Me he trasladado! Redireccionando...

Deberías ser trasladado en unos segundos. De no ser así, visita http://www.manueljabois.com y actualiza tus enlaces, gracias.

miércoles, octubre 31

Bingo

Antes de entrar en el bingo (Cobián Roffignac y diez de la noche de un sábado, liquidada una botella de licor café en un piso cercano: de ahí la extravagante tentación) entregamos el carné, vuelta y vuelta delante del portero, y luego esperamos nuestro turno y salimos al otro lado: al lado del juego, de los matrimonios maduros pasando la noche, separados de la ciudad por unas cortinas pesadas que le dan a la historia un aire horrendo a puticlú. En la mesa pienso durante un segundo en Manuel Vázquez, a modo de homenaje: aquel dibujante ya muerto que hizo varias tiras que llamó después Vámonos al bingo, y que me divirtió de niño. Pasada la nostalgia se pide una ronda de copas, por lo general, y llegan los cartones y así debe funcionar el Universo

El sábado fue la segunda vez que entré en el bingo. En la primera, hace unos años, me animaron mis amigos a cantar la segunda línea, porque así era el reglamento, y debía de hacerlo además de pie y con voz Marcial (Ruiz Escribano). Sujeté la emoción hasta que marqué el último número de mi primera línea, cuando a toda la sala debía faltarle ya una bola para bingo. Me salió un “¡línea!” tan definitivo que a punto estuvieron de meterme la cabeza dentro del bombo. Se paró la multitud (oía sus respiraciones agitadas, como búfalos interrumpidos durante un coito inmenso) y la mesa se pobló de amenazas invisibles que nos dejaron paralizados. Pero, y he aquí lo que me tiene encantado del bingo, siguió el bombo p´alante dando vueltas y siguió la vida como si tal cosa: ya podía haber un tiroteo.

Entre mis grandes vicios, cuya intrépida bandera es devorar panceta cruda separándola delicadamente de la piel para juntarla con pan aún caliente, no está el del juego: sorprendente, pero uno aún no es rico. Además, suelo ganar cuando juego. Hace unos años entré en el casino de A Toxa con trescientos euros y salí con mil: para alguien educado en la trascendencia del fracaso, eso es frustrante. Resolví unas Navidades, pero casi echo por la borda un ideal poético. El bingo, a botepronto, es un ambiente muy sui generis, alejado de las viejas en zapatillas y con cestas de monedas que se sentaban en la sala de General Mola y más lejos aún del ambiente prostibulario que se debe respirar a veces en el Casino, visitado en ocasiones por mocosos de veinte años que hacen dinero con la cocaína. De las dos veces que visité el bingo guardo algunos (lógicos) apercibimientos y un fresco poco interesante: gente de a diario echando cartones como quien compra el pan, por el placer de consumir una rutina; solitarios (probablemente) enfrascados en teorías matemáticas delante de varios cartones; ninguna mujer sola sorbiendo las lágrimas de un fracaso; una pareja de inmigrantes (paquistaníes a primera vista) mirando el tendido; y luego un grupito de borrachos que necesita hacer tiempo en un lugar caliente y mal iluminado, tachando números más por el placer de beber a gusto que por el placer de completar un cartón, por poco que prometa.

Se rescata, en fin, la música del azar: esa cantinela de “treinta y dos: tres, dos” y el bombo rolando, como rola la vida, mientras uno tacha los números, los huesos de las aceitunas y lo que le echen en el plato. Uno salva pocas cosas, pero hay un lugar espléndido reservado a la elegancia: tener el bingo, y los huevos de no cantarlo.

lunes, octubre 29

Una hora más

Bill se sorprende cuando Beatrix le golpea en los cinco puntos exactos que hacen estallar el corazón.

–¿Por qué no me dijiste que te lo había enseñado Pai Mei?, pregunta con el rastro de sangre en la boca.

–Porque soy una mala persona.

–No, no eres una mala persona. Eres mi persona preferida. Pero a veces puedes ser una auténtica zorra.

En Kill Bill, que ha ofrecido TVE estos domingos por segunda vez en dos años, parece quedar claro que esos golpes en el pecho de Pai Mei ofrecen un resultado definitivo si uno camina luego cinco pasos, que Bill da tras acicalarse un poco: la Parca exige algo de decoro. Pero yo me pregunto: ¿por qué no se sienta Bill en el césped y repudia su destino? ¿Qué haría entonces nuestra moderna asesina nata, nuestra Supermán emboscada en un chándal amarillo? ¿Le pegaría el tiro de gracia o se haría a sí misma el golpe fatal y se sentaría junto a él, a ver pasar la vida en ese césped tan mono y esperar a que B.B, como hija de dos asesinos perfectos, crezca según lo dispuesto por la Naturaleza y los ejecute de un tajo limpio en el pescuezo cuando cumpla los doce años?

No hay respuestas, al menos de momento. Uma Thurman se larga conduciendo y la cinta nos refresca la memoria poniendo el reparto: sorprendentemente, TVE respeta el formato y no pasa la katana. Pude ver así de nuevo a Chiaki Kuriyama, esa maravillosa pirada asesina de la que esperaba un triunfo que le desmontase la película a Tarantino: el triunfo de la Adolescencia, y su despiadada ausencia de engolamiento. Mi Chiaki no hace preguntas ni se para en venganzas épicas, quizás porque no tiene un sentido literario definido: qué daño nos ha hecho la Literatura. Por momentos hasta me recordó a Zé Pequeno, pero sin la angustia social que oprimía al asesinillo de las favelas. Él quería ser importante y respetado: una vulgaridad. Chiaki es deliciosamente brutal, y su violencia no es un medio, sino un valiente fin. “Bien por ella”, murmuré antes de dormirme en el sofá.

