El cine chico acaba de perder a uno de sus guerrilleros, alguien que había entendido a la perfección un cine que se quiere fundir con la vida para recrearla y contar cosas. Atilano Franco Parada, un hombre cuyo método consistía en colocarse en situación y creerse completamente lo que estaba sucediendo de modo que toda su mente y su cuerpo lo rezumaban por todos los poros. Y ya está, fin del método.
Tenía un amigo, ya fallecido, al que llamaban El Yeti. El nombre venía del apodo de guerra que le había puesto en comisaría la propia policía y que él asumió en cuanto lo conoció. El Yeti era el amo de las tascas de mala muerte, antros, tugurios, noches de calles mojadas bajo farolas macilentas y bajos fondos en general. Acudí a él cuando necesité actores para la historia de la tasca de delincuentes, una de las de la película De bares. El Yeti consiguió unos cuantos personajes que eran del color de las paredes donde se desarrollaba la acción: la tasca El Cisne, especialidad vinos de pasa, galletas revenidas y packs de papel albal, limón y agua mineral, el complemento perfecto para la jornada de un yonki.
Me dejé llevar por la aventura de aquel reclutamiento, librando a la Providencia el pequeño detalle de que lo que allí se simulase suceder debería resultar perfectamente creíble. Pero faltaba el personaje central del drama, el hampón de pulso templado y rostro impasible que llevaría el baile que el esforzado e inocente protagonista debería bailar en la historia. El Yeti me llevó a la Verdura, en plena zona antigua de Pontevedra, y allí me presentó a Atilano. No daba crédito a mi buena fortuna al ver aquel rostro de rasgos duros y gesto de no andarse con coñas. Era perfecto, quedamos directamente para el día del rodaje. Seguía la técnica de que los actores, más si se trataba de actores naturales, no tuvieran guión ninguno antes del momento del rodaje, que llevaríamos acabo planteando las situaciones con sus giros y una improvisación controlada por parte de ellos.
En el set de rodaje (la tasca Ríos), estábamos apenas las personas justas. No tenía ni idea de lo que iba a suceder, sencillamente tiré para adelante y ya iríamos corrigiendo sobre la marcha. Poco había que corregir: de repente se desató delante de mí un torrente interpretativo que me dejó desbordado. Todos habían entrado sin ningún problema en ambiente y situación, pero Atilano, que tenía que llevar la iniciativa, estaba impresionante, era pura naturalidad, toda la fuerza arrolladora de su personalidad estaba intacta jugando al rol del tipo duro que se las hacía pasar al pobre infeliz salido de una galaxia diferente.
En una segunda parte de la historia, Rosa Álvarez hacía de yonki talludita en pleno síndrome de abstinencia que se mete un pico por la vena y queda con tremendo cuelgue en una charla ida con el infeliz en cuestión (personaje estupendamente llevado por Secho Torres). Rosa nunca había interpretado a una yonki y le faltaba información para construir su personaje; para nuestro asombro, Atilano (que ya para entonces se había apuntado a seguir de cerca toda la aventura del rodaje), tuvo a bien ilustrarnos sobre los detalles. Comenzó a sujetarse el cuerpo con unos temblores como de frío, el rostro demudado, convulsiones angustiosas y los ojos tan desencajados que ganas nos dieron de llamar a una ambulancia: delante de nuestros ojos estaba un yonki en lo peor del mono. Acto seguido, sus ojos se entrecerraron y su expresión se desprendió de todo rastro de contacto con el mundo que le rodeaba, las mejillas le pendían fláccidas y las palabras se arrastraban perezosas, como en lo más enajenado de un subidón de heroína. Estábamos pasmados. Rosa Álvarez tomó buena nota e interpretó a una colgada en los dos estados extremos, del mono al subidón, que le valió el Mestre Mateo a la mejor actriz secundaria por un papel de apenas un par de minutos.
A partir de entonces lo tuve claro: siempre que pudiese, trabajaría con Atilano. Y así fue: de cinco largometrajes que hice, en tres actúa Atilano; uno de ellos,
Cartas Italianas, como protagonista, e incluso en un cuarto, Relatos, no pude resistirme a que su rostro asomase y, como si de una premonición se tratase, aparece como la foto de un difunto. En todos llevó el personaje más allá de lo que estaba planteado sobre el papel, aportó ideas y creó en el momento del rodaje magníficas interpretaciones que hacían absolutamente creíble la historia.
Nuestra relación, como puede imaginarse, se tornó en una relación de amistad y pude ir conociéndole como persona.
Su pasado fue duro y turbulento, valga la frase novelesca, y repetidos accidentes dieron al traste con lo que él mismo calificaba como una mala vida. Su pierna quedó tan destrozada que tuvo que guardar cama por espacio de años. Es curioso que, pese a lo maltrecho que quedó (su pierna derecha perdió la rótula y varios centímetros, quedando atravesada de por vida por un hierro rígido que la recorría de arriba abajo), mantenía la mente lúcida sobre el beneficio que en el fondo le había reportado y siempre agradecía al cielo el suceso.
Semejante actitud le hacía incombustible a la autocompasión y recorrió toda clase de oficios, desde la pesca de altura al cavado de cunetas, dando en convertirse finalmente en pulpeiro y actor, actividad que le apasionaba y a la que quería dedicarse a tiempo completo. Nunca pidió una pensión de invalidez ni cosa semejante y, aunque era incapaz de doblar la pierna, se las apañaba para conducir un coche normal sin problemas. Era un tipo con un coraje que inspiraba simpatía, porque no consistía en demostrarlo sobre o a costa de nadie, sino en afrontar llanamente las cosas sin culpar a terceros.
Platón decía que el bien y la belleza eran la misma cosa, lo ético y lo estético, y me parece que en el caso de Atilano ese pensamiento se justifica plenamente, porque su actitud ante la vida le confería una fuerza, una energía y una legitimidad en todo lo que hacía que se trasmitía a sus interpretaciones, llenas de fuerza y de verdad. Y el cine que hacemos se basaba en eso, la verdad del personaje; si eso falla, no hay película.
Como director, me siento muy afortunado de haber trabajado con un actor de su talla, Ahora más que nunca veo sus momentos interpretativos, de una carrera truncada en sus comienzos, perlas de inestimable valor.
Pero sobre todo me siento afortunado de haberle conocido como persona y me siento contagiado muy positivamente por su influencia. Es increíble que un rostro tan severo perteneciera a una persona tan afectiva, sociable y amistosa. Me queda mucha pena de todo el buen cine que nos hubiera dado, pero sobre todo de todos los buenos ratos que nunca ya podrán ser y en especial el gran e inevitable vacío que queda a los muchos que le queremos. Un cáncer de hígado fue el responsable. Pero confío muy sinceramente en que nos veremos en la otra vida.
Mario Iglesias (Pontevedra, 1962) es director de cine