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lunes, abril 30

Con ocho basta

Retrato a Bic de un domingo perfecto: resaca ligera y larga ducha tratando de encajar rostros y conversaciones de una noche de copas, comida en un restaurante de confianza (empanada de zamburiñas, salpicón de marisco y pollo de la casa), sobremesa de chupito en la que me entero, tarde y divertido, que los gitanos llaman a los ecuatorianos “payo-poni”: y ya en casa, tras una primera lectura de los diarios, salen a la pista Nadal y Cañas a batirse en duelo en una final del Godó. Rumio una satisfacción casi morbosa pensando en esas horas de domingo en las que no hay nada que hacer: un estado contemporáneo de felicidad que deja en suspenso el ochenta por ciento del cerebro para prestar atención, únicamente, a la bola que va endiablada de un lado a otro de la pista. Hasta que se interrumpe fatalmente la emisión. Miro hacia E., consternado: ¿qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?, me pregunto ya de rodillas mientras me golpeo furioso el pecho. E instintivamente zapeo, porque preveo la noticia: la televisión siempre ha tomado con mucho rigor el pulso a la sociedad. Cuando Franco se apresuraba a morir, la dictadura desplazó un programa de variedades dedicado a Julio Iglesias por Operación Birmania. El día después de los atentados del 11-M la televisión pública cambió la programación para emitir un documental sobre ETA. En la noche electoral del cambio político en Galicia después de 16 años del PP la TVG emitió una reposición de ‘Se ha escrito un crimen’. Y todas al unísono, en franca hermandad, paralizaron ayer el país para saludar a la segunda hija de los príncipes de Asturias, untar la mermelada del notición dejando pringada la parrilla y anunciar especiales protagonizados por lo más variado de la carroña nacional. La monarquía, como la Iglesia, se sostiene por unas envaradas reglas que uno tiene que aceptar cuando está dentro. Una de esas reglas es la poesía: la sangre azul. Por eso Peñafiel se llevó las manos a la cabeza: porque si la nieta de un taxista, dijo, se casa con un príncipe, esto no es una monarquía. “La monarquía del siglo XXI”, le contestaron. Pero monarquía y siglo XXI no cuajan: no funcionan juntos. La monarquía es feudal o no es: lo que hay en España es un apaño, un remedio al que ya va siendo hora de someter a la voluntad popular. Desde luego, que cuenten los Borbón con el periodismo. Y otra de las reglas de la monarquía es su discriminación de acero: la distinción entre el primer hijo y los demás. Con Leonor se entendió el fragor de la sociedad y la emoción del marujeo: la pitufa va para reina. ¿Pero para esta niña hacían falta tantos tambores? A esta niña una nota, un fax si se quiere, y a seguir a otra cosa: al partido de Nadal, mismamente. Lo que pasa es que además de ciudadanos (o precisamente por eso) somos también felices contribuyentes. Eso da una nueva perspectiva: la niña es una boca más a la que ofrecer el pechito saltarín del Estado. Claro: el periodismo inteligente presupuso la inteligencia del espectador. “Debajo de nuestras enhorabuenas”, quiso decirnos, “debajo de esta inmensa alegría que empapa hoy al pueblo español, de estas declaraciones oficiales y reacciones políticas de bienvenida y dicha eterna, hay una constatación”: la Constitución debe reformarse cuanto antes, pero no para reformar el orden sucesorio, sino para regular la llegada de Borbones. No se puede tolerar esa exuberancia: ¿dentro de un siglo cuántos serán? Es bastante más preocupante la llegada de Borbones que la de inmigrantes. La construcción, por ejemplo: ¿hay posibilidades reales de que algún Borbón se meta a peón de obra? Si se van los inmigrantes, la economía corre el riesgo de colapsarse: esto nos lo dijeron en la comida. ¿Tienen papeles los Borbones?, pregunto en alto. Nadal acaba de enterrar a bolazos a Cañas.

viernes, abril 27

El sueldo de Mariano

Pontevedrinos: la expresión la repite ansiosa B. con ese habitual ojo clínico teñido de maldad que le asalta en las tardes perezosas. El pontevedrino es el pontevedrés pontevedrés, defensor de la causa y fuerza viva. La expresión ‘fuerza viva’ merece ser estudiada a fondo en otro momento. Diremos ahora que las ‘fuerzas vivas’ de la ciudad fueron en su momento una obra singular del periodismo local, y a su carro se sumaron entusiasmados, dándose por aludidos, desde el más conspicuo dirigente vecinal hasta cualquier edil con ínfulas, pasando seguro por algún presidente de una comunidad de vecinos que se negará, muy a su pesar, a ser comparado con la caricatura de Juan Cuesta. Es en las manifestaciones donde mejor se reproducen gráficamente las fuerzas vivas, y mientras la prensa recoge el término con ardor ellos se apartan a codazos para salir delante de las cámaras. Pontevedrinos los hay de muchas clases: los incorporados desde la izquierda hasta la derecha de rompe y rasga, entre los que predominan. Dos de éstos, no identificados, se pararon ayer en una calle del centro y entablaron una breve conversación de la que sólo escuché una vaga referencia al “sueldo de Mariano”. Rajoy aquí es la brújula social de la derecha contemporánea y urbanita que ve con espanto el aterrizaje en la ciudad de Telmo Martín, su candidato después de todo. Utilizan “Mariano” para reconocerse entre ellos y subirse, de paso, al escalón de la amistad fraternal con el rey sin corona. Si hablan contigo y tú sólo conoces a Rajoy de alguna rueda de prensa, o de una presentación sin importancia durante alguna campaña electoral, te cogerán del brazo fraternalmente, te llevarán con ellos unos metros y te harán cómplice de una confidencia amable sobre “Mariano”, buscando de reojo en tu mirada algún brillo mortecino de admiración. Durante las visitas privadas de Rajoy a Pontevedra los pontevedrinos apenas se prodigan (el líder llega la búsqueda de sus raíces y al encuentro de la familia, rodeado tan sólo por su pequeño círculo de confianza: Pilar Rojo, Ana Pastor, Paco Villar y por ahí todo seguido), pero cuando la visita de Rajoy tiene rango de noticia es habitual verlos vigilantes a su alrededor, tratando de alcanzar un breve saludo, acaso una sonrisa, un apretón de manos entre tantos o una mirada que el pontevedrino interpretará afectuosa. Llegará a casa a la hora de comer nuestro héroe, aguantará hasta el segundo plato y sólo entonces, mediada la botella, dirá que esta mañana ha estado con “Mariano” y “Mariano” le ha pedido que le dé un fuerte abrazo a su familia. Satisfecho, beberá lo que queda de botella antes de los postres y sus hijos tendrán que llevarlo a peso para cama mientras la mujer llora en silencio, por la emoción o por el susto. A lo mejor fue ese hombre el que comentaba ayer en el centro algo acerca del “sueldo de Mariano”. Quizás lo dijo incluso con ese sutil tono de suficiencia de quien está al tanto de lo que cobra “Mariano” e incluso dónde mueve sus pesetas. Y seguro que luego apostilló que “Mariano” como registrador de la propiedad cobraría un millón de veces más. Ya dice hoy Pilar Cernuda en su columna que el presidente del Gobierno y el líder de la oposición cobran menos de lo que deben por la responsabilidad que tienen, y que hay mucho comegominas en vocalías y organismos de postureo que cobran el triple por rascarse, mansamente, el forro de los huevos. Pero se olvida Cernuda del largo después: los libros para Planeta de Aznar, sus lecciones soberanas como profesor Bubú en Yellowstone y su silla en el Consejo de Administración del grupo de Rupert Murdoch (cuyos periódicos llaman puntualmente a los etarras “separatistas vascos), las pensiones vitalicias o las conferencias de Felipe González y su cariñosa amistad con Carlos Slim. De todo eso hablarán a buen seguro, siquiera ficticiamente, los pontevedrinos en la próxima visita de “Mariano”.

