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jueves, marzo 27

Sobral en la diana

Hace unas semanas Luciano Sobral se acercó a una redactora de este periódico y le preguntó: "¿Tú qué crees?, ¿cómo va acabar esto?". Mal asunto cuando no es el periodista el que pregunta. Lo que reflejaba Sobral entonces era el aviso del rostro que pasea hoy en prensa: la desolación de un hombre superado por las circunstancias, y donde pone circunstancias pueden poner ustedes con toda tranquilidad racismo, digan lo que digan los jeremías.

Al alcalde de Poio no lo tradujo entonces la redactora, o no con la severidad con que debería. Sobral le pedía hasta consejo, tan desbordado estaba, y se interesaba ya por su salud, por si el periodismo, tan estupendo a veces, estaba al tanto de la catástrofe: "¿Tú qué crees?, ¿me van a romper la cara estos animales o sólo me van a rajar el coche?". De momento le rajaron el coche y le pincharon las ruedas: si se trataba de joder, un mecánico de McLaren hubiera sido más sutil. Uno de los innumerables problemas del conflicto de los realojos gitanos es que hace tiempo que no caben sutilezas, algo frecuente cuando ni siquiera hay sentido común. Así la Xunta promete poblados provisionales para los gitanos pero ni se plantea montar cuadras para encerrar al brioso ganado que asaltó, sin pastor ni concierto, el pleno del martes en Poio.

Desde siempre, desde que la droga es droga y el dinero dinero, el mercado de la coca y el caballo está en Monte Porreiro, en el Vao, en Pontevedra y en la calle de usted, a poco que se fije. Si tres familias en un barrio de siete mil personas convierten el lugar en un pozo de heroína, niños detrás de una gallina, delincuencia y gordos con pescata en sudadera y oro rascando una guitarra entonces a esas familias lo que hay que hacerles es una película. Como no caben sutilezas, y anda la cosa embargada de emociones, vino Quintana a la ciudad a decir que esas familias abandonaron Monte Porreiro por "vontade propia", como si hubiesen flipado con el agua caliente y saliesen corriendo monte arriba después de abrir un grifo. Entre medias circula un iluminado empachado de sí mismo arrendando quinientos gitanos para la defensa del alcalde y un colectivo vecinal irresponsable alimentando una histeria insólita de tiempos olvidados que los está llevando de cabeza a los telediarios. La cuenta de esta grotesca comedia la paga Luciano Sobral, lo que bien mirado es una salvajada digna de tal miseria.

domingo, marzo 23

El salto de John Balan

Sin posibilidad de resurrección, en estos días de tambores y capirotes se nos ha ido John Balan. Hace un año me escribió cálidas palabras sobre él un amigo de su parroquia, emigrado y hoy visitante ocasional, por cuestiones de afectos y memoria: "Conozco a Balan desde hace más de cuarenta años y he tenido la suerte de verle interpretar solo, de espaldas a una puerta, en el mejor momento de su carrera, que es cuando actuaba por los bares de Marín y Pontevedra. Su amor por el Oeste americano le llevó a asaltar un tren con dos pistolas de juguete y un sombrero tejano, de forma tan realista que hasta el fogonero y el conductor frenaron en seco y acto seguido levantaron los brazos en señal de rendición. Fue detenido y puesto inmediatamente en libertad porque se demostró que todo era una coña. Vivió en su mente el cuento de Alicia en el país de las maravillas: una Arcadia feliz. No conozco a nadie que le quiera mal ni sé de nadie a quien le haya hecho daño conscientemente". Con su adiós empieza la leyenda que ha de contarse sobre Manuel Outeda, el hombre orquesta de Seixo que recreó en las tascas la esencia del Oeste y sus viejos cowboys. En su obituario de El País sobre José Comas, un periodista excepcional tumbado ayer por el cáncer, Guillermo Altares cita una frase afilada de Simone de Beavouir: "La muerte como tal no me asusta: tengo miedo del salto". Nuestro Balan desenfundó más rápido: la muerte, dijo, es inoxidable.