El fin de semana ha dejado una hora más en Pontevedra, y el otoño sigue seco y sin noticias. He buscado estos días el calor de las viejas rutinas, y estoy teniendo suerte: B. me dejó hace unos días sobre el teclado el último libro de Fernando Savater. Se titula Diccionario del ciudadano sin miedo a saber. Ella me había mandado un trailer por sms: “La verdad es que una persona de izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero sólo como un cura puede ser ateo: contradiciéndose”. Del libro, que se lee en unas horas y es particularmente instructivo, escribiré pronto. Se presenta muy bien, con la frase de una viñeta de El Roto: “¿Usted todavía piensa o es un ciudadano normal?”.

Las rutinas también me devuelven la hora habitual de leer en internet: pocas pero muy señaladas bitácoras, y alguna excursión que me deja en el blog de Jaureguizar. Hay dos post enjundiosos pidiendo el Nobel para Manuel Rivas, pero prefiero una primera frase en otro post que debería estar enmarcada en las galescolas: “Hai poucos escritores españois que eu lembre con admiración”. Salva a Pío Baroja, de quien Umbral dijo que era anterior a la sintaxis, y a Pardo Bazán. Yo entiendo que uno pueda obviar a Lorca, Machado o a Valle Inclán, por no irme a Cervantes, pero no admirar a Maruja Torres y José Ángel Mañas ya me parece una provocación.

domingo, octubre 28

Gitanada Nui

Me está empezando a enternecer esa reacción masiva, asamblearia y dignísima de esta nuestra comunidad en la lucha por evitar la llegada a los terruños provinciales de los gitanos-chabolistas-trapicheros: la Gitanada Nui, para entendernos. En Vilarchán los vecinos ya hicieron algo insólito: hipotecarse. No por la puridad de la raza, que podía ser, sino por la sospecha de que una familia se instale allí y monte el tenderete de la drogaína. Y desde entonces, las parroquias de aquí y allá empezaron a movilizarse y velar armas: guardias nocturnas, bajo el calor de la hoguera, en las frías noches otoñales. Un rumor en Poio hizo que un destacamento militar se dirigiese al Concello a primera hora para poner los puntos sobre las íes: en la parroquia, gitanos los justos. Pero todavía no se había organizado una asamblea delirante en Lérez cuyo único punto del día era espectacular: por si acaso. Es decir: los gitanos-chabolistas-trapicheros no buscan casa allí, pero más vale prevenir. “Queremos que sepan que van a ser recibidos con hostilidad. A quienes se atrevan a venderles se les verá mal, porque serían los causantes de la creación de focos conflictivos en una parroquia que hasta ahora es muy tranquila y sana”. Hombre, tanto como sana con esas asambleas y concentraciones no sé si será decir mucho. Lo que está claro que es esta gente, potencialmente, no tiene futuro en la reinserción social. A los gitanos-chabolistas-trapicheros se les derriban los palecetes de O Vao y se les manda por ahí a buscarse un techito de Dios. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Los mandamos a todos para Rumanía? ¿Qué propone la justa asamblea? Y me dirán: meterlos en tu casa, demagogo del carajo. Pero hombre, pero hombre: si me acabarían echando ellos a mí.

jueves, octubre 25

Olla

La olla, con sus idas y venidas, a veces por mera omisión, ha sido siempre la tradicional responsable de las más exquisitas conductas. Menos mal que a veces aparece una cámara para retratar sus fugas y señalar con el dedo delante de toda España a sus queridos acusados. Miren al chico ése que el martes recibía a los periodistas en la puerta de su casa, en pantuflas, como Doris Lessing. No me digan. Le faltó invitarlos a todos a tomar el té y explicarles, delante de Bautista, masticando vagamente una pasta y apartando con dulzura la guinda, después de sorber muy despacito el pocillo de colección mientras el reloj carrillón da las cinco, que él no le da una mano de hostias a las niñas por racista, sino por borracho y se la va la olla, y que además no se acuerda de nada así que viento. La prensa nacional le dio ayer trato preferente en portada, disputándole el trono a Al Gore. Quizás no fue casualidad: el cambio climático hervirá ejemplares peores. Ha habido a quien le revolvió las tripas la pasividad del pasajero del primer plano, que parecía moverse entre el estupor y una muy cuidada cobardía. Quizás prudencia, tanto tiene. El chico se acercó después a la agredida y le aconsejó que fuese a Comisaría. Probablemente él marchó a un lugar peor: al lejano territorio de la culpa, allá donde los hombres ponen a lavar sus trapos sin consuelo. Qué sabía él. Lo denunció el Gran Hermano, y ni siquiera le dieron la oportunidad de pixelizar sus rasgos. “No pensó que media España (entre ella sus parientes, sus amigos, y tal vez su novia) estaría opinando ahora sobre su valor”, escribiría al día siguiente Arcadi Espada. La televisión siempre acaba violentando nuestra conducta. Delante de las cámaras el criminal no le hubiera pateado la cara a nadie y el pasajero se hubiera levantado a embestir, no tanto por él sino por la audiencia. Fíjense en el contrasentido: con la grabación convenientemente preparada ni uno ni otro habrían hecho exactamente lo que hicieron, que es precisamente lo contrario que, en ese ciego mundo de la ética, había que hacer. A ese debate sólo le hacía falta la voz de la víctima, que dijo algo muy extraño en su Radio Caracol: “Se ve que era un racista, porque me decía inmigrante para arriba, inmigrante para abajo”. Es complicado exigirle a un tipo así que diga una palabra que vaya más allá de las tres sílabas. Hubiera sido más sencillo “negra”, “sudaca” o “puta mierda” que seguro que las pronuncia como Dios. No inmigrante, que es una palabra para los políticos y no se le dice a nadie cuando le levantas la mano. Pero a mí lo que me da miedo no es él, precisamente: vive uno rodeado de ellos a poco que mire aquí y allá. Tampoco el interlocutor con el que habla por móvil, al que poco caso se la ha hecho y al que habría que rastrear y encerrar con él, por parvo. Me da miedo la cámara: su ausencia. Lo que será de la vida cuando nadie la graba, y las hostias impunes que llueven por ahí como panes, con espectadores o sin ellos. Y las explicaciones, en fingida rueda de prensa en esa escena campestre en la que se echa en falta un gato, que buscan el atenuante de gracia. La excusa de estar borracho, aunque no lo estuvieses cuando te emborrachabas. Y la olla que se le va y que se le viene: inmigrante para arriba y para abajo. Agua dulce, agua salá.

