Hay un momento milagroso en Las horas, la película de Stephen Daldry. Se trata de los últimos minutos del personaje de Ed Harris, Richard, un enfermo de sida al que Meryl Streep, Clarissa, sorprende desquiciado mientras aparta trastos para abrir una ventana buscando aire fresco. Sabemos que se va a tirar y también ella lo sabe, paralizada por una suerte de resignación, temor y tristeza: ahí está el presagio de una herida abierta en la que ya resulta imposible hallar sangre. El dolor físico del que hablaba el protagonista de Orwell en 1984: el cuarto oscuro. Ahí se desmenuza una pasión: el enfermo terminal ya, demacrado, absorbente, sentándose en el alféizar, con las piernas encogidas, evocando con su cuerpo ovillado y sin misericordia su infancia desértica, y éstas son sus últimas palabras: "Has sido muy buena conmigo, Mrs Dalloway. Te quiero. Nadie podrá ser más feliz de lo que tú y yo hemos sido". En la película hay un rasgo estremecedor: el rostro de Julianne Moore. Hay en esa interpretación no una película, sino una filmografía. Es la desolación sedada de una vida feliz y una casa con jardín y columpio a finales de la Segunda Guerra Mundial. Remite por momentos a la belleza estéril de American Beauty: el horror subterráneo que palpita en una rutina de mentira. Todo lo inquietante que ocurre en esa película pasa fugazmente por el rostro de Moore. El horror halla normalmente reposo en la banalidad. Su hijo, su marido, su libro de Virginia Woolf. Las tempestades eligen a menudo a los espíritus más inciertos y silenciosos. Que muchos años después el hijo huérfano de esa mujer acabe temblando de frío sentado en el alféizar de una ventana con las piernas encogidas sólo es una común revelación de justicia poética probada a través de los siglos: todo está condenado a imitarse.
miércoles, abril 11
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