lunes, marzo 17

Intifada

La segunda Intifada en Monte Porreiro tuvo un inicio lujoso. Como ya saben, tres familias gitanas fueron realojadas en el barrio y la presión social las echó. No por gitanos, que los gitanos son muy respetables, sino porque a lo mejor delinquían. Ésa es la mejor razón para no dejar entrar a nadie en una ciudad: incluso para traerlo al mundo. La presión social, que en Monte Porreiro es como aquella policía de Minority Report, los sacó de allí. Fue aquella una Intifada breve y relampagueante, tipo Tormenta del Desierto, pero nada que ver con la segunda. Una vecina estaba de noche asomada a la ventana cuando vio que aparcaban unos coches, se bajaban unos gitanos y se metían en su propia casa. ¡En su propia casa, cuando si por algo son gitanos es porque entran siempre en las de los demás! ¡Y por la puerta, sin hacer un butrón! Esa vecina dio un grito: he aquí la noticia. Un grito terrible, que a los pocos minutos sacó a la calle a 150 personas, algunas en pijama: lo que la kufiya fue a la Intifada palestina, el pijama lo será a la de Monte Porreiro. A los insultos, pataleos y una lógica indignación (porque los gitanos tienen fama de robar gallinas) siguieron manifestaciones y cortes de tráfico en la ciudad. Yo aporto una solución muy gitanilla: ojo por ojo. Si tres familias del Vao perturban Monte Porreiro, que vayan tres familias de Monte Porreiro a perturbar al Vao. Tal y como están los ánimos, a ver quién no deja vivir a quién.

lunes, febrero 11

La tralla del juez de línea

En los partidos de Regional era tradición, allá en los ochenta, que el final lo pitase la Guardia Civil. El árbitro salía entre lapazos, collejas y a empellones, y al llegar a su vestuario cerraba la puerta con llave, suspiraba aliviado y antes de que se quitase la ropa le aparecía del cuarto de la ducha el delegado de campo a darle una mano de hostias. Hace años hubo uno en A Lama que saltó la valla del campo y se tiró a correr monte a través perseguido... por el alcalde. El árbitro ha sido siempre el gran elemento de cohesión española. Reúne todos los condimentos necesarios para convertirlo en héroe de una tragedia. Desde el vestuario (aquel negro severo de los pies a la cabeza) hasta el silbato, pasando por su figura indefensa corriendo estirada de un lado a otro de un campo de tierra, levantando polvo alrededor y mirando de reojo cómo evolucionaba el pedo de la parroquia en la cantina. Su vastedad filosófica no ha sido aún abordada: el mazo de la justicia encarnado en un ridículo pito.

Para la Historia queda ya el Rafa Nomejodas y su legendario ‘penalty y expulsión’, y en la hemeroteca de nuestro Castroforte del Baralla se recordará desde ayer la traca monumental que se agarró el juez de línea del Pontevedra-Vecindario la noche antes del partido, que se jugaba a las doce. Se presentó el héroe en el hotel Rías Baixas en estado de embriaguez declarada: pidió la llave de la habitación levantando el banderín y empezó a pergeñar su leyenda. Las crónicas (infatigables, siempre supuestas) cuentan que el señor se quejó a gritos de que no podía abrir la puerta. Era una tarjeta magnética y no se aclaraba: él esperaba un viejo sereno. No se pudo abrir la habitación porque la puerta había quedado dañada por los golpes (ya se sabe que cuando uno no se aclara con la tecnología recurre, por defecto, a las hostias de toda la vida) y el juez de línea durmió en otra cama: viendo la hora que era pensó en bajar al Búho e ir al partido de reenganche, pero no era plan.