jueves, abril 26

Media docena de lunares

A X., historia real de una cita a ciegas

"Et introibo ad altare Dei”. Al entrar en la iglesia se coló un viento fresco por el cuello de su camisa que le provocó un escalofrío. La voz del cura restalló vibrante como un látigo contra las paredes de piedra. Se estremeció un instante y recuperó el aliento mientras se llevaba la mano al corazón: apenas le latía. En el altar, el viejo elevó las manos al cielo y ofreció el cuerpo de Cristo con la mirada encendida por un fuego sereno. Permanecía de espaldas a las fieles mientras un ayudante elevaba con parsimonia su casulla de anticuario. Enormes nubes de incienso envolvieron rápidamente el altar y los bancos de la iglesia. Se quedó en la puerta: introdujo la mano en el agua bendita y la dejó allí varios segundos, moviendo suavemente los dedos como si pulsase las teclas de un piano imaginario.

A ella la vio más tarde, al despejarse el aire de la espesura del incienso. Era la única espalda desnuda de aquel lugar. Treinta o cuarenta mujeres seguían la misa en grupos dispersos mirándola de reojo y cuchicheando entre ellas: un bisbeo cerrado y burbujeante rodeado por la luz pálida de las altas velas. Era la primera mujer que entraba en aquella iglesia con una falda plisada sobre la rodilla y una camiseta de tiras dejando al desnudo media docena de lunares. El monaguillo, al mirarla, agitaba furiosamente la campanilla. El sacerdote comenzó a darse fuertes golpes en el pecho: había comenzado el Agnus Dei.

Un tibio perfume de plantas silvestres lo empapó todo. Se acercó a ella por detrás y comenzó a secarse la mano contra sus muslos mientras decía su nombre. Ella dio un respingo y aguantó sin darse la vuelta. Él sintió el súbito calor de su entrepierna y comenzó a frotarla más rápido contra ella, rumiando un gemido. Los fieles ya no la miraban con reprobación. Habían censurado su presencia y ya no existía: sólo era una visión del demonio.

Pero ella se encogía al sentir los dedos de él arañándola sin rabia y sin dolor, palpándola con la yema de sus dedos húmedos. Estuvo a punto de perder el sentido. Se recuperó unos segundos más tarde y sin girarse dirigió lentamente su mano hacia el pantalón de él. “Júzgame, oh Dios, y defiende mi causa contra la gente malvada: del hombre perverso y engañador líbrame”. Duró unos veinte minutos. Ella se bajó bruscamente las bragas a la altura de los muslos y acabó con un grito salvaje que ensordeció la iglesia. Él dio un salto y echó a correr hacia la calle.

La chica tardó en girarse una eternidad que había de maldecir el resto de su vida. Escuchó batir una puerta y, después, un murmullo de escándalo recorrió las bancadas. Bajó la cabeza en actitud cristiana. “Quia tu es, Deus, fortitúo mea: quare me repulísili ”. Y volvió a traducir en silencio: “Siendo tú, oh Dios, mi fortaleza, cómo me siento yo desamparado”. El sacerdote clavó su mirada en ella y la dirigió luego al mismísimo cielo.

A él le recibió la tarde de Santiago. Un sol triste de invierno batiéndose en lenta retirada. El ruido del atardecer meciendo las horas en calles desiertas. Suspiró una, dos y tres veces. Era un chico alto y muy delgado. Tenía el pelo rizo y un jersey de lana rojo atado a la cintura cuando caminaba fumando un cigarro rubio americano por la calle Val de Dios, protegido por la muralla occidental de San Martiño derecho al Monasterio de San Francisco. Acabó perdiéndose en un enjambre de callejuelas hasta encontrar una tasca pequeña. Pidió un tinto y leyó el periódico sin interés. Necesitaba mojarse la boca.

Ella trató de ponerle rostro esperando en la cola del confesionario.

Pacientes

A M.G. y hermanas, con retraso

La cifra es demoledora y no pasa inadvertida: uno de cada tres hombres y una de cada cinco mujeres padecerán cáncer en algún momento de su vida. Dice Tom Kirkwood, director de Gerontología de la Universidad de Newcastle: “Una de las creencias máis arraigadas que tenemos es que estamos de alguna manera programados para morir. Y es algo extraordinario ya que lo que entendemos ahora es justo lo contrario de lo que sucede: que el cuerpo está programado para sobrevivir. Si observamos el cuerpo de un persona, incluso unos minutos antes de que muera, y examinamos individualmente las células de ese cuerpo, encontramos que cada célula, cada organismo de ese cuerpo, está trabajando todo lo que puede para que ese cuerpo siga vivo. No hay ningún momento en que ese programa tire la toalla y diga: ‘es la hora de morir y yo controlaré el proceso”. Y sin embargo morimos, cada vez más tarde: pero ya el cáncer es la primera causa, por encima incluso de las enfermedades cardiovasculares. La plaga del futuro destruye la vida con la misma eficacia que sus antecesoras: sin avisar, de un mes para otro, con una precisión milimétrica. Desde hace algunos años ha pasado la sombra del cáncer por mi vida dejando aquí y allá las huellas de desesperación de amigos tan cercanos: algunos han acabado en quimios y otros enterrando a sus familiares. De muchos de ellos he recogido el lamento no sólo de la ausencia ya perpetua de una madre, sino de su propia vida, golpeada en los cimientos. Por eso eché la vista a un estudio que publicó ayer mismo la profesora de la Universidad de Navarra Cristina G. Vivar: el tratamiento a los enfermos de cáncer se debe extender a sus familiares, tanto en los aspectos físicos como en los psicológicos. No me extenderé en la retórica del sufrimiento del hijo que queda a expensas de una cruel metástasis. No lo he sufrido en primera persona, ni me apetece siquiera literariamente ponerme en su lugar: por respeto a ellos, y por respeto a mí mismo. Lo que pasa es que luego está el aspecto emocional, que lo invade todo. Una amiga convenció a su madre para acompañarla a una revisión rutinaria y le descubrieron un cáncer de mama que ha superado con éxito. A la madre de otro amigo le diagnosticaron mal y tarde un cáncer fulminante: ni siquiera un año de vida, ni el atisbo de un alivio improbable. Ha habido algún caso más cercano que ni me apetece relatar: todos llevamos sobre nuestras espaldas el sufrimiento de los otros, cuando no el nuestro. Hace unos pocos meses llegó a mi buzón un correo de una vieja amiga que desmenuzaba el incómodo sufrimiento gratuito padecido en la Unidad de Oncología del Complejo Hospitalario de Pontevedra a raíz del cáncer de su madre: “el ser que más he querido”. Entre algunas de sus frases, acosado por la ansiedad de sus familiares, el médico llegó a decir: “Si seguís así, le retiro el tratamiento”. Las disputas son frecuentes: en el umbral de la muerte tiende uno a perder los nervios. Lo que pasa es que esto el médico tiene que saberlo, y al menos comprenderlo. Los casos son como el cáncer: puntuales. Y cada historia es la historia de uno: no hay dos iguales. Este periódico ha recogido cartas al director de todo tipo: desde la queja hasta el afecto a los sanitarios. La historia que me llegó a mí es una historia acerca de la indiferencia humana. Seguro que no es la primera. Eso sí, hay algo relevante: desde Oncología del CHOP no se ofrece a los familiares asistencia psicológica. En el estudio de la profesora Cristina G. Vivar se dice que la salud de un familiar y su ánimo “es fundamental, porque influye en los mecanismos físicos y sociológicos que sostienen al paciente y su entorno”.

