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lunes, febrero 11

La tralla del juez de línea

En los partidos de Regional era tradición, allá en los ochenta, que el final lo pitase la Guardia Civil. El árbitro salía entre lapazos, collejas y a empellones, y al llegar a su vestuario cerraba la puerta con llave, suspiraba aliviado y antes de que se quitase la ropa le aparecía del cuarto de la ducha el delegado de campo a darle una mano de hostias. Hace años hubo uno en A Lama que saltó la valla del campo y se tiró a correr monte a través perseguido... por el alcalde. El árbitro ha sido siempre el gran elemento de cohesión española. Reúne todos los condimentos necesarios para convertirlo en héroe de una tragedia. Desde el vestuario (aquel negro severo de los pies a la cabeza) hasta el silbato, pasando por su figura indefensa corriendo estirada de un lado a otro de un campo de tierra, levantando polvo alrededor y mirando de reojo cómo evolucionaba el pedo de la parroquia en la cantina. Su vastedad filosófica no ha sido aún abordada: el mazo de la justicia encarnado en un ridículo pito.

Para la Historia queda ya el Rafa Nomejodas y su legendario ‘penalty y expulsión’, y en la hemeroteca de nuestro Castroforte del Baralla se recordará desde ayer la traca monumental que se agarró el juez de línea del Pontevedra-Vecindario la noche antes del partido, que se jugaba a las doce. Se presentó el héroe en el hotel Rías Baixas en estado de embriaguez declarada: pidió la llave de la habitación levantando el banderín y empezó a pergeñar su leyenda. Las crónicas (infatigables, siempre supuestas) cuentan que el señor se quejó a gritos de que no podía abrir la puerta. Era una tarjeta magnética y no se aclaraba: él esperaba un viejo sereno. No se pudo abrir la habitación porque la puerta había quedado dañada por los golpes (ya se sabe que cuando uno no se aclara con la tecnología recurre, por defecto, a las hostias de toda la vida) y el juez de línea durmió en otra cama: viendo la hora que era pensó en bajar al Búho e ir al partido de reenganche, pero no era plan.

De mañana la cosa acabó a lo grande. Los árbitros querían que los bomberos tirasen la puerta para coger el equipaje, el dueño se negó, se presentó la Policía (la cosa iba de uniformes), hubo denuncia del hotel, el trío corrió a Pasarón y después del partido a Comisaría a presentar alegaciones. En la habitación del línea, para dar testimonio de la hazaña, quedó una toalla llena de vómito. Ni televisiones rotas, ni modelos durmiendo drogadas empapadas en champán ni cocaína sobre los espejos del baño. Los árbitros no son los Stones, aunque ya lo van intentando. Fue una pena que el apartado dedicado al árbitro no lo solventase Diario de Pontevedra con un abrupto, sensacional titular: “La resaca no influyó en el resultado”.

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