O Eixo

Xa houbo a quen por violar un rapaz caéronlle 6 anos de prisión e quen por violar á súa fillastra tivo parecida condena. E non sabemos que lle pasará a ese neng ao que se foi a olla borracho e pateoulle a cara a unha rapaza porque era ecuatoriana. Unha ecuatoriana mentirosa, engadíu xa na porta da súa casa, en pantuflas, atendendo á prensa como Doris Lessing hai dúas semanas. A Xustiza ás veces ten maneiras moi suaves. Mesmo lembramos de Barrionuevo, condenado por montar un tenderete antiterrorista con Mortadelo e Filemón como axentes principais, os seus paseos polo patio da cárcere para manterse en forma: cousa duns días. Houbo xente que non tivo tanta sorte cando chegou o momento de sentarse no banco. Por exemplo, no Eixo, a parroquia compostelán onde se cotiza unha agresión a un policía a 7 anos de cárcere e 156.000 euros de multa: xa tiveron que ser unhas boas hostias. O caso é que o Goberno de Non nos Falles négalles o indulto aos tres condenados aínda que van xa para nove anos daquelo e non hai rastro de delincuencia entre eles. Máis de 12.000 firmas piden un perdón necesario. “Se finalmente van ao cárcere iremos con eles ata alí e loitaremos por liberalos”. É unha boa idea: lembra ao mesmo Felipe González en Guadalajara, berrando perdón, xustiza ou vaia a saber que. A súa xente non durou moito alí, e a condena era por secuestrar un vello inocente: por riba, chapuceiros.

miércoles, octubre 24

Todo muy borgiano

De la lectura desapasionada de Borges me quedó cierto encanto por la figura del otro. El otro yo, se entiende: el que convive con nosotros, a menudo compartiendo espacio y tiempo. No era así el otro de Borges. En su famoso relato, el escritor argentino se encuentra con sí mismo: pero su otro más joven, muchos años antes. “En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror”.

Ya he dicho en alguna ocasión que uno de mis poemas de cabecera, que funciona casi como guía moral, es Los justos, que acaba así: “(...) El que acaricia a un animal dormido./ El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. / El que agradece que en la tierra haya Stevenson. / El que prefiere que los otros tengan razón. / Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. A pesar de esto, y de su venerada y santificada figura, no soy un apasionado de Borges: no soy devoto de su literatura como puedo serlo de Cortázar, de Onetti. Pero recuerdo haber leído con placer Historia universal de la infamia y he vuelto a ratos, interrumpiendo alguna lectura incómoda, a las Ficciones o al mismísimo Aleph.

Leí el relato hace dos días y hubo algo que me llamó la atención. Borges, que es Borges en el relato, comienza así: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”. Esa sensación de pérdida tan resentida: nada se para, todo sigue funcionando con tierna exactitud, con los días acumulándose en el mismo y suave ejercicio. La había visto / leído en alguna parte. Y pronto supe cuándo: fue Adolfo Bioy Casares escribiendo de la muerte del propio Borges, muchos años después. “Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez”. También el incesante y vasto universo se apartó de Borges, y aquel cambio fue el primero de una serie infinita. Los primeros pasos sin Borges habían sido antes los primeros pasos del propio Borges sin Beatriz Viterbo.

Todo exquisitamente borgiano, desde luego.

martes, octubre 23

El pobre

El híper no se inauguró el día de los fastos, sino el día anterior, cuando llegó el primer pobre. El pobre se acercó a primera hora, por probar, vio la puerta de Santa Clara sola y se puso allí como sin querer, a la que cae. El que le dio entidad, cuerpo, al híper, es el pobre que hace las veces de portero y casi de padre. “¿Oiga, y a la cafetería por dónde se entra?”, le pregunté al pobre. “Por la puerta de arriba, chaval”. Era un pobre tradicional de los de cartelito de cartón, diciendo que no tenía trabajo, que la vida es una perra y que España va bien para siete espabilados. Era un pobre digno, de los que no tenían previsto acabar pobres, de los que esto les pilla de sorpresa, con el pie cambiado. Miraba para aquí y para allá, aclimatándose al barrio y a la clientela. Luego te acercabas a él, así por curiosidad, porque lo veías novato, y te decía que su familia está hecha polvo, que él se ha quedado en el paro y maldecía ‘Los lunes al sol’, porque si querían ayudar a los parados que le diesen un papel a él, y no a Bardem. Asentí en silencio y le di un euro (“es español”, maticé, “fíjese en la papada del rey, qué bien alimentado está”). Y luego entré en el híper, que es un híper aseado, cómodo y familiar, donde la gente aún anda a tientas apurando la oferta del detergente, rastreando los ultramarinos, tachando a cada rato la lista de la compra. Afuera el pobre juntaba para el pan o para la estufa, aceptando la lógica interna de las cosas. “Estoy muerto de frío”, me dijo al salir. “Y aún gracias a Dios”, soltó, “porque he conocido a otros que se han muerto de pena”.

Tardan las cartas

Correspondencia

lunes, octubre 22

¿Hay vida después de Lobato?