miércoles, abril 25

Insomnio

Llevo ya cerca de un mes viviendo entre cajas llenas de ropa, vajilla, películas y libros depositadas sin orden y sentido, en una habitación y otra, colocadas algunas encima de las otras como en un tetris petrificado por el tiempo. Lo que era una situación desapacible se ha ido convirtiendo con el tiempo en un hábitat del que me costará desprenderme: un estado de provisionalidad que incluso traspasa la decoración y se instala dentro de uno como una bacteria áspera y cercana. El hombre es un animal de costumbres a menudo insólitas. Cuando todavía no estaba colocado el lavabo me acostumbré, por instinto de supervivencia, a lavarme los dientes en el fregadero: superado el impacto de los primeros días todavía me sorprendo dirigiéndome hacia allí con el cepillo, como queriendo cumplir una última voluntad. Ocurrirá lo mismo con las cajas: el día que las abra, o que las mueva, y que todo vuelva a la normalidad. Su desorden armónico condiciona ahora mismo la estancia sentimental en la casa, y dentro de muchos años las asociaré con aquellos meses de primavera en los que me paseaba entre ellas desnudo sin saber a dónde ir y agachándome como un chino en mitad del salón susurrando insolencias: ese estado salvaje en el que hallo ahora una paz absoluta. Otras veces al llegar del trabajo me amodorro en el sofá mirándolas tranquilo, y a veces pasan horas y no me he dormido, y ni siquiera lo echo de menos. He dejado en suspenso cualquier actividad que implique esfuerzo intelectual y desde hace un mes sólo encuentro una vaga atracción en el poemario de Nueva York de Lorca, y estos versos leídos ya hace muchos años que envié por mensaje de móvil a cerca de doscientos números, todos ellos al azar: “Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos / y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos”. La crónica es la del insomnio: suceden en la mente las cosas más extraordinarias, y el arrojo es temerario. Yo fomenté la lectura de Lorca en este país más que cualquier libro de Ian Gibson. Y el dinero de las facturas salió de mi propio presupuesto, y nunca me arrepentí: ni siquiera cuando tuve que pedir un crédito al entusiasmarme con Roque Dalton: “Amo profundamente mi dolor / como a un hijo malo”. Durante un tiempo aproveché esas lagunas de tiempo para escribir: sólo insultos con cierta base y párrafos de una incoherencia deslumbrante. Pero eso fue en la adolescencia, cuando no sabía puntuar. Si uno no sabe puntuar está perdido en la vida. Esto lo pienso al leer una entrevista a Francisco Rico, presentado como el editor del Quijote: Cervantes no puntuaba. Y Espido Freire, en un coloquio: “El Quijote me aburre soberanamente”. Yo no quiero parecer lo que no soy, pero a mí el Quijote me parece un libro divertidísimo, y no me he vuelto a reír tanto como con aquel pasaje en el que Quijote desafía a un señor que amenaza con soltarle los leones: “Leoncitos a mí, y a tales horas”. Pero me alegro íntimamente de lo que ha dicho Freire, con la misma alegría privada con la que leí un comentario de Eminem en mi blog a favor de Cuba: una rara satisfacción. Todo es una pequeña parte de lo que le pasa a uno por la cabeza durante las tres primeras horas del insomnio. A menudo me acerco a la ventana y fumo el pitillo que no me apetece fumar: exactamente ése. O repaso algunos periódicos leyendo de forma tan obsesiva las noticias que acaban perdiendo su sentido original. Pienso también en lo que me dijo una tarde E. Esas cosas que uno cree tenerlas en exclusiva y que son compartidas universalmente: esperar a que se ponga el semáforo en verde iniciando mentalmente una cuenta atrás, y si al llegar a cero el semáforo cambia de color esa mujer es la mujer de mi vida, y si no es la mujer de la vida de otro. Mañana abriré las cajas, y al vaciarlas vaciaré definitivamente un tiempo.

lunes, abril 23

Baja extracción

“Cuando yo tenía catorce años
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa,
me cogía la cabeza mi madre entre sus manos.

Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón”

Después de veinte años, Antonio Gamoneda



Al día siguiente de cumplir catorce años el niño estaba a las cinco de la madrugada cargando carbón en la caldera del Banco Mercantil mientras su madre, a kilómetros de distancia, inclinaba la cabeza sobre una máquina Singer. El muchacho se convirtió en un tipo “alto, feo y delgado”, evocador del legendario “feo, católico y sentimental” que años atrás se atribuyó tan dignamente Valle-Inclán: y ya viejo Antonio Gamoneda se puso por primera vez el chaqué rodeado de señores importantes que supieron desde la cuna cuáles eran los cubiertos del pescado. “Es una cosa complicadísima esto del chaqué. Uno no sabe cómo se enganchan los tirantes ni cómo se pone la corbata, si por fuera o por dentro del chaleco”, comentó luego. El adolescente pobre aprendió a leer con el único libro que había en su casa y muchos años después recibió del Rey de España el premio Cervantes a toda una obra vasta y ejemplar. El tránsito es parte de la leyenda y a ella corresponde auscultarla. De todas las historias extraordinarias de la vida la de los suyos (“los de la pobreza”, nombró él) es la más poderosa. Y a la pobreza, con certeza de pobre, le dedicó su discurso: “Hablar desde el interior de la pobreza no es lo mismo que solidarizarse con ella”, dijo tras recordar que no tuvo libros, y que tampoco tuvo estudios. Y evocó a los otros pobres, contando entre ellos al propio Cervantes y citando de paso a César Vallejo. Vallejo se paseaba por París sin esqueleto y murió de pobre o de frío, tanto tiene. A veces la cultura sin embargo presta más atención a sus apóstoles, y les permite recoger una larga cosecha y gozar de la gracia de la sociedad. “Yo vengo de la penuria y del trabajo alienante. Mis fuentes, en lo que concierne al saber son, permítaseme decirlo crudamente, de baja extracción”, casi recitó ayer, ya soberano y crecido como un río, el poeta Gamoneda. Lo primero que dijo al llegar a los periodistas fue que se había acordado mucho de sus padres: el padre muerto antes de que él cumpliese un año y la madre que inclinaba la cabeza sobre la Singer, cosiendo sin querer los trapos dulces y pobres del destino. El saber conduce a la extracción y por fin el reconocimiento lleva directamente al corazón: quienes lo labraron, y quienes disfrutaron de él y su palabra. En todo ese recorrido a través de la Historia habría lugar para todas las pasiones que forjan una vida. Entre las calderas de carbón y el premio Cervantes no hay tanta diferencia: apenas unos pocos años, ni siquiera un siglo, y las gotas despiadadas del esfuerzo sangrando versos magistrales con los que alimentar, despacio, el esqueleto flaco de aquel niño oscuro y tranquilo.

