Me he trasladado! Redireccionando...

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miércoles, enero 31

Hace diez años Sabina dijo en una entrevista que su verso preferido era uno de César Vallejo: "¡Amadas sean las orejas sánchez!". Y empecé a leer a César Vallejo. Todos sus poemas, que no son muchos, pero son...

¡Hay gentes tan desgraciadas, que ni siquiera
tienen cuerpo; cuantitativo el pelo,
baja, en pulgadas, la genial pesadumbre;
el modo, arriba;
no me busques, la muela del olvido,
parecen salir del aire, sumar suspiros mentalmente, oír
claros azotes en sus paladares!

Vanse de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen
y suben por su muerte de hora en hora
y caen, a lo largo de su alfabeto gélido, hasta el suelo.

¡Ay de tánto! ¡ay de tan poco! ¡ay de ellas!
¡Ay en mi cuarto, oyéndolas con lentes!
¡Ay en mi tórax, cuando compran trajes!
¡Ay de mi mugre blanca, en su hez mancomunada!

¡Amadas sean las orejas sánchez,
amadas las personas que se sientan,
amado el desconocido y su señora,
el prójimo con mangas, cuello y ojos!

¡Amado sea aquel que tiene chinches,
el que lleva zapato roto bajo la lluvia,
el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas,
el que se coge un dedo en una puerta,
el que no tiene cumpleaños,
el que perdió su sombra en un incendio,
el animal, el que parece un loro,
el que parece un hombre, el pobre rico,
el puro miserable, el pobre pobre!

¡Amado sea
el que tiene hambre o sed, pero no tiene
hambre con qué saciar toda su sed,
ni sed con qué saciar todas sus hambres!

¡Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora,
el que suda de pena o de vergüenza,
aquel que va, por orden de sus manos, al cinema,
el que paga con lo que le falta,
el que duerme de espaldas,
el que ya no recuerda su niñez; amado sea
el calvo sin sombrero, el justo sin espinas,
el ladrón sin rosas,
el que lleva reloj y ha visto a Dios,
el que tiene un honor y no fallece!

¡Amado sea el niño, que cae y aún llora
y el hombre que ha caído y ya no llora!

¡Ay de tánto! ¡Ay de tan poco! ¡Ay de ellos!

martes, enero 30

Sensación

Kate Moss ha vuelto a los titulares por un motivo mucho más sugerente que la cocaína: su inesperada vejez. Una lujosa firma de maquillaje podría rescindirle el contrato para buscar a chicas más jóvenes. Los portales de internet, el magma de la modernidad, daban la noticia con júbilo contenido: el siglo XXI, el progreso, nosotros mismos. Kate Moss tiene 33 años y no debería levantar la voz: en otras épocas a la gente a esa edad la cruficaban. Ahora a una simplemente la desalojan: se echa a un lado, y se hace uso de ella para cualquier otro fin, preferiblemente aquel del ‘efecto Nadiuska’, del tipo juguete roto. A propósito de la juventud Scott Fiztgerald dejó varias sentencias humeantes. Mi preferida es ