A X., historia real de una cita a ciegas
"Et introibo ad altare Dei”. Al entrar en la iglesia se coló un viento fresco por el cuello de su camisa que le provocó un escalofrío. La voz del cura restalló vibrante como un látigo contra las paredes de piedra. Se estremeció un instante y recuperó el aliento mientras se llevaba la mano al corazón: apenas le latía. En el altar, el viejo elevó las manos al cielo y ofreció el cuerpo de Cristo con la mirada encendida por un fuego sereno. Permanecía de espaldas a las fieles mientras un ayudante elevaba con parsimonia su casulla de anticuario. Enormes nubes de incienso envolvieron rápidamente el altar y los bancos de la iglesia. Se quedó en la puerta: introdujo la mano en el agua bendita y la dejó allí varios segundos, moviendo suavemente los dedos como si pulsase las teclas de un piano imaginario.
A ella la vio más tarde, al despejarse el aire de la espesura del incienso. Era la única espalda desnuda de aquel lugar. Treinta o cuarenta mujeres seguían la misa en grupos dispersos mirándola de reojo y cuchicheando entre ellas: un bisbeo cerrado y burbujeante rodeado por la luz pálida de las altas velas. Era la primera mujer que entraba en aquella iglesia con una falda plisada sobre la rodilla y una camiseta de tiras dejando al desnudo media docena de lunares. El monaguillo, al mirarla, agitaba furiosamente la campanilla. El sacerdote comenzó a darse fuertes golpes en el pecho: había comenzado el Agnus Dei.
Un tibio perfume de plantas silvestres lo empapó todo. Se acercó a ella por detrás y comenzó a secarse la mano contra sus muslos mientras decía su nombre. Ella dio un respingo y aguantó sin darse la vuelta. Él sintió el súbito calor de su entrepierna y comenzó a frotarla más rápido contra ella, rumiando un gemido. Los fieles ya no la miraban con reprobación. Habían censurado su presencia y ya no existía: sólo era una visión del demonio.
Pero ella se encogía al sentir los dedos de él arañándola sin rabia y sin dolor, palpándola con la yema de sus dedos húmedos. Estuvo a punto de perder el sentido. Se recuperó unos segundos más tarde y sin girarse dirigió lentamente su mano hacia el pantalón de él. “Júzgame, oh Dios, y defiende mi causa contra la gente malvada: del hombre perverso y engañador líbrame”. Duró unos veinte minutos. Ella se bajó bruscamente las bragas a la altura de los muslos y acabó con un grito salvaje que ensordeció la iglesia. Él dio un salto y echó a correr hacia la calle.
La chica tardó en girarse una eternidad que había de maldecir el resto de su vida. Escuchó batir una puerta y, después, un murmullo de escándalo recorrió las bancadas. Bajó la cabeza en actitud cristiana. “Quia tu es, Deus, fortitúo mea: quare me repulísili ”. Y volvió a traducir en silencio: “Siendo tú, oh Dios, mi fortaleza, cómo me siento yo desamparado”. El sacerdote clavó su mirada en ella y la dirigió luego al mismísimo cielo.
A él le recibió la tarde de Santiago. Un sol triste de invierno batiéndose en lenta retirada. El ruido del atardecer meciendo las horas en calles desiertas. Suspiró una, dos y tres veces. Era un chico alto y muy delgado. Tenía el pelo rizo y un jersey de lana rojo atado a la cintura cuando caminaba fumando un cigarro rubio americano por la calle Val de Dios, protegido por la muralla occidental de San Martiño derecho al Monasterio de San Francisco. Acabó perdiéndose en un enjambre de callejuelas hasta encontrar una tasca pequeña. Pidió un tinto y leyó el periódico sin interés. Necesitaba mojarse la boca.
Ella trató de ponerle rostro esperando en la cola del confesionario.
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