De mañana la cosa acabó a lo grande. Los árbitros querían que los bomberos tirasen la puerta para coger el equipaje, el dueño se negó, se presentó la Policía (la cosa iba de uniformes), hubo denuncia del hotel, el trío corrió a Pasarón y después del partido a Comisaría a presentar alegaciones. En la habitación del línea, para dar testimonio de la hazaña, quedó una toalla llena de vómito. Ni televisiones rotas, ni modelos durmiendo drogadas empapadas en champán ni cocaína sobre los espejos del baño. Los árbitros no son los Stones, aunque ya lo van intentando. Fue una pena que el apartado dedicado al árbitro no lo solventase Diario de Pontevedra con un abrupto, sensacional titular: “La resaca no influyó en el resultado”.

jueves, diciembre 20

Levantacolas

Con feliz criterio, teniendo en cuenta la viruxe de los días y esta escalada infernal hacia el corazón ártico de la ciudad, que desconocíamos hasta los que en 1987 salimos por la puerta de Campolongo asombrados por la nieve, en la acera de enfrente del Diario ha abierto una tienda de moda colombiana y brasileña que está al menos haciendo lo que puede: ayer el termómetro ya no bajó de cero. Brasil y Colombia son dos países que atraviesan hoy, momentos geopolíticos al margen, días felices. Me lo confirma desde Argentina Luciana Mariel, que llegó el lunes y no tuvo mejor ocurrencia que anunciar, sufridora, que se está “asando”. También se asan, en correspondencia sentimental, las maniquís del escaparate, que se exhiben caribeñas ajenas al hielo y la bufanda: los gallegos viajamos con morriña, pero a los brasileños no hay forma de rebajarles el calor de la sangre. Como correspondencia al favor de exhibirnos las bondades textiles del continente en época de ayuno, el propio Diario fue ayer a entrevistar a la propietaria de la tienda: lo que nos esperábamos, pero mejor. “Las prendas que más éxito tienen son los bodys reductores y los jeans levantacolas, es decir, aquellos que marcan y levantan el culo. Los bodys tienen mucha aceptación en todos los colores y su característica es que reducen todos los michelines que sobran”, nos cuentan. He estado varias horas pensando en ese jeans levantacolas, y lo fenómeno del nombre. Un wonderbra culero, para entendernos, pero con el gracejo latinoché (que bien mirado, el gracejo correcto latinoché sería levantaorto, que por otro lado tiene un bravo aire vasco: ¡coño: levantapiedras!). Me he hecho, en fin, mirar las redondeces de los cuartos traseros, por si flaqueaban y había que echar mano de los jeans, pero ando aún duro como una roca. Será el frío.

miércoles, diciembre 5

"Cuíño, cuíño"

Y un día de diciembre de niebla espesa en estos albores del invierno aparecieron gloriosas ante la población las hermosas cachas de Eugenio Giráldez, el Kent Brockman de nuestra pequeña ciudad que posa a la izquierda de la imagen. Que de entre las nubes más bajas del año surja un sol tan poderoso y carnal es algo que hay que atribuir a un milagro: en el caso de Giráldez, ha sido algo tan celebrado como la solidaridad con los niños discapacitados del Salnés. Al principio, sin el contexto, la sorpresa es tremenda: a la estampa de unos tipos fondones y en pelotas con risas traviesas en un campo de golf sólo le falta un título de película tipo “Birdie en el hoyito 9” o “Bajo par, todo es empezar” para que se desate la euforia. Pero no hay cine, sino un mes: septiembre, para ser exactos. La pose es imperecedera y estará en el imaginario colectivo durante años, como el incendio del Principal: el presentador se alza cual Adán bronceado sobre unos delicados tenis de diseño y sonríe bajo unas gafas amarillas mientras se apoya en el carrito. Entre los tenis y la sonrisa Giráldez echa el resto: un cuerpo jamonero y feliz, adornado coquetamente por unas posaderas épicas, y el palo de golf sobre los hombros (en el que Freud vería una hábil representación fálica) con una sonrisa entre dientes que dice: “La que estás montando, Eugenio”. Me he pasado media tarde viendo el culo de Giráldez: es un culo muy a tener en cuenta. Nuestro periodismo está muy necesitado de culos así, enérgicos y orgullosos: culos sin blandeces con los que sostener los tramos de actualidad. Si le pasaron el Photoshop o no es algo que dejo a los giraldólogos. Pero los periodistas llevamos una vida castigada por la silla hasta que un día la silla ya es parte del culo y todo se viene abajo: sobreviene la decadencia. A Giráldez, sin embargo, los paseos por la hierba de Meis con el palo al hombro le han dejado el pompis en estado de revista, así que lo ha presentado en sociedad como se presentan las niñas del Casino: a lo grande. Yo si tuviera ese culo me subiría a la mesa del Informativo cada diez minutos a bajarme el pantalón y hacer una pasadita de “cuíño, cuíño”. Iban a ver la audiencia.

