el básico, sin complementos. Buena parte de mi adolescencia me la pasé llorando aquello que Sabina cantaba (y cantó de nuevo en Vigo, hace dos meses, prietas las filas) “yo no quiero domingos por la tarde”. Sabina se lo decía al amor, y lloraba uno porque todavía era muy sensible a las cosas del amor y a las cosas del domingo: el día del viaje al pueblo, a pasar el festivo con los abuelos, y la horrible despedida, dejando atrás la niñez como a un perro abandonado. Ahora es el domingo un día esencialmente de periódico, y casi lo preferimos así: cuando trabajo, porque estoy dentro de él, y cuando no trabajo, porque los leo con minuciosidad, como un jubilado al que regalan ocho de horas de buena vista. Sin embargo, la conciencia del buen domingo, del domingo domingo (¡del domingo ejemplar!) se evapora con el verano, cuando todos los días pasan a ser, en esencia, iguales. Tan sólo alguna carrera de Fernando Alonso o la emisión en directo de la santa misa (de esto hablaré mañana: el domingo La 2, que pagamos todos, me despertó con el Angelus) nos recuerda que bajo el sol de agosto late el cotazón herido de un domingo huérfano.

Hasta que ya, por fin, me reencontré con el eterno domingo de un invierno. El de toda la vida: el domingo que llevamos mamando desde críos. El soniquete de los goles, la moviola, la ronda y Pepe Domingo Castaño haciendo el cafre, y cuanto más cafre, más real: el animador perfecto, el pesado anti-pesado. Esa es la pasión de un dominguero sin pretensiones: la paz interior de un hogar desordenado y una radio silbando goles en una habitación, con la quiniela al lado. La quiniela es imprescindible: sin ella, el carrusel se desinfla sin interés, y empezamos a odiar en secreto a Pepe Domingo Castaño y al talonario Bancotel. En realidad, empiezo a comprender (comprendo) que del domingo lo que realmente nos mueve es la posibilidad, ínfima, de sacarnos de pobres.
Eso, y la magdalena proustiana. Porque el domingo, casi sin darme cuenta, sucedió algo extraordinario. Fue un dèja vu tan violento que por un momento incluso saboreé la infancia, si algo tan abstracto se puede saborear (y probablemente Adrià ya lo ha conseguido). Fue en mitad de la jornada, bajo la estridencia de la radio y con la quiniela a medio tachar, cuando empezó a oler a caldo: ¡era el olor de los domingos de mi infancia!, cuando volvíamos del pueblo cualquier día de mediados de los 90 con la olla del cocido en el maletero, con los goles de Zamorano cayendo en cascada mientras García le montaba el pollo a Estrada, y miren dónde está ahora Estrada, ¡y miren lo que gasta!

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Pepe, un purito!