Y una tarde de febrero apareció el cuerpo de Yeti tumbado en el suelo de su casa sin hambre, sin frío y sin gloria bajo aquella luz agonizante de un reloj sin horas, con el chillido de los estorninos viajando en estampida entre un viento helado que se metía en los huesos. Lo recordábamos a Yeti un seis de enero pisándose la barba por El Baúl. Llevaba unos zapatos grandes y negros atornillados a la Verdura. Caía el sol de enero cuando llegaron los niños y los perros y aquello fue un festín de Reyes. Nos levantamos dejando a Yeti mirándose un zapato, con un botellín de cerveza entre las manos y estrellando una sonrisa triste en un punto inconcreto. La vida pasó como un tren sin estaciones. La vida era un puzzle sin alma. La vida era un ir y venir de quebrantos, penas y despojos: moriríamos todos sepultados bajo los escombros del futuro. Y sin embargo ahí estaba sobrevolando la esperanza acatarrada de un día mejor. Seguía por entonces el alto esqueleto de Yeti bajando la cabeza para asomarse a algún garito y deslizar un susurro en la barra. A lo lejos se oía el gemido eléctrico de la noche silbando por la zona vieja como un sueño cercano y por las ventanas se podía ver por un instante el resplandor azul del crepúsculo. Yeti caminaba bajo la ruina del después tocado con un sombrero dichoso. Hasta que un día las horas cayeron una detrás de otra como manzanas, y una gélida tarde de febrero, con la ventisca limpia del invierno, apareció el cuerpo de Yeti arrojado a las sombras de la muerte. Corrió la noticia y se fueron juntando poco a poco y en silencio sus colegas en la puerta de su casa. Cuando bajaron su cuerpo envuelto en sábanas le echaron a Yeti los últimos aplausos y los últimos gritos. Somos lo que fuimos. Pero fuimos de oro.
(Celso Guerra murió un día del invierno de 2006. Su cuerpo fue amparado por sus fieles en un gran desfile de música folclórica por las calles de la zona vieja de Pontevedra, como él había deseado)
12-02-06
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