viernes, noviembre 30

El quinto Beatle


La foto de David Freire parece hecha en estado de gracia: contiene los elementos más representativos de la Pontevedra actual: una grúa, una caravana de coches y (¡siempre en el medio!) el príncipe de los gitanos, Sinaí Giménez, cruzando Abbey Road sin desabrocharse uno solo de los botones de la chaqueta. Así sería hoy el escudo de la ciudad: no me digan. Ni siquiera el Lérez resiste la comparación con la tierna simbología que presenta la imagen. Siempre supe que detrás de Sinaí y su obsesiva presencia en los periódicos había algo que iba más allá de la mera reivindicación de la raza. Era la convicción de star system en una sociedad de provincias que encasilla pronto a sus héroes. Teníamos de todo en el mercado, pero faltaba la minoría romaní, que explotó con aquello de los puestos de las camisetas y las zapatillas, y ahí aprovechó la cobertura Sinaí para montar un buen pollo y hacerse famoso. Uno tiene que estar cuando se le exige y dar la talla, aunque sea mal: Sinaí la dio, incluso demasiado, y desde entonces no hay forma de sacarlo de en medio. ¿Cuál es la intrahistoria de esta legendaria portada? Bastante más interesante que la de los Beatles, que salieron un poco a hacer el mono. Sinaí llegó al Concello con prisas y dejó su Audi mal aparcado: la policía se lo hizo ver y corrió el príncipe a moverlo para el párquin de Las Palmeras, que tampoco es cosa de andar tirando los duros. Volvió agitando un folio mientras despachaba el paso de cebra, y se metió tanto en el papel que hasta se hace raro ver la portada de Abbey Road y no imaginarlo entre Lennon y Ringo. Crucen los dedos para que un día de buen humor no se atreva con Sgt Peppers.

lunes, septiembre 24

Yeti

Y una tarde de febrero apareció el cuerpo de Yeti tumbado en el suelo de su casa sin hambre, sin frío y sin gloria bajo aquella luz agonizante de un reloj sin horas, con el chillido de los estorninos viajando en estampida entre un viento helado que se metía en los huesos. Lo recordábamos a Yeti un seis de enero pisándose la barba por El Baúl. Llevaba unos zapatos grandes y negros atornillados a la Verdura. Caía el sol de enero cuando llegaron los niños y los perros y aquello fue un festín de Reyes. Nos levantamos dejando a Yeti mirándose un zapato, con un botellín de cerveza entre las manos y estrellando una sonrisa triste en un punto inconcreto. La vida pasó como un tren sin estaciones. La vida era un puzzle sin alma. La vida era un ir y venir de quebrantos, penas y despojos: moriríamos todos sepultados bajo los escombros del futuro. Y sin embargo ahí estaba sobrevolando la esperanza acatarrada de un día mejor. Seguía por entonces el alto esqueleto de Yeti bajando la cabeza para asomarse a algún garito y deslizar un susurro en la barra. A lo lejos se oía el gemido eléctrico de la noche silbando por la zona vieja como un sueño cercano y por las ventanas se podía ver por un instante el resplandor azul del crepúsculo. Yeti caminaba bajo la ruina del después tocado con un sombrero dichoso. Hasta que un día las horas cayeron una detrás de otra como manzanas, y una gélida tarde de febrero, con la ventisca limpia del invierno, apareció el cuerpo de Yeti arrojado a las sombras de la muerte. Corrió la noticia y se fueron juntando poco a poco y en silencio sus colegas en la puerta de su casa. Cuando bajaron su cuerpo envuelto en sábanas le echaron a Yeti los últimos aplausos y los últimos gritos. Somos lo que fuimos. Pero fuimos de oro.