Casablanca

Los que nos dedicamos con vago entusiasmo a las cositas livianas de la villa aún echamos en falta la ausencia por los periódicos de un tipo como David Casablanca. Le puso rostro al ascenso de 2004, y durante la recepción en el Concello las chavalas se le echaban al abanderado y Casablanca agitaba su melena negra, entre la fatiga y la ternura, haciéndole un ardoroso guiño a una mujer inconcreta para desmayo de la muchachada. Las crónicas decían que Casablanca era un lateral zurdo de cierto recorrido, pero entre la afición ya se vislumbraba un Maldini. Hasta que una madrugada Casablanca cogió el coche después de una trompetada de vino, lo petó de niñas y se llevó por delante una rotonda, un coche y lo que hizo falta: se negó a hacer la prueba, faltaría más, y acabó en el calabozo. Iba Casablanca para Beckham y no acabó en Farruquito de milagro. Como al jugador, también en el Pontevedra las aguas bajaban turbias, y el chaval cogió la puerta y se fue a Castellón empapado en una suerte de alcohol y leyenda. Esta semana reapareció Casablanca por videoconferencia a dar cuenta de aquella peripecia. A través de la pantalla, con la cabeza un poco inclinada y los largos pelos cubriendo sus pómulos, en lugar de declarar parecía que de un momento a otro se iba a atrever con el The Final Countdown. Pero fue sólo un susto: se limitó a decir que había bebido una botella de vino con varias chavalas más, que cogió primero la rotonda y que su velocidad era la correcta, como no podía ser de otra forma. Los agentes de la Local dijeron que llevaba los “ojos rojizos”, tenía el “rostro pálido”, “hablaba embarulladamente” y apenas “podía mantenerse en pie”: ¿y todo eso habiendo bebido una botella de vino entre cinco? Casablanca debe saber que más importante que la inocencia es la reputación.

El Fary

Así que a cámara achegouse a Gayoso e o presentador afilou o bigotiño: "Españoles, El Fary ha muerto". Todo quedou nun susto, e ao final o que case morre foi Gayoso. Non é a primeira vez que se mata a alguén na tele, nin a primeira que se publica o obituario dun vivo no xornal: exquisiteces. Neses momentos procuramos ao personaxe un gran momento: observar a vida desde a morte. Pero logo está o pobo: o seu sufrimento. El Fary adquire no imaxinario español unhas proporcións míticas: foi o taxista que paseou a Ava Gardner pola noite madrileña. E o seu fillo compuxo hai uns anos a que probablemente é a canción máis fermosa do mundo: Cuanto más acelero más calentito me pongo. Gayoso entendeu o impacto da noticia, deu por boa a fonte (Los Chunguitos: claro que si) e soltouna en directo. Que logo tivera que rectificar xa é o de menos. As televisións necesitan destes golpes de efecto. Mesmo o Fary necesita destes golpes de efecto: ningunha noticia mellor que a morte para que falen dun (e seguir vivo). Ademais, Los Chunguitos dedicáronlle unha canción no Luar: non é pataca minuta, que dixo Caneda. E iso que non estaba Regina dos Santos: ese venres libraba. Eu defendo a Gayoso pola mesma razón que o defendemos todos os galegos: as nosas avoas necesitan del para ser felices: é o seu prozac. Pero digo unha verdade: na rectificación, por moito que dixera que despois de todo era unha boa noticia que El Fary seguise entre nós, Gayoso estaba cagándose na vida.

jueves, abril 19

Matria, Lingua e Poesía

(Mañá publica Xosé Vázquez Pintor no Diario de Pontevedra un dos máis fermosos cantos a esta lingua que eu teño xa non lido, senón escoitado. Porque a pouco que un lle preste atención, as palabras de Pintor escóitanse: non hai maior virtude)

Matria, Lingua e Poesía


Mañá sábado, vinteún de abril 2007, o Premio Esquío, coa presentación do libro “Poesía viva, pura poesía”(antoloxía:1981-2006) e a Festa dos seus 25 anos (máis un), honra unha arquitectura de Feira Antiga, xa Patrimonio, na vila pontevedresa de Agolada. Pode ser un día distinto para moita xente do común. Sempre hai unha data significativa nos agradecementos. Con certeza vaino ser tamén para min. Un embigo grande medra en cadaquén e hai un tempo inescusábel para o desabafo ou o ridículo: esta é a miña crónica coa Lingua en sesenta anos de intemperies. E pido desde xa perdón se ofende tanta cativeza para tisnar de biografía unha columna xornalística.

Cando eu chegaba por primeira vez a esta vila labrega viña nos ollos dunha nai que me vestía de cariña redonda e cabelos de ondas en periquetes rechamantes; gastaba unha fala en castelán que sorprendía por novedosa e era un neno cariñoso e pregunteiro con calquera que visitaba nos días e nos meses posteriores a xastrería do meu pai. Porén a infancia medra e os arredores marcan nas viradas. Non tardei en falar o galego coma ti e en sentir que os xogos e os amigos levan cara adiante. A miña nai foise afacendo a esta mutación lingüística do seu único fillo, que chegara coma un galano serodio á súas vidas. Nunca un mal xeito, nunca unha palabra de desprezo para a lingua de Santa María de Melide e de Quian de Carmoega: os seus niños de alma.

Xa perto das súas definitivas ausencias, cando a vida non pode, sóubenos felices coa miña decisión de usuario do galego, sen renuncias, e co respeto polas outras linguas que eran de achegas na conversa, en libros, tvs, radios e xornais. A miña nai foi o derradeiro elo coas estirpes. No ano de 1989 recibía desde O Ferrol a nova da sorte polo Premio Esquío. Díxenllo coa ledicia daquel outro neno grande, xa case careca e da cara longa do común dos feos consentidos. Sorrimos e démonos un bico ao pé do leito que a tiña de acollida na nosa casiña de Cangas. Na edición do poemario estaba a adicatoria: “Pra Antonia”. Ollou e soubo do arrecendo a obra nova na que escoitaba o seu nome por primeira vez en letra de libro. Bagullamos un chisco e ficamos de volta alborecidos coma ouriolos no Sobreiral do Arnego ou nas fragas de Coiro ou de Abelendo.

Cando dei en profundar na tolemia dos enquisas que anuncian a ruina e a case morte para a Lingua de noso, tirei da carabina da memoria e relataba, na oportunidade das miñas clases de galego cos alumnos dos Institutos do Santa Irene de Vigo, do Ramón Cabanillas de Cambados e da Xunqueira de Pontevedra, nun silencio abraiante, esta crónica rendíbel cara aos afectos de familia que agora digo aquí, en hora e día en vísperas da miña estimación cara á Sociedade de Cultura Valle Inclán de Ferrol, por nos ter de Festa nos Pendellos da vila que me ollou en medras sucesivas, en sintonías coas palabras daquelas voces que xa non están e fóronse, coma os meus pais, cabo de lonxe, deixando herdanza e compromiso. Cómpre saber que a Lingua, máis e antes que calquera arquitectura e arte e nombradía que nos conmove, é quen resiste e vai identitaria de compaña coas idades do Amor e das entregas.

Pois velaí a miña tripla emoción -explícita no título- por esta data. Que a fundacional “Pousa de Augalevada” que din as crónicas de antigo, emerxa definitiva sobre a pedra de noso, que son patrimonio, para a reconquista da cultura, a modernidade e o progreso-tal soñara, hai máis de setenta e un anos, Primo Castro Vila: labrego, alcalde e taberneiro. E haxa outrosí Poesía neste País de Sempre Poetas.