Hay dos momentos trascendentales en la historia de la Fórmula Uno en este país: la ascensión al estrellato de Antonio Lobato y la aparición, bajo su fulgurante sombra, de Fernando Alonso. El domingo ambos fenómenos paralizaron España y nos dejaron varios momentos irrepetibles. No es Lobato un prodigio de la imparcialidad, pero tiene un sentido del espectáculo fabuloso. Si la cosa le va mal en Telecinco siempre podrá cubrir los partidos del Madrid para el Sport. Además la televisión exige emociones, y el periodismo está a otra cosa. Eso la audiencia lo valora, porque lo normal es que después de las dos primeras curvas media España eche la siesta y la otra media agite el mando a distancia: sólo los tralleros de domingo prolongan el vermú al calor del bar. Y Lobato hace lo que puede, que no es poco. Algún día España reconocerá que la entrada de la Fórmula Uno en nuestras pequeñas vidas no ha sido tanto obra de Alonso sino de Lobato: sus minuciosas explicaciones, sus didácticos reportajes y la narración, estupenda, de las carreras. Escribo sin rastro de cinismo, aunque a veces me cueste tomarme en serio: a mí el trabajo de Lobato, por encima de las posibles consideraciones homoeróticas que se le atribuyen en su relación con Fernando Alonso, me parece imponente. Luego está el personaje, que es inherente: Telecinco desplaza a los circuitos un equipo brillante, pero rídiculo por escaso, y a Lobato le toca quemarse en pantalla. Da igual. Incluso ese tonteo en directo, como un feliz Gran Hermano, que se trae con el piloto. Durante las primeras temporadas despertaba controversia y a algunos cierto repelús. El domingo comprendí, al verlo en esa pista enorme paseando con su mochila y sus enormes cascos, que si no lo quiero es de milagro. Estuvo en plena forma. En una de las conexiones con Oviedo centenares de aficionados daban su aliento a Fernando Alonso. Al volver a Lobato, asturiano también, la cámara lo atrapó emocionado: se le escapó un gallo, y se hizo el silencio. Minutos después, con Alonso a punto de meterse dentro del coche, el periodista le acercó el micrófono. A la habitual ristra de sonrisas, guiños y complicidades encriptadas le siguió una petición inédita: “Fernando, pase lo que pase cuando estés ahí dentro, al salir de ese coche resérvame un abrazo”. La amistad pudo con el periodismo: cosa de las pulsaciones. El día anterior le regaló un titular impagable a El Mundo: “Alonso es la droga y yo la metadona”. Ya en carrera, narró trepidante la salida (está en Youtube, rememórenlo porque merece la pena) y después, con el parón de Hamilton (no quiero imaginar la reacción ultra si ese fallo le ocurre al McLaren de Alonso: probablemente se viese en la misión sagrada de salir a la pista a empujar él mismo el coche y echarse después encima del inglés) soltó una frase que firmaría el mismísimo Andrés Montes, y que repitió con énfasis: “¡Hay vida después de la muerte!”. Probablemente llamaron en ese momento a Telecinco varias comunidades cristianas para felicitarles por el mensaje. Ayer Mediapro anunció que sacará a concurso los derechos televisivos de la Fórmula Uno a partir de 2009. Huele a LaSexta: a Milikito, que diría Montano. Y a Andrés Montes y su vida maravillosa, por no decir directamente loca. Sacar de las pistas a Lobato sería un crimen: para él y para nosotros. Va en el paquete. Roures: Lobato va en el paquete.

La vida privada

El divorcio de Sarkozy mereció una página impar de Internacional en El País: la trascendencia vista desde una perspectiva global . Y un día después de las huelgas en Francia el interés periodístico estaba más pendiente del corazón partido: un reportero de Le Monde le preguntó al presidente de la República qué tal estaba después de su divorcio. Sarkozy afiló la respuesta: “Ojalá Le Monde se apasionara tanto por Europa como por mi matrimonio”. Un dirigente con un poco más de cabeza le hubiera contestado con más énfasis: “No se preocupe por mí. Tengo los huevos llenos de amor”. En su momento Billy Wilder había levantado cierta polvareda con La vida privada de Sherlock Holmes. Allí el director de cine le echa el ojo a Holmes fuera de su ámbito público, ajeno a los casos que le hicieron famoso. Se ve a Holmes mortalmente aburrido consumiendo cocaína y lanzando algún comentario misógino. Holmes es ficción, pero representativo. Cuando un hombre conquista el reconocimiento público gracias a su trabajo el interés se desplaza progresivamente hacia el lado contrario. La fe mueve montañas, pero la camas las tritura. He visto el divorcio de Sarkozy en programas ejemplares cuya función pública es revelar el sudor de la bragueta de un torero: su lugar natural, en un grado de jerarquía mayor por ser ella nieta de Albéniz y él hijo de un emigrante polaco. Lo que no me esperaba era la repercusión geopolítica de su ruptura el mismo día en que los sindicatos franceses paraban el país y a Benazhir Butto la recibían en Pakistán con una traca de escándalo. El susto duró poco: la primera dama concedió una entrevista para dar sus razones y poner el país a andar. “Un día la pareja ya no es la cosa más esencial de tu vida: ya no funciona”, dijo. Estremecedor.

viernes, octubre 19

Quisquillosos

Telecinco ofreció ayer a través de Caiga quien Caiga una somera descripción del bullicio nacional que se está gestando en los sótanos de la derecha, alborotada por las llamadas al terror que periódicamente llegan a través de la radio, cuando no directamente del Congreso. Un reportero se metió en las tripas del público que jaleaba la Fiesta Nacional: de cada cuatro entrevistados, dos eran fascistas. No porque a mí me lo pareciesen: lo decían ellos directamente, a veces sin siquiera mantener las formas. “Tú qué eres, ¿un rojo de mierda?”, le espetó un señor al cámara. “¿Por qué?”. “Hombre, pues con esas melenas ya me dirás tú”. El citado dijo sin empacho que no creía en la democracia, que lo que se necesitaba en España era una dictadura militar para que todo estuviese en orden. Otros prefirieron callar y limitarse a tirar la bandera preconstitucional a la cámara. Hubo un hombre muy simpático que levantaba la Constitución entre gritos. “Zapatero quiere acabar con España: destrozarla por todas partes”. “¿El presidente del Gobierno español quiere acabar con España?”. “Por supuesto”. “O sea, desde dentro, como el caballo de Troya”. “Sí, algo así...”. El periodista señaló la Constitución que el hombre agitaba y le preguntó qué le parecían las banderas franquistas que le rodeaban. Hubo un silencio de treinta segundos, hasta que el reportero dijo:

-Chiquilladas, ¿no?