(Celso Guerra murió un día del invierno de 2006. Su cuerpo fue amparado por sus fieles en un gran desfile de música folclórica por las calles de la zona vieja de Pontevedra, como él había deseado)


12-02-06

lunes, abril 23

Casablanca

Los que nos dedicamos con vago entusiasmo a las cositas livianas de la villa aún echamos en falta la ausencia por los periódicos de un tipo como David Casablanca. Le puso rostro al ascenso de 2004, y durante la recepción en el Concello las chavalas se le echaban al abanderado y Casablanca agitaba su melena negra, entre la fatiga y la ternura, haciéndole un ardoroso guiño a una mujer inconcreta para desmayo de la muchachada. Las crónicas decían que Casablanca era un lateral zurdo de cierto recorrido, pero entre la afición ya se vislumbraba un Maldini. Hasta que una madrugada Casablanca cogió el coche después de una trompetada de vino, lo petó de niñas y se llevó por delante una rotonda, un coche y lo que hizo falta: se negó a hacer la prueba, faltaría más, y acabó en el calabozo. Iba Casablanca para Beckham y no acabó en Farruquito de milagro. Como al jugador, también en el Pontevedra las aguas bajaban turbias, y el chaval cogió la puerta y se fue a Castellón empapado en una suerte de alcohol y leyenda. Esta semana reapareció Casablanca por videoconferencia a dar cuenta de aquella peripecia. A través de la pantalla, con la cabeza un poco inclinada y los largos pelos cubriendo sus pómulos, en lugar de declarar parecía que de un momento a otro se iba a atrever con el The Final Countdown. Pero fue sólo un susto: se limitó a decir que había bebido una botella de vino con varias chavalas más, que cogió primero la rotonda y que su velocidad era la correcta, como no podía ser de otra forma. Los agentes de la Local dijeron que llevaba los “ojos rojizos”, tenía el “rostro pálido”, “hablaba embarulladamente” y apenas “podía mantenerse en pie”: ¿y todo eso habiendo bebido una botella de vino entre cinco? Casablanca debe saber que más importante que la inocencia es la reputación.

sábado, marzo 31

Ence é boa vila

Vía Bragado chego a David Rodríguez, autor dun caderno empolvado dende hai dous anos (sempre me intimidaron eses diarios conxelados no tempo polos que a xente pasa como por diante dunha lápida, e ás veces deixa algunhas flores a modo de comentario: palabras a ningures, unha formidable expresión de amor ou nostalxia). Rodríguez vén sendo noticia por gañar o premio de teatro radiofónico da Galega: pero non vou aí. Vou a unha anotación súa de marzo de 2005 titulada para un concurso de lemas turísticos: “Ence é boa vila”. Para os pontevedreses (os sensatos e de ben, por poñernos á altura do noso ilustre veciño) Ence é algo así como o anticristo. Naquel entón, nos estertores do donmanuelismo, Rodríguez escribía a propósito da alianza política, económica e sindical: “Como aquel banqueiro que fuxía cos cartos da caixa forte na dilixencia de John Ford e que rosmaba indignado perlas do tipo 'o Estado tería que pasar desapercibido', 'agora ata queren inspeccionar os meus libros de contas' e a lapidaria e cínica 'América para os americanos', estes amigos da celulosa tamén rosman contra toda institución que se empeñe en non baixar a testa. Fan berrar aos seus monicreques: 'Pontevedra para os pontevedreses', pero o que realmente están a dicir é 'Pontevedra para nós'”. Superadas as ganas de plaxialo, deixo aquí o parágrafo, limpo. Dous anos despois, ata o mesmo PP xa promete a súa saída da ría. ¿2018? Si home si.