Xosé Vázquez Pintor

Agolada, abril do 2007

sábado, abril 14

Cuba

El paraíso sentimental se derrumbó pronto: la revolución socialista era para unos pocos, y los ideales no eran un fin, sino un medio. La biografía novelada de Castro pergeñada por Norberto Fuentes, estrecho colaborador de él, desliza la sugerencia histórica que ya casi nadie pone en solfa: Fidel envió al Che al matadero y procuró que no saliese con vida. La política exterior del Gobierno socialista español tiene en Cuba su particular cubo de la vergüenza, aplicando con el régimen la táctica insólita del apaciguamiento, de la mano tranquila frotando el lomo de la pantera sin perder la mirada en los huesos de sus víctimas. Dentro de esa política hay un éxtasis cercano: el que protagonizó el ministro Moratinos en su última visita a Cuba. Llegó a la isla, evitó a la disidencia, firmó un aumento de cooperación con la dictadura, presumió de un vago acuerdo político según el cual se trataría el asunto de los derechos humanos con el régimen y escuchó, impasible el ademán, cómo el ministro de Exteriores cubano matizaba que eso no tenía nada que ver con presos políticos porque de eso en Cuba no hay, sino “mercenarios pagados por las potencias mundiales”. Debió acordarse entonces el ministro del infame papel que la Historia le ha asignado: el mismo que desempeñó Estados Unidos con Franco: el apoyo, el silencio, el desprecio por la oposición y sus presos (ya no, para qué, por sus fusilados). Lo que debería hacer Moratinos en el próximo viaje es hacerse acompañar por Pedro Zerolo para interesarse por los avances sociales en materia de homosexualidad: ya no se considera una “enfermedad” ni está prohibida por Ley, aunque sigue controlada de cerca por la policía (no sé cuánto de cerca, probablemente sean los agentes como aquí los curas). Muy revolucionario todo, desde luego: sobre todo en estos tiempos.

O tempo

Unha análise aseada debería pensar no papel que o periodismo desenvolve cando non hai noticias. Por exemplo, na Semana Santa. Queda medio telediario baleiro, na procura da última enquisa sobre a nosa capacidade sexual ou os hábitos alimentarios (na mesa, non na cama). No periodismo local temos aí un corpo de vantaxe: asístennos as festas gastronómicas, os enxeños veciñais. Pero é tempo de vacacións en Madrid, así que volvémonos cara ás isóbaras, ao comodín do periodismo de anticiclóns. Nos mediodías de Antena 3 abriron as noticias co tempo: ¡co tempo do día! Quere dicirse que vostede chega da rúa e o periodismo lle está a dicir o tempo que está facendo. Se fose un periodismo máis sagaz, diríalle tamén que acaba de saudar a veciña do terceiro e no ascensor falou de política cun xubilado. Despois da constatación (se é verdade que o que non sae na televisión non existe, é unha boa noticia que se nos anuncie sol aínda que veñamos da praia) vén o xogo de adiviñar o futuro, ou entrevelo. A ciencia dá moitas pistas sobre o tempo a curto prazo. O que pasa é que todos os telediarios teñen ao final unha sección dedicada en exclusiva: en vacacións iso non debe de chegar. E logo hai erros: Galicia é un país historicamente maltratado nos mapas. Desde Minerva Piquero ata Mario Picazo, inimigos todos. Non hai que confundir tradición e realidade. E a chuvia é unha tradición fermosa, como o sepulcro do Apóstolo, pero non é real. Ou polo menos real de todo.

jueves, abril 12

Pontevedra en el mapa

Foto: David Freire

Los candidatos del PP a las alcaldías de Pontevedra se presentaron ayer en sociedad con una curiosa iniciativa. Dibujó el partido sobre los verdes jardines del castillo de Soutomaior un mapa de la provincia mediante varias cuerdas blancas. Una vez hecho el ingenio, se fueron metiendo todos dentro ocupando el lugar que geográficamente correspondería a su municipio. Después, alguien tiró del extremo de las cuerdas, con todos bien amarrados, y se los llevó a la Comisaría más cercana.

La portada de Diario de Pontevedra de ayer devolvía la imagen de los candidatos sonrientes, formando el mapa provincial con algún que otro desarreglo, no sólo geográfico: apenas seis mujeres para unos setenta municipios. Pero nada cantaba tanto como el error de bulto apreciado en la imagen. Núñez Feijoo y Louzán observaba la escena desde fuera, en la imaginaria provincia de Ourense, cuando su lugar natural sería, en realidad, a la izquierda: América.

En el imaginario sentimental de la política gallega sigue muy viva la emigración, aun en su versión biznieta. En 2005, después de todo, Fraga no se bajó del sillón hasta que llegaron semanas después las sacas de América. Y hasta allí, siguiendo el rastro de un voto heredado incomprensiblemente junto al certificado de galleguidad, se están yendo en festiva peregrinación los políticos del país. Hay tres objetivos primordiales: descubrir los encantos de Brasil (que son ricos y variados), reclamar el voto de los electores bajo la sombra de los cocoteros de Copacabana y desentenderse de la frivolidades rutinarias del cargo. Por eso el alcalde de A Lama, enterado por este periódico de que su hermano, residente en Miami, ha censado hasta a doce personas en los últimos días en la casa que todavía posee en el municipio, puede darse el lujo de responder: “Ah, yo no sé nada”. Y después de reconocer que sí, que allí había casa, siguió escudándose en Brasil para alejar la realidad. En Brasil la verdad se diluye vagamente: el conocimiento se evapora a medida que uno cruza el Atlántico, y ya en Brasil la cabeza está en otra cosa: el fragor de las elecciones, las manifestaciones institucionales de amor y comprensión hacia el pueblo amigo, los paisajes a cargo del presupuesto municipal.

La diáspora, por tanto, adquiere el fatal rango de noticia en estas fechas. Habrá quien lo vea en perspectiva. Un argentino todavía puede sentir el latido gallego en su sangre al emocionarse con la lectura pausada de Rosalía y habrá otro, argentino también, que sienta al ver a un alcalde gallego pidiéndole el voto lo mismo que si a mi casa viniese Junichiro Koizumi sólo porque entrecierro los ojos para ver de lejos. Lo que cuenta es la intención, macabra: queremos tu sangre. En pocos ámbitos como en el de la emigración los políticos dejan al descubierto el vacío espiritual de sus escrúpulos: esas carreras por los aeropuertos, esos calendarios inflados de actos banales con los que procurar el cuerpo a cuerpo. Y luego está la batalla subterránea y atroz del voto: la batalla pública que nos espera, día tras día. Y esa cuerda tirada en el suelo, a modo de frontera, sin que nadie tenga el valor de levantarla y llevarla al hombro.

miércoles, abril 11

Las horas


Hay un momento milagroso en Las horas, la película de Stephen Daldry. Se trata de los últimos minutos del personaje de Ed Harris, Richard, un enfermo de sida al que Meryl Streep, Clarissa, sorprende desquiciado mientras aparta trastos para abrir una ventana buscando aire fresco. Sabemos que se va a tirar y también ella lo sabe, paralizada por una suerte de resignación, temor y tristeza: ahí está el presagio de una herida abierta en la que ya resulta imposible hallar sangre. El dolor físico del que hablaba el protagonista de Orwell en 1984: el cuarto oscuro. Ahí se desmenuza una pasión: el enfermo terminal ya, demacrado, absorbente, sentándose en el alféizar, con las piernas encogidas, evocando con su cuerpo ovillado y sin misericordia su infancia desértica, y éstas son sus últimas palabras: "Has sido muy buena conmigo, Mrs Dalloway. Te quiero. Nadie podrá ser más feliz de lo que tú y yo hemos sido". En la película hay un rasgo estremecedor: el rostro de Julianne Moore. Hay en esa interpretación no una película, sino una filmografía. Es la desolación sedada de una vida feliz y una casa con jardín y columpio a finales de la Segunda Guerra Mundial. Remite por momentos a la belleza estéril de American Beauty: el horror subterráneo que palpita en una rutina de mentira. Todo lo inquietante que ocurre en esa película pasa fugazmente por el rostro de Moore. El horror halla normalmente reposo en la banalidad. Su hijo, su marido, su libro de Virginia Woolf. Las tempestades eligen a menudo a los espíritus más inciertos y silenciosos. Que muchos años después el hijo huérfano de esa mujer acabe temblando de frío sentado en el alféizar de una ventana con las piernas encogidas sólo es una común revelación de justicia poética probada a través de los siglos: todo está condenado a imitarse.