-Sí, chiquilladas.

El éxito de la semana, sin embargo, no fue ése, que lo tenemos ya muy visto: es el caldo de cultivo de las correas legionarias de la ultraderecha mediática, tan cariñosamente activa. El éxito fue Carod en TVE. Ayer José de Cora recordaba que en Avui al Rey nunca se le llamó Juan Carlos, sino Joan Carles: o sea que el quisquilloso independentismo catalán trabaja según las circunstancias. Cierto es que la maleducada señora de Valladolid quería provocar, pero no pude evitar imaginarme a Carod invitado en una televisión alemana: el presentador germanizándole el nombre, integrador, y Carod babándose con una sonrisa servil y agradecida.

jueves, octubre 18

Vilarchán

Os veciños de Vilarchán, unha aldea de Ponte Caldelas, veñen de xuntarse para comprar unha casa e impedir a instalación dunha familia xitana que xa tiña pagado o sinal: dise moito do vendedor. Alegan os veciños o medo de que se instalen alí todos os exiliados do poboado pontevedrés do Vao, recoñecido supermercado provincial da droga. A unión dos pobos soe ser a man executora das máis deliciosas inxustizas, e o medo o seu inconfundible motor. Os xitanos nunca tiveron bo cartel, pero peor o teñen os pobos cando deciden xuntarse. Estas sospeitosas unanimidades sempre me lembraron a Woody Allen e aquela cita: “Os estudiantes unidos non poderán saír pola porta de clase”. Probablemente haxa entre os veciños de Vilarchán preitos de terras e cuñados que non se dirixen a palabra, pero os xitanos son unha forza superior que ameaza o seu limpo ecosistema: ombro con ombro, e a rascar o peto. Se a hipoteca fora para facer da casa un centro cultural ou para darlle un fogar a unha familia en ruína había que velos a todos en asemblea. Pero está en xogo o futuro da aldea. Non é cousa de ver pola rúa aos rapaces en calzóns buscando pegamento e repartindo papelinas. Racismo non é, din eles: pero non os queren. Aí están as frías vértebras do problema: que non é racismo, efectivamente, senón sospeita. Baixo eses prexuízos non funcionaría o mundo. O anuncio de Gadis olvidouse diso: a violenta desconfianza deste noso Dogville.

martes, octubre 16

Planetario

El Planeta es un premio que interesa mucho más por lo que sugiere que por lo que acaba siendo. Quiere decirse que seduce más el cásting que recorre los medios en los días anteriores que la traca de la elección final, chisporroteante y efectista, lacaya de la exigencia mediática y comercial de los grandes almacenes: el Noche de Fiesta del late night literario. A menudo la literatura se lo pone fácil a Lara: suele trabajarse una prosa El Corte Inglés bajo un rostro familiar y cercano, y acaban todos los ejemplares envueltos en papel de regalo debajo de un abeto. No sé si ha sido el caso. Los nombres lanzados por la propaganda prometían combinaciones felices: ahí estaban Antonio Gómez Rufo, Boris Izaguirre, Juan José Millás y Fernando Savater saltando de un lado a otro en el bombo de la suerte. Soñábamos con una noche mágica de Champions: Izaguirre levantando el Planeta y Savater finalista. El triunfo absoluto de la Ficción: la megalómana respuesta editorial a los desafíos de la vida. Y ahí queda la gira promocional que no pudo ser: Boris zapateando sobre las mesas enseñando la bragueta mientras Savater se coloca las gafas con una sonrisa flácida y rellena boletos del hipódromo. Lara no anduvo fino: no vio el negocio. O eso, o Savater está para otras cosas, seguro menos importantes que el Planeta. Una agencia de noticias incluyó también a Javier Marías, y aquello fue el delirio: Marías, finalizada su trilogía de mil y pico páginas hace tres semanas, ganador del Planeta. Marías escribiendo el último volumen de Tu rostro mañana, donde evoca a amigos cercanos y muertos e incluso a su padre, también muerto, con ese rigor envolvente de la que dice su mejor obra, y fabricando de paso un Planeta a mano cambiada para sacar una tajada. Luego en algunos diarios leí que el que sonaba era Fernando Marías: sería eso. El premio se lo dieron a Millás por El Mundo, una biografía novelada de la infancia de Pedro J. Ramírez. Hace ya algunos años que no sigo a Millás en prensa. Lo dejé con Aznar y hace poco volví a leerlo y tuve que mirar la fecha de la cabecera: seguía con Aznar. Millás fue una época feliz y de sus columnas mamé con delicada fruición. Eran los años de Aznar, efectivamente, y todos andábamos un poco con aquello. Luego Aznar se fue y Millás le dio paso también a Rajoy y sus héroes del 11-M, que venía a ser lo mismo. Pero ya no estaban en el poder, ni el uno ni el otro, y sus artículos caducaron repentinamente: dejaron de tener sentido, como el propio PP. Siempre me costó comulgar con ruedas de molinos, incluso de aquellos a quienes imitaba sin empacho, caso del propio Millás. No digo yo que no haya que criticar al PP, pero hacer de eso una forma de vida es algo verdaderamente muy extraño, como diría el propio Millás. La soledad era esto, Tonto, muerto, bastardo e invisible y El orden alfabético son novelas que a mí me gustaron mucho, especialmente la primera. No dudo del Millás literario, así que a lo mejor estas Navidades me compro un abeto. A Boris Izaguirre lo dejaron finalista por dos razones: por ser Boris Izaguirre (ya podía haber escrito la Ilíada, que no ganaba: bueno, con la Ilíada el Planeta no lo gana nadie) y porque en El Corte Inglés lo conocen todos.