viernes, noviembre 17

Praza da Leña

A eso de las once de la mañana un señor alto de flequillo estirado por la frente como un ciempiés levantó la mirada al cielo y dijo que esto no lo aguanta ni Dios, y salió de los soportales a empaparse de las lluvias y de los vientos, como un náufrago. Estaba yo allí, me parece que en el Rúas, desayunando un bocadillo de calamares, porque era tarde y además porque me apetecía, en uno de esos bares que todavía por la mañana no terminan de funcionar: que están como al tran-tran, echándole carbón a la caldera de las horas. La escena era fabulosa: allí estaba la plaza desnuda de gente, sólo piedra y lluvia, litros de lluvia cayendo a peso, como si alguien hubiese volcado un cubo a orilla de las nubes. La Leña, como la Verdura y como tantos otros lugares, de Pontevedra y del mundo, ha sido maltratada por la gente porque la gente la ocupa, y no la deja ver. Lo malo que tiene la gente es que no es invisible. El turismo, incluso el turismo intramuros, al final se lo carga todo. El casco antiguo por la mañana no tiene nada que ver con el que se conoce a otras horas: son dos cosas diferentes. Por la mañana reverbera la vida: se recogen los sonidos de la Pontevedra querida en los rincones más lejanos, y la gente viene y va sin sentarse, a sus cosas, porque está en marcha el día. Así la Leña ayer estaba vacía de todos, y sólo estábamos yo que desayunaba y el señor del flequillo hasta que salió a bañarse. A poco que uno se fije la ciudad está llena de esas pequeñas singularidades, de esos raspazos, de esas pequeñas maravillas literarias. Luego, al ocupar todo a la brava, como el fondo de un estadio, se disuelven entre la normalidad: la birra, el hippie, el pijo tonto. Y no hay forma de encontrarse ya no digo con esos señores, sino con uno mismo.

jueves, noviembre 16

Michelena

Alguien que tenga tiempo y discreción, uno de esos seres solitarios que deambulan a ciertas horas por las calles del centro sin destino, sin dinero y sin madre, debería ir a la libería Michelena de Pontevedra las tardes de tormenta gorda a pasar revista a los lectores de páginas sueltas, los estudiantes que buscan el libro de Civil y el universo, en fin, que despliega sus alas en los fondos de esa enorme, apabullante librería. Lo pensaba uno despacio, como tragando bolas de pan duro, esta semana de regreso a las estanterías de Michelena con los bolsillos llenos del dinero de otro, entorpeciendo alegremente un pasillo, porque estar en Michelena sin entorpecer un pasillo es como no estar, como no ser nadie. En la última adolescencia, la más lejana de todas, fui adquiriendo la costumbre de visitar periódicamente la librería para irme haciendo un paria, un molestapasillos: el mueble del fondo, pegado a las obras completas de Hemingway, que era el autor que yo había decidido ser antes de comprender que me hacían vomitar los toros y las guerras: que me hacía vomitar la sangre. Descubrí que no era leer lo que me gustaba, sino el ejercicio intelectual de contemplar libros y, cuando había posibles, comprarlos para abultar la habitación y dármelas de no se sabe qué. Los tocaba, me leía las contraportadas y auscultaba el rostro sereno y redondo del escritor de turno, cazaba la página trece o veintinueve, y luego me leía rápidamente el final, mirando por encima de las solapas que nadie se acercase, como un delincuente. Ese pasatiempo duró años y sólo la vergüenza me alejó temporadas de Michelena. Brotó de la adolescencia la inmadurez, y a la furia contemplativa le sucedió la anestesia moral de un escritor de columnas aficionado a opinar de todo para no comprometerse con nada: un impostor, un falsario. Pero el delicioso placer de contemplar libros no mermó: se mantuvo intacto, poderoso, cautivador. La liturgia hervía en público: contemplaba las novedades en el primer montón e iba llegando hasta los clásicos para acabar en la poesía. Además de contemplarlos, los libros de poemas a veces los abría y leía versos sueltos con los que salía masticando a la calle, como saliendo de una frutería con una uva prestada. Una vez leí de Dylan Thomas: “Veo a los muchachos del verano en su ruina / convertir en eriales los dorados rastrojos” y lo fui cantando hasta la Peregrina para adentro, inspirándolo, como llenándome de aquel aire vibrante y cegador. En Michelena está la vida de los aspirantes a lectores y de los escritores anónimos: entre el gentío silencioso y soñador de los probadores de libros, de los lectores accidentales, van pasando las estaciones. En aquel Sonatas de Pontevedra que hizo Xabier Fortes se asomaba su hermana, Susana Fortes, a la ventana de Michelena que da a Curros Enríquez y saludaba a César Portela con un “¡César!” de corte almodovariano. Antes de entrar por la tarde, a la hora del café, los propietarios / empleados juegan una partida de cartas en el Carabela cuando escampan las calles lluviosas de mi Pontevedra. Dos años consecutivos me senté con uno de ellos como jurado de un concurso de tortilla de patata en el instituto Carlos Oroza y cuando lo veo me da un resabio a cebolla. La librería Michelena es por momentos la capital del mundo: el centro de gravedad, la sacristía intemporal del misterioso pecado de la lectura. Volví esta semana después de mucho tiempo y me paré, ya digo, a contemplar a Primo Levi y un poquito a Philip Roth. Me llevé para leer tranquilo en casa a Savater, Celso Emilio y Fitzgerald. Cuando ya salía, abrigado por la nostalgia ardiente y devorando los finales de los libros que se cruzaban por el camino, atrapé con la mirada un par de portadas de Lucía Etxebarría, la última de ellas sobre una cosa de ser madre: más orgulloso de los libros que leo, que dijo Borges, yo lo estoy de los que no leo.