martes, abril 10

La grandeur masturbada

Los avances inexorables de la civilización occidental los suele escenificar sin complejos la derecha, a veces en su postura extrema. Sólo así se entiende que para evitar los embarazos no deseados antes se les aconsejara a las mujeres la blanca castidad (y tres avemarías), y ahora se les pida, rotundamente, que se hagan un dedo. La sugerencia la lanzó hace dos días en un coloquio sobre mujeres Jean Marie Le Pen, y no fue una boutade: lo dijo sin impertinencia y un fingido punto de lucidez, tan convencido de su tercera vía que probablemente un día cualquiera bajará a África a pastorear contra el Sida. Esto es todo lo que hay, y no es poco: los siglos se mueven como los continentes, despacio, pero imparables. La grandeur, ante la masturbación femenina: Francia nos lleva varios cuerpos de ventaja, incluso entre sus apestados. El Gran Satán del nacional-catolicismo español y su Sección Femenina debería ser algo así como la autosatisfacción de la ama de casa: su mortal pecado, tan improbable para el Régimen. La guía espiritual de los cuarenta ejemplares años de paz le mostraba el camino a la mujer mediante enseñanzas prácticas y sencillas: proporcionar descanso al hombre, amamantar a la camada y tener siempre el hogar a punto. Pero nada se decía del dedo que se inclina lascivo, un concepto revolucionario más cercano al diablo que al mismísimo comunismo, por más que la propaganda tendiese a identificarlos. La paja española era, además de un pecado, una cosa de hombres. Nunca estuvo a la altura moral de la mujer, incapaz ya no sólo de llevarla a la práctica sino imaginarla siquiera: qué poco sabía el establishment. Resulta difícil que en España haya ahora alguna derecha capaz de sublevar así a los fieles que estos días doblan los capuchones de las Cofradías y recogen las imágenes sagradas bajo un silencio sofocado que se debate entre el amor y la devoción. Dios todavía tiene mucho que decir en la política española, y su derecha en estos asuntos apenas chista: a veces hasta le sigue la agenda y se incorpora a sus manifestaciones. En cuanto a la izquierda, le abre el grifo y procura no ofenderla más allá de lo prudente: el valiente socialismo español, blandiendo la espada laica. De los homosexuales sólo dijo Fraga, en su versión más visceral, que eran unos enfermos y que aquello estaba contra la propia naturaleza. También presumió Fraga de no haber usado nunca un condón y, aunque no dio pistas sobre el truco, de todos es sabido que el chovinismo nunca se entendió con el franquismo. Le Pen sufre estos días por Francia el destino de los animales irracionales: el azote y el desplante. Y eso que no hay nada más francés que la masturbación: otra particular excepción cultural. Pero ocurre que la guerra de Le Pen no es promover la paja sino eliminar el condón, lo que bien mirado es una guerra terrible. En Europa le cuesta la burla, el insulto y la reprobación, pero en África debería costarle la cabeza.

Prestige

El cielo de Camariñas estaba alfombrado de gaviotas y el sol rodaba cielo abajo a la hora en que el mugido eléctrico de los barcos anunciaba su regreso. El aire blanco se deslizaba entre los bombachos de aquellas muchachitas perfilando sus piernas y acariciando su escote, tibio y perfumado, cuando echaban la cabeza atrás en una carcajada inverosímil. Pero nos cansamos de todo aquello en un par de horas, y discutimos porque tú no hacía más que fotografiar nasas y nasas y más nasas, y la insólita combinación me destrozó los pulmones. Volvimos a desfilar en coche por una carretera estrecha que se estiraba en meandros bajo la deslumbrante falda roja del atardecer. Se hacía de noche en la Costa da Morte, y en Muxía nos recibió el silencio sepulcral del mar. Ante nosotros se abrió un cielo de hormigón y un azul salvaje que llegaba desde la oscura barriga del océano, latiendo por debajo de nosotros con el sobresalto primitivo de las cosas. No se veía nada: agitamos las manos en la oscuridad, y apenas se movía algo a nuestro alrededor. Dos sombras nos pidieron fuego. Centellearon las brasas de los cigarros como luciérnagas rojas. El día siguiente fue distinto. Dormimos en un hotel de Ponteceso, encima de la lengua de arena de la desembocadura del Anllóns. "He leído que en este pueblo nació Eduardo Pondal", dijiste. "Seguro que el dueño del hotel era un marinero que lo construyó con las indemnizaciones del Prestige. Este hotel no tiene más de dos años, y al hombre le falta un dedo. Cobra además una pensión de invalidez", aventuraste. Pero ya no te escuchaba: eras un rostro amable, uno más de los que había ubicado en la Costa da Morte, alguien cercano a quien abrazar cuando estuviese triste, y te pedí ir a Camelle. Tú insististe en conocer Laxe. Era uno de esos pueblos acolchados sobre el mar que desprenden una placidez anestésica en cuanto uno entra. El sol de otoño blanqueaba las casas. Unas pocas banderas de Nunca Máis colgaban desteñidas en aquel lugar. Pero yo sólo tenía hambre. Varios perros deambulaban tristes por la carretera que bordeaba la playa. Me pregunté qué clase de pueblo era ése que tenía a sus animales abandonados y por algún motivo te sentó mal. Pero nos reconciliamos a tiempo de elegir un restaurante cerca del mar, a unos metros de Santa María da Atalaia, donde compartimos comedor con dos matrimonios con niños futbolistas. En Laxe fuimos felices. Siempre comíamos alrededor de niños. Tú dijiste que era porque me parecía a Jesucristo: me había dejado una barba inmensa y el pelo muy largo. Te reíste por encima de una copa de tinto. Paseamos alrededor de la playa bajo aquel cielo blanco hasta que decidimos coger el coche y salir para Corme. Al llegar enfilamos una carretera recién asfaltada ("el 75% del Plan Galicia", dijiste) que se encaramaba como en una película de Hitchock al faro Roncudo. Dejamos atrás las cunetas sembradas de plantas y terraplenes y llegamos a Roncudo fascinados por la espuma que brotaba como sangre de aquel mar salvaje. Una soledad inmensa en aquellas horas desnudas del mediodía empapaba el viento. Una cruz blanca y solitaria recordaba a los percebeiros muertos. A lo lejos se oía el silbido de la muerte interpretado por los fantasmas blancos enterrados en tumbas alojadas kilómetros mar adentro. Permanecimos en silencio varios minutos, separados por todo lo que nos unía, hasta que llegaron un par de hombres. Uno de ellos se quedó en el coche y otro se alejó por las rocas para no ser visto mientras meaba. Un azul intenso refulgía con violencia en destellos por encima del baño deslumbrante de luz. Era otoño. Bajamos a Corme más alegres. Un aire de irrealidad colmó el viaje de regreso. Y de repente oscureció, como si alguien hubiese apretado un botón. Bebimos mucho en un pub de Ponteceso. Se te derramó un chupito sobre un chico en el tumulto de la barra mientras yo esperaba en la mesa. "Levádea o máis lonxe posible para que se afunda", dijo alguien. Te reíste al contármelo ya en la mesa, con las manos pegajosas por el licor, y te quité el frío mientras estallaba una fiesta imposible en la pista cuando empezó a sonar Shakira ("suerte que en el sur hayas nacido"). Acabamos en un bar pequeño regentado por una mujer con un escote enorme al lado del hotel. Sus pechos se agitaron por un instante temblorosos sobre la barra, balanceándose como Elvis Presley en los casinos de Las Vegas. Un borracho quiso marcharse en bicicleta. Por la TVG pasaban un Colombia-Argentina en directo. Al día siguiente iríamos a Camelle.