Cuando era niño escuché morir a Dios

Lo recordé de la forma más tonta, mientras pensaba en mi primer negro leyendo el blog del periodista Guillermo Pardo. Pardo relata en su bitácora la primera vez que vio a un negro y el curioso impacto que eso supuso en la Galicia de su época para un niño de diez años. Mi primer negro debió ser cualquiera del mercadillo de Sanxenxo, de los que vendían gafas de sol, carteras de piel y pulseras de cuero en el paseo de los Barcos del viejo puerto. Eran negros puros, sin descafeinar, arrancados a mis ojos de la turbulenta selva africana. Pensaba en eso (en la vasta negritud, y sus titubeantes primeros pasos en mi vida) cuando recordé también la primera vez que me temblaron los labios delante del televisor, afinando ya emociones. Pasaban una película del Oeste y yo debía de tener muy pocos años, pero ya era católico e incluso sentimental: feo ni entonces. El argumento llevó a dos vaqueros a una de aquellas inmensas llanuras bajo el sol del desierto. Forcejeaban con una pistola duramente, con ese esfuerzo inhumano y sudoroso que suele pringar las escenas de combate cuando cierran la película. Me recuerdo con esa limpieza natural con la que uno se recuerda de pronto, pasen los años que pasen: sentado en la alfombra de la casa de mis abuelos, atendiendo lleno de razón, sin pesarme los años y el destino. Mucho tiempo después, en la adolescencia, me duché en esa misma casa y me dije: has de recordar siempre este momento. Y todavía lo guardo, incluso las canciones que escuchaba, en algún lugar limpio y bien iluminado. La pelea de los dos vaqueros llevó el cañón de la pistola a apuntar el cielo en ese pulso inequívoco de la Historia con la gloria de la muerte. De pronto uno de los dos apretó el gatillo. Se hizo el silencio y los dos vaqueros dejaron caer la pistola y se cruzaron miradas a los ojos. No se movía una mosca en todo el Far West y yo apenas pestañeaba en aquel salón que se me hizo, como la vida, enorme. Recuerdo haberme paralizado (esa parálisis infantil, llena de estupor) mientras le daba vueltas a conceptos vagos y hasta entonces dichosos que se desmoronaban de golpe. Yo ahora supongo que se había malgastado la última bala, pero entonces pensé que habían matado a Dios

domingo, octubre 14

Los normales

Mariano Rajoy se hizo muy famoso en su país, España, cuando proclamó la apabullante doctrina de su organización política, el PP. Dijo que a la gente no le importa la memoria histórica sino las hipotecas, el precio del pan, los sueldos y el día a día. En otro momento dijo algo brutal que todavía resuena en los salones de la Historia, como el I have a dream de Luther King: “Queremos ser un país normal de gente normal. Éste es un partido normal”. Y esto último lo dijo Rajoy señalando las siglas, por si alguien pensaba que hablaba del Betis-Palamós. De aquella normalidad trascendental, de la que se empaparon los acólitos en manifestaciones repletas de cánticos normales, tipo “Zapatero terrorista” y “santo, santo, santo / yo te canto / santo de mi devoción”, llegó en pocos meses el éxtasis: un vídeo estremecedor en el que Rajoy volvió a hablar de lo que realmente le importa a los españoles. Ésta es su normalidad, vista en perspectiva: que por un día los españoles manifiesten su orgullo de serlo y que hagan algún “gesto que muestre lo que guardan en su corazón”. Ahí está el precio del pan y la subida de las hipotecas: el día a día, vamos. Y sobre todo el orgullo de haber nacido en España, después de nueve meses de dura lucha. La avalancha de normalidad se cerró con una petición: honrar y exhibir la bandera. Yo debo estar entre los españoles que prefieren honrar a un váter: me ha sacado de muchos más apuros. Pero esto probablemente no es normal: más bien, lesa traición. Sí lo es ver a Rajoy envuelto en naftalina en ese vídeo que a tantos le chirría. No va a chirriar, si le faltaba el bombo.

miércoles, octubre 10

¡Estaban agitando el árbol!

No he podido evitar un respingo al saber que Joseba Permach pasó destrozado su primera noche en prisión. La visión de Permach, el joven Permach, deshecho en llanto como Marisol Yagüe en su celda, pasando las cuentas del rosario y temiendo la llegada de la noche, es algo descorazonador. Deja la impresión de una travesura que ha ido demasiado lejos, como un pandillero al que llevan engañado al atraco a una farmacia. Como si todo esto al chico se le hubiera ido de las manos, y se encuentra de pronto frente a la dirección del colegio, amenazándolo con una expulsión definitiva. Cualquier día se presentan allí sus padres, pagan la fianza y se lo llevan de la oreja a casa: “se acabó esa mierda de Batasuna y la hostia”. Orientándonos por su biografía, se comprueba que Permach es un chico más de escaños que de pistolas: fue un concejal madrugador y no le dio tiempo a conocer de primera mano las tripas de la actividad que defiende, si no fomenta. Es un chico educado desde muy temprano en el ‘lamento, pero no condeno’ y demás alharacas puestas al servicio de la infamia. Ya saben: el sonajero de Batasuna, tan similar en su espesura a la matraca de Ibarretxe que describe Peridis. Si hasta Amancio Ortega puso a su niña en una caja de Bershka antes de empezar a frecuentar despachos. Permach debió educarse en la soberbia pulcritud de un destino ya trazado: es nuestro Lewis Hamilton de la kale borroka. Puestos a elegir cobardes, casi prefiere uno al que se fue de casa a los dieciocho años a un monte francés a entrenarse con la vieja guardia y mancharse de barro las botas. Tiene un repugnante aire romántico que todavía abreva a la parroquia ultramontana y conserva en formol cierta distinción peliculera entre los extranjeros. Luego llega la sangre, que quita audiencia, y hay que soportar los funerales y las madres, tan pesadas en su dolor: pero, ¿y los entrenamientos en la clandestinidad? Hasta Otegi guarda con orgullo antecedentes por no sé qué de un secuestro. Permach siempre pisó moqueta, siempre salió en la tele. Ni un triste antecedente, ni una puta nuca: nada. Ahora el chico llora en la cárcel porque probablemente se imaginó, en algún momento, ministro de algo en un Gobierno vasco sin tener que pringarse de grasa en los bajos de un coche y sin doblar matrículas ni apaños parecidos. No es extraño su desconsuelo: estaban reunidos sin pistolas, con papeles. Arzalluz lo dijo hace años: ¡estaban agitando el árbol!, y luego ya vendría quien fuera a recoger las nueces.