martes, noviembre 14

Esta noche con Alexander Vórtice

Uno va conociendo a los poetas despacio, sin resentimiento, desde el presunto cielo de la artillería de la opinión. El periodismo es un género de usar y tirar hasta que uno se muere y antes o después también se muere una época. Entonces echamos mano de la hemeroteca, del patibulario y del lupanar, porque al final la Historia siempre la han escrito los columnistas, los ahorcados y las putas. Nada digo de los poetas, a los que siempre he imaginado como imaginaban los malvados a Machado: con ceniza de tabaco en los bolsillos del chaquetón, lúgubre y triste.

Uno a los poetas, ya digo, los va conociendo sin querer, cuando se acercan al periódico con su libro, a veces sin presentar, y va uno levantando la mirada del bordado, como una anciana rodeada de gatos. Así había aparecido dos años antes Jesús Rodríguez / Alexander Vórtice para ser entrevistado. Le habíamos hecho llamar porque la canícula andaba brava y no se levantaban las noticias del huerto: un poeta para Cultura es un apaño, algo de lo que tirar cuando no se fallan los premios o no se muere algún pintor. Vórtice había escrito Destilería Ocaso, y ya ha padecido uno suficientes problemas con el alcoholismo como para dejar pasar la ocasión de entrevistarle. Habló de sus poemas, de sus oposiciones y de César Vallejo. No habló de su madre, que es de lo que hablan los poetas jóvenes que todavía no han pasado por el destete. Quedamos satisfechos el uno del otro, porque el periodista tiene que hacer alarde de que sabe de lo que habla aunque realmente no lo sepa, y en eso uno es insustituible. Luego el destino nos unió en los bares, que es donde se forjan las leyendas, y desde entonces Vórtice me mira con aprecio y yo me dejo apreciar por él, porque el aprecio de un poeta es muy grato y porque además el poeta es amigo de Jesús Iglesias, y compartir a Jesús Iglesias es como compartir el mundo.

La última vez que vi a Vórtice fue en los antiguos Maniquíes, aquejados ambos de una terrible sed. Allí bramé yo contra los gurús de la estética posmoderna que cimentan la belleza en la depilación eléctrica y el ansia humana de ponerle coto al vello. Mi apología del felpudo, que incluyó someras descripciones de las páginas interiores de la Interviú ochentera, era seguida con pasmo por una jovencita que luego resultó ser su enamorada. Mejor aún: su chica. Se resintió mi reputación, si alguna vez había tenido alguna, y me las juré para rehabilitarme socialmente ante ellos. Y este lunes por la mañana, uno de esos lunes de junio en los que ya se palpa la electricidad del verano, tenía un regalo sobre el teclado. Lo estudié con cuidado y acabé agitándolo despacio, conteniendo la respiración, porque unos días antes había defendido en una columna a Argibay. Al abrirlo descubrí una delicia: Neurosis Tremens, el nuevo poemario de Alexander Vórtice, editado por El Taller del Poeta, de Fernando Luis Pérez Poza. No dejaba de ser una bomba, pero de versos: "Un poema puede llegar a ser un hijo prematuro", escribe. Entre las dedicatorias, una a Ella, que todos vamos entendiendo. Y en el prefacio, la cita de un Rick sembrado de nostalgia: "Cómo iba a olvidarme de ti. Los alemanes iban de gris y tú de azul". Si al final la vida iba en serio, querido Alexander, que la vayan jodiendo.