Carrillo

Santiago Carrillo estuvo hace unos años en Pontevedra para dar una conferencia. Unos días antes, atendió desde Madrid por teléfono a este periódico. Su voz cascada era un enjambre de sombras. Pronto, al empezar a arrinconar las sílabas, salieron por los agujeritos del auricular unas espesas volutas de humo. En lugar de hablar más, quizás porque tenía la voz cansada y huidiza, Carrillo dictó las respuestas con el ágil trazo del humo de sus cigarros. Pronto se llenó la sala del aire blanco y gris del tabaco de Carrillo, y en lugar de grabar había que tomar notas aquí y allá de las nubes de palabras que el viejo comunista dictaba a su gusto. En aquellos años aún andaba el PP en el poder, y el rebaño estaba pacificado: la Cope no levantaba a sus oyentes con la corneta y en la Red sólo molestaba el rojerío desatado. Carrillo transmitía la solemnidad de los años, lúcido pese a rozar los noventa, y su risa era un perro escarbando la tierra. Tras el 14-M, el pasado, untado en resentimiento, llamó a su puerta y empezaron las pintadas en la fachada de su casa de La Falange, volvieron los artículos acerca de su responsabilidad en la matanza de Paracuellos y se reprodujeron las algaradas neofranquistas a su paso por la vía pública. Desentendido, descreído y a menudo desmemoriado, Carrillo cumplió los noventa años y el Gobierno le regaló una fiesta sorpresa y retiró esa misma noche el caballo del Caudillo de las calles de Madrid: los altavoces de la caverna tronaron. Y cuando finalmente se hizo público que la Universidad Autónoma de Madrid le daría el doctorado Honoris Causa, a la sopa sólo había que removerla. El rector era Ángel Gabilondo, hermano del enemigo, y la propuesta era un canto al crimen masivo auspiciado por los viciados burócratas de la Universidad: a Jiménez Losantos el artículo le empezó a salir solo, e incluso despegando los dedos del teclado iban mezclándose los adjetivos y la gasolina en un pragmático ejercicio telepático. Días después, en plena revolución callejera contra Carrillo en su acto de investidura, el portal de noticias del propio Losantos, que en días anteriores no sacó al comunista de su portada por las más variopintas razones con el sano ánimo de que sus lectores supieran el atropello, las razones y, por supuesto, el lugar y la hora en el que se iba a producir, hablaba de que “familiares de las víctimas de Paracuellos” se manifestaban en contra del ex líder comunista. Mantuvo la falacia unas horas, hasta que se lo impidió el pudor. Las imágenes transmitidas por las televisiones mostraban a un grupo de chavales envuelto en una gran bandera franquista y uno de ellos, metafóricamente, sostenía sus vaqueros de marca con un cinturón rojigualda: a los “familiares de las víctimas de Paracuellos” se les unió, gráficamente, la “nota negativa de los alborotadores de la extrema derecha”. Carrillo poco dijo. Habló de odios heredados y por ahí. Fue una pena que no diese su discurso blandiendo indignado el humo de sus cigarros en el salón abarrotado mientras callaban, rendidos a la majestuosidad de sus pulmones, los muchachos nostálgicos de aquello que les contaron y les dejaron de contar. La nostalgia virtual, aparente, peor aún que el franquismo.

miércoles, abril 4

Coimbra

A M.


El primer día de mis primeras vacaciones hice una maleta y me fui solo a Coimbra a pasar una semana con un amigo que estudiaba allí un curso de Derecho. Coimbra es una ciudad vieja sembrada de estudiantes sin carpeta y repúblicas organizadas en torno a edificios antiguos donde vive la gente en comuna. Me recibió uno de esos días grises de otoño con las cafeterías humeando y un barullo desatado en las calles, por donde corría un viento húmedo y lejano. El reencuentro fue estremecedor. Toda aquella semana fue una gran fiesta en la que abundaba el vino, pero es la última noche la que todavía conservamos intacta bajo la pureza de los sueños. Habíamos comprado días antes una gran piedra de hachís para pasar nosotros la semana y él las siguientes. Estaba tan pulida y tan bien cortada que la usábamos en la mesilla como pisapapeles e incluso la chica de la limpieza, cándida, le pasó un día el paño del polvo. Decidimos aquel día liar un porro con una copa de Porto antes de salir a una fiesta. Y allí nos sentamos en la madera del suelo, ya duchados y encoloniados y preparados y tan frescos: y empezamos a hablar de ésto y de aquello, vagamente al principio, con intensidad después. Los amigos, la religión, la política y el sexo: el orden moral de la vida, arropado por la insolencia de la juventud. Daniela Mercury cantaba una y otra vez (Como vai voçe / eu preciso saber / da sua vida) en un cedé amargo que escuchábamos sin pausa. A las siete de la mañana los primeros rayos de un sol mortecino centellearon un instante. En la ventana, como un fogonazo, nos saludó un alba inmensa: los últimos borrachos volvían rodeados de edificios en silencio. Hacía siglos que se había apagado la voz de Mercury, enterrada bajo las horas de seda. Nos felicitamos íntimamente por tener la piel tan suave y los sueños tan cercanos antes de dormirnos entre varias botellas vacías. Coimbra se desperezaba a nuestro alrededor, como un gato lanoso a los pies de un tresillo. Fue hace seis años: un mundo cuando vive uno sin mirar el retrovisor. Pasa el tiempo y pasamos nosotros y ya casi todo es pasado. Y al final no se extrañan las ciudades ni la magia de los momentos estelares, condenados sin embargo a repetirse, sino el suave calor de los viejos amigos, tan lejanos y recordados y queridos.

martes, abril 3

Elogio del chanquetismo

Tantos años después aún hay quien piensa que los españoles perdieron la inocencia con la muerte de Franco, pero en realidad se perdió siete años después, al morir Chanquete. Para las generaciones jóvenes resulta incómodo pedirle a alguien mayor que hable de ese momento. Desde 1982, llorar a Chanquete forma parte del calendario litúrgico español. En España uno se bautiza, llora la muerte de Chanquete y luego se confirma: es la santísima trinidad de la españolidad catódica. Uno recuerda haber llorado a Chanquete a principios de los noventa, cuando de Chanquete no quedaban ni los huesos y la cinta empezaba a patinar en TVE. Si fue tanto el dolor entonces, cuando Chanquete moría en diferido, cuál no debió ser cuando murió en directo, sin que nadie lo esperase, en aquella España timorata que despejaba aún las sombras de la dictadura y se agarraba desvalida al timón del gordo bonachón.

Con el aniversario de la muerte de Franco siempre llegaba flotando la muerte de Chanquete, como llegará con el aniversario de Juan Carlos I, de la Transición o del 23-F. Lugares comunes del periodismo en estos casos: de ayer a hoy, tal como éramos, Verano Azul, Julio Iglesias en Eurovisión, Amigo Félix, entrevista a Victoria Prego, de la peseta al euro y de José María Iñigo a José María Iñigo. Pero entre todos, como una figura sobresaliente, por encima del bien y del mal, el gran Chanquete tosiendo bajo el sol azul del Mediterráneo con una gorra de marinero y con la panza jamonera tostada al aire. Era Chanquete un avanzado, un profeta: un jubilado a tutiplé que doraba la piel entre los muchachos del verano, sin la ruina con la que les describió Dylan Thomas. Después de él vino Espinete, que no era más que un Chanquete sin barco pero con Don Pimpón, que hacía las veces de Julia con sombrero de paja y una pelota por nariz. Con Chanquete llegó la pedagogía adulta del señor mal visto de gran corazón, dibujada después por María Gripe en aquel libro, Elvis Karlsson. Al Elvis, un crío de pocos años con pinta de intelectual suicida, le adiestra malamente en la casa su madre, un arpía menesterosa, y en la vida su abuelo, un viejo cabrón que escupía en el fregadero. Chanquete inauguró el ‘chanquetismo’: el abuelito enrollado, la vena macarra con azúcar del jubilado socarrón.