lunes, octubre 8

Supermanes

Versión Española emitió el viernes Heroína, la película de las madres de las drogas: aquellas que se levantaron en los ochenta, cuando los pueblos dormían plácidamente sobre las almohadas del narcotráfico, a señalar con el dedo los pazos y los coches de la ignominia. Carmen Avendaño fue una de ellas, y la película gira sobre su núcleo familiar. Además de la película, de aquellos ochenta quedan humeantes los titulares, el documental Ni locas ni terroristas, el descabezamiento de los clanes (“yo no sé que hago aquí, si yo cuido vacas”, declara Charlín, bajo una boina, en comisaría) y un reguero de cadáveres: generaciones enteras devoradas por la aguja en Vilanova, Cambados, Sanxenxo. El director Gerardo Herrero atisbó la historia viendo Marea Blanca, el documental más estremecedor e impactante que se ha hecho sobre la heroína. “Fue un enamoramiento total, habíamos encontrado la solución para paliar todo lo desagradable de la existencia. Nos sentíamos invulnerables: ni siquiera sufríamos enfermedades comunes. Eramos superhombres. Pasaron años antes de comprender que aquello tenía trampa”, le dijo hace años en una entrevista memorable Antonio Vega a Diego Manrique en El País Semanal. Los superhombres eran los que compraban las planeadoras y sembraban de caballo una década de sombras. Todo era posible: desde ascender un equipo de regional a Segunda División B hasta invitar a los periodistas a una mansión y obsequiarlos con los mejores mariscos para luego dar la orden de que bajasen de la primera planta las putas más grandes del Salnés. Las madres les quitaron la careta y los pusieron frente a los focos, despojándolos de lo que más valoraban: la complicidad culpable de una sociedad deslumbrada por su generosidad. Heroína refleja aquella lucha, aquellos dolores, aquel destino.

viernes, octubre 5

Infollables

Virginia Despentes es una escritora que se pasó ayer por la contraportada de La Vanguardia a decir unas cuantas cosas interesantes. La de El Mundo sufre todavía el hueco de Umbral, al que el destino le dejó sangrando por dos heridas: su muerte solapada por la de un futbolista y en su columa una firma ambulante, irregular y errática por la que probablemente ya habrá pasado Isabel San Sebastián y en la que se echará en falta, seguro, Maruja Torres.

La contra de La Vanguardia es a día de hoy un espacio de fidelidad, y así lo entienden los entrevistados. Despentes ofreció ayer una entrevista que hay que leer despacio en las clases de Eduación para la Ciudadanía y en las asambleas de las Juventudes Socialistas, de paso, para que aprendan un poco de la vida y de la belleza, si quieren. “Soy fea y escribo para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables”. El entrevistador, Lluís Amiguet, empieza de miedo: “Yo no la encuentro tan fea”. Y ella suelta la primera verdad, con lo difícil que está el mercado de verdades. “Yo aclaro que soy fea porque cuando eres mujer, seas escritora, trapecista o Segolene Royal, lo primero que te interesa de ti a los hombres y a las mujeres, es saber si eres fea”. A Despentes la violaron (“que te violen es parte de ser mujer”) y durante dos años ejerció de puta, pero sin presiones, seleccionando clientela. “Ser puta es entender perfectamente en qué consiste la belleza [...] Otras aguantan al viejo las veinticuatro horas del día. Y luego, cuando envejecen, el viejo se las quita de encima y se va con la joven, y han cobrado menos por hora que yo”. Bendita Despentes, después de leerla ya nadie en su sano juicio piensa si es guapa o fea: no es una victoria menor.

El pasado martes La Vanguardia se hizo un lifting. Más color, más infografía, más más. Cuando una refugiada acude a Rick en Casablanca en busca de ayuda le pregunta sobre el capitán Renault, y Bogart responde de manera gloriosa: “Es un hombre como cualquier otro hombre, pero más”. Quizás la filosofía deba ser mejor color, mejor infografía y mejor mejor. Pero esto lo dice un lector viejo que a veces naufraga en el color, y cuyo ideal de página es una sábana limpia de polvo y paja, si acaso con una foto muy descriptiva y punto. A veces, el director Galocha pasaba delante de mí las páginas de un reportaje dominical que necesitaba su aprobación y respondía, entre la irritación y el hastío: “Paréceme moi ben que empeces a escribir unha novela”.