jueves, noviembre 9

Guillerme

Se ha citado ya en esta columna muchas veces el entusiasta seguimiento diferido con que uno ve /mira Noticias Pontevedra en Localia. La actualidad servida en caliente tres horas después: una perturbación deliciosa que ya exploró con éxito la Sexta cuando pasó los partidos del Mundial media hora más tarde. Tarde la vida tiene mejor sabor que pronto: que la actualidad espere por nosotros. Recordemos a Tomás Guasch en la SER antes de la retransmisión del partido de inauguración del Mundial, aquel Alemania-Ecuador.
-Hay muy poca gente en el estadio. Habéis llegado muy pronto, ¿no, Tomás?
-¿Muy pronto? Aquí todavía está jugando Rumenigge.

Bajo esa perezosa perspectiva se asomó la otra madrugada Guillerme Vázquez a dar el parte municipal de incidencias. Entre las pocas debilidades que tiene uno en la clase política sobresale Guillerme como una fuerza de la naturaleza: su pachorra universal, el caminar de esbelto elefante hastiado por las calles de la zona vieja, siempre sonriendo por alguna esquina de la boca, y el verbo áspero y burlón, como saliendo una y otra vez de Operación Triunfo: “Que vos den a todos polo cú, home: aí quedades”, saliendo con la maleta de la academia.

El cargo de portavoz municipal le viene al pelo a Guillerme Vázquez para sobreactuar, como un Jack Nicholson cabezudo embadurnado por la retranca fina que se aprende tomando la chiquita. Cuando estaba en Madrid (porque Guillerme estuvo en Madrid, y el Bloque nunca estuvo mejor representado allí) sudaba la morriña por los pasillos del Congreso, sangraba por la herida de la familia y echaba de menos los vinos de la Leña y la vida tranquila y provinciana y feliz que uno agota en Pontevedra. Al llegar, a Guillerme le cayó, entre otras, la responsabilidad de comunicar. Siempre cansado, siempre levantando las cejas a modo de respuesta y encogiéndose de hombros con benevolencia: su proverbial pasotismo, su eterno sonajero de “esto xa está todo dito” aderezado por “bah” y “boh”, que tanta falta le hacía a la imagen que se proyecta en las revistas del comunicador fetén: un resabiado con chuleta de léxico inverosímil.

Había en España, o en el Estado, un patrón muy definido de portavoz que obedecía a aquellas ultramontanas directrices de Miguel Ángel Rodríguez, travestido luego en MAR: el perrito feliz y ladrador de Aznar, de cejas feas y espesas, encrespadas, rugiendo a la voz del partido y nunca de la institución. Un don nadie de Valladolid asignado a Aznar como periodista que luego el Mío Cid convirtió en empresario adinerado, para variar. Ni siquiera después Cabanillas o Piqué, con aquellos looks de centristas repeinados y melenetas, cordiales y sonrientes, agazapados los dos bajos unas gafas modernas, pudieron destruir la soez reputación alcanzada por el cargo bajo la sombra del tal Rodríguez.

De ahí el mérito de Guillerme en Pontevedra: le ha despojado al cargo de trascendencia, quitándose importancia a cada rato y barruntando explicaciones con naturalidad, pisando la corbata. Fíjense que arrastra a veces las sílabas, dejando el hilo de la frase suelto para retomarlo luego antes de perderlo del todo, las pausas a la manera de Quintero y el estallido de ira que no es más que la expresión última de una socarronería muy depurada: me quito el cráneo.