Chanquete era querido, pero los madrileños de Nerja le tenían atravesado: se vio en su muerte, que suele ser el único momento en el que los cínicos muestran su afecto. Antes le dio tiempo al marinero a protagonizar una estampa que ya es el epítome de la okupación, la fuente original de la que beben los titiriteros de nueva generación. Chanquete, escoltado por los muchachitos pandilleros y por Julia armada con su guitarra, entona el “No nos moverán / del barco de Chanquete / no nos moverán”. Hay un antes y un después en la vida de muchos hippies cuando ocurrió aquello. Si la fotografía no es comparable a la del Che es porque al Che lo inmortalizó Korda y a Chanquete Mercero, que hizo lo que pudo pero acabó enredado en las faldas de una boticaria, con el poco prestigio que da eso. Que aquel barco fuese de Chanquete era lo de menos: allí estaba el espíritu rebelde, el tardofranquismo al ajillo, la revolución civil, el desplante a la autoridad y las consignas pegadizas. Chanquete no okupaba, pero era tan bohemio, tan rarito y tan soltero que lo parecía, y ya saben que la mujer del César no sólo tiene que ser honesta, sino parecerlo.

Al final, las hojas muertas de aquel verano volaron sobre la madera de su tumba, y arrasó el duelo. No hay un documental que recoja eso, pero a cualquier adulto de entonces preguntarle por la muerte de Chanquete es preguntarle por la muerte de un padre. O más.

domingo, abril 1

La Edra, suave fue la noche

Durante años encarnó el suave ambiente de la ‘dolce far niente’. A los pies de la arena de Silgar, las muchachas del verano doraban las piernas a la luz de la luna de agosto. Muy cerca, sin perderlas de vista, hombres de polo verde prado y reloj gordo de oro se reunían espontáneamente alrededor de una barra para prolongar sin sobresaltos la madrugada mientras se sorteaban los polvos. Sin saberlo, a sus espaldas, las camareras se los sorteaban a ellos, y en aquel cuento de nunca acabar a veces nadie follaba, o se follaba por error.

La Edra fue el escaparate blanco de la movida civilizada de Sanxenxo: su majestuoso esplendor, latiendo despacio junto al educado alboroto de la terraza del Marycielo. A ratos el espectáculo rozaba lo inaudito. Los asilvestrados la descalificaban por pureta, suntuosa y matraca. A ciertas horas Soleares echaba por fuera y La Edra, con cierta reserva, iba recogiendo los pedazos más aprovechables de aquella veinteañada que empezaba a detestar las turbas. Chirriaba, detrás de la gran casona, un patio pintado de verde a modo de césped. Más arriba aún se descuelgan, flotando, antiguas casas de piedra rodeadas de jardines temblorosos que sobreviven milagrosamente: el lujoso residuo de lo que pudo haber sido Sanxenxo y no fue. César Portela dijo hace una semana que pasa por el pueblo con los ojos cerrados: en lugar de echarse a los arquitectos de prestigio Sanxenxo se echó a los promotores escasos de luces y ávidos de dinero. El patio pintado de verde de La Edra era la metáfora del Sanxenxo otoñal del siglo XXI: artificial y grotesco, enfrentado al verde natural que agoniza encima, trepando por las altas murallas del futuro.

Además de copas, La Edra acogía actos benéficos de la clase alta y, en la campaña de 1999, un mitin electoral de Telmo Martín, el candidato del PP. Al verano siguiente Martín, amante de las luminosas paradojas del destino, tomó una medida inédita: cerró La Edra por exceso de ruido. Nunca aquella selecta clientela se había visto en tal apuro. Las aguas volvieron pronto a su cauce y se despachó el asunto como una rara anécdota: excentricidades del alcalde o del pinchadiscos, tanto tiene. De pequeños saltábamos la barandilla de La Edra, una casa blanca abandonada y cerrada a cal y canto, y olisqueábamos las puertas como perros flacos. Después corríamos por las heladerías de Silgar mendigando cucuruchos rotos y acabábamos agrupados en la playa compartiendo la bonanza y riéndonos de ‘al rico parisién’. Cuando había sed, esperábamos a que el camión de la Coca-Cola llegase al Marycielo, y birlábamos dos o tres botellas colando la mano por debajo del toldo.

Crecimos y un verano abrió sus puertas La Edra al turismo Ralph Lauren con dos porteros grandes uno a cada lado de la cancilla, vigilantes por si se colaba alguna imitación. En aquel recinto pisar un metro cuadrado era pisar una montaña de millones. Pero nadie se emborrachaba más allá de lo prudente y a través de las ventanas sin cristales se adivinaban las pijas fetén de pechos planos y patas de gallo disimuladas con coquetería junto a abogados maduros de estómago exquisito sorteando el último fax de la noche. El neón empapaba las últimas gotas del crepúsculo y Silgar lucía desnuda y limpia a la luz de la selecta luz de la primera línea. Todo poseía una fascinación higiénica y poderosa, aunque si se rascaba mucho aparecían los hierros y los cables de aquel paripé dorado.

Esta semana una piqueta le metió mano a fondo y se llevó por delante La Edra para edificar una nueva mole de cemento con la que llenar de gloria el sky-line de Silgar. Dicen que sobrevivirá La Edra en los bajos del lustroso edificio: será uno de esos pubs a los que la clientela llegue, probablemente, en ascensor.

On the road

Crónica de un meme

El caso Palleiro

El 21 de marzo de 2007 un jugador del Deportivo, Sebastián Taborda, le dijo a su jefe de prensa que al acabar el entrenamiento quería hablar con un periodista, Armando Palleiro. El emperador hacía saber a su empleado que deseaba la presencia ante él de un súbdito: no ahora, sino después de la ducha. Cuando ya lo tuvo enfrente, el futbolista le dio un puñetazo y lo aplastó contra una pared. En puridad, no se trata de un ataque a la libertad de expresión: Palleiro había escrito un artículo crítico con Taborda y Taborda, haciendo uso de la misma libertad de expresión, le dijo a Palleiro que no le había gustado. Al fin y al cabo Palleiro se expresa con la palabra y Taborda, más sutil, lo hace con el cuerpo. Tampoco hay que entrar a valorar por qué el periodista aparece allí, armado con sus ciento sesenta y pico centímetros: quizás no sospechaba nada y pensaba que Taborda, como ser civilizado, iba a rebatirle con argumentos las críticas lanzadas. Lo que pasa es que con las imágenes, la narración de Pallleiro, la narración de los testigos y la narración de Taborda se presenta un fresco preocupante: los compañeros del choni allí, pidiéndole que perdone la vida al miserable, y el miserable elevando su mirada limpia, manteniendo el tipo. A estas alturas, con la civilización en marcha, desempolvamos aún estos cuadros: el hombre batiéndose el pecho con los puños, ahuyentando a las hormigas: un Viva la Muerte pasado de rosca, pero con un tonto sustituyendo a un fascista. Mientras, el Deportivo mira para otro lado en lugar de denunciar la agresión por ocurrir en sus instalaciones. Y la Fape apoyó ayer al periodista pero no boicoteó, que está de moda, al Deportivo: aún hay clases.