El lifting del periódico barcelonés traía a Imre Kertész en la contraportada con un bellísimo titular: “Los verdaderos canallas siempre vienen a salvar el mundo”. Y habla de la trascendencia: “Cuando llegamos a Auschwitz, unos seres extraños con uniforme de preso subieron al vagón de mercancías e insistieron en que en lugar de 15 años yo tenía 16. Luego pasamos todos ante un oficial médico que nos preguntaba la edad. Por impulso dije 16. Todos mis compañeros, de 15 o menos, fueron directamente a la cámara de gas”. Las exigencias del destino son a veces traumáticas. Recordé lo leído la semana pasada en un reportaje de El País sobre Philip K. Dick, al que le encantaba una anécdota que al parecer relató una vez Mark Twain sobre su mellizo, Bill. De niños se parecían tanto que para distinguirlos les ataban cintas de colores. Un día que los dejaron solos en la bañera, uno se ahogó y las cintas se habían desatado. “Nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo”, dijo Twain. Lo curioso es que tengo la autobiografía de Twain al lado de cama y no encuentro nada de esto. Pero en El Cultural a Álvaro Mutis le preguntan por Fernando Vallejo:

-Su obra, tanto en prosa como en verso, supone un elogio del pasado. ¿Tan horrible es la realidad?

-Casi tan horrible como el pasado.

jueves, octubre 4

Choiva

A última vez que estiven con ela sorríalle a todo, e logo caíanlle bágoas gordas como mazás, case sen sentido. “Choro sen vir a conto”, sorriu secando con graza os ollos cos puños. “Faime graza. Son coma un arco da vella”. Notara un vulto pero non andaba preocupada. “Fun ao médico pola miña nai. A mín non me doe nin nada”. “Non lembro outonos sen ti”, escribira eu hai anos. Ppechou os ollos. Quizais esperaba, ao abrilos, verse con dezaseis anos e os soños intactos, a esperanza aínda sen derramar nos catro ou cinco clixés absurdos que ao final acabamos todos aprendendo obstinadamente coma se ao facelo fósemos conscientes do que era a vida. “Se andas tan preocupado mandarei un email cos resultados”. Mirei arredor sen contestar. Xa volveran as madrugadas frías e baleiráronse as terrazas. Algún día anterior a aquel tamén chovera, pero xa non era a tormenta de verán, senón a que cala as estacións e a que enche de charcos alegres os parques. Un gris suxo arrolaba a cidade, ata adormecela, e de súpeto un trono facía saltar as pedras das rúas e axitaba con violencia a terra. O verde das árbores refulxía baixo un estremecemento repentino, e diluíase entre choros esgotadores. Chegou o correo unha semana despois. “Estou moi enferma”. Na vida, como na choiva, non hai que baixar a testa: non ha parar, e non nos imos mollar menos.

martes, octubre 2

Pasiones

De nuevo la química: la pasión dura entre dos y cuatro años, según las últimas noticias. Josep María Farré, especialista del Instituto Universitario Dexeus, se explayó ayer al respecto y citó esas drogas que engendramos sin peaje ni rubor social: feniletilamina y dopamina, por ejemplo. Farré se mostró generoso en su análisis: le concede a la pasión una prórroga. Ésta consiste en la “perversión casta”, que implicaría satisfacer diversiones mutuas. Me he ido al Google a poner el término, entrecomillado para que no se me escapase ningún matiz, pero resultó en vano: la expresión la había acuñado en primicia Farré, y a él habría que ir a pedirle cuentas. Lo demás es ya hierba pisada. Lo natural es pasar del amor pasional al amor íntimo, nos dicen, y al final se llega al estado de beatitud exigido para llegar a la muerte: las personas se quedan “plácidas y tranquilas”: un locus amoenus muy predicado entre los pastores de la purificación adánica. Aunque no lo dice, la química viene a sugerir la infidelidad si uno quiere desenterrar las turbulencias del sexo. El diagnóstico es opinable, e incluso fácilmente descartable. Y no hace muchos días leí algo relacionado con aquella sodomización que ofreció una mujer llamada Exuperancia Rapú al director de periódicos Pedro J. Ramírez. No voy a entrar en la categoría moral de aquella trampa: la clase gobernante dio la medida que se esperaba de ella, organizando la encerrona, y el público estuvo a la altura de lo que se le exigía, encerrándose en los despachos para gozar de tamaña burla. El artículo data de 2002 y lo publicó Arcadi Espada en la revista Letras Libres. Su lectura actualizada incorpora ahora un hecho curioso: el periodista está a sueldo del director, al que exhibieron por media España ataviado con un corpiño y sodomizado con un vibrador después de alguna ardiente lluvia dorada. Lo interesante del asunto, sin embargo, no lo transmite Espada: o sí, pero con firma de Shere Hite: “La mayoría de los hombres no quieren que les penetren, ni física ni emocionalmente y, sin embargo, sí quieren. [...] En el sexo tradicional los hombres dicen que quieren penetrar a la otra persona, empujar, estar al mando y decidir que el objetivo del sexo es su orgasmo, pero, al mismo tiempo, desean lo contrario, perder el control, dejarse dominar por la otra persona. Controlar algo, sea en el sexo o en una relación, es aburrido a largo plazo. La mayoría de los hombres desean sentir más, y no sólo dominar, sino ser penetrados y dominados. ¿Cuántos se permiten intentarlo?”. Espada recuerda que Ramírez “se permitió intentarlo” (yo añado un plus de excitación: Ramírez domina mucho, así que proporcionalmente el placer debió ser mucho más intenso). El periodista reprocha al director su excusa, que achacó la conducta a un bebedizo, y le invitó a decir algo mucho más íntegro: “Ése del vídeo soy yo, investigue quién lo grabó y quién lo hizo correr, pero no espere que diga nada más sobre lo que hacen un hombre y una mujer cuando cierran la puerta”. Pensé entonces en la pasión, y esa manera de agitarla, ya sea en el hogar propio o en el ajeno: el cauce de la testosterona, tan caudalosa. Y pensé en el deseo deslizándose rápidamente hacia el abismo para, siquiera, darnos un respiro. ¿Dos o cuatro años? Más bien una perversión casta prolongada naturalmente, a menudo con la propia mujer o con el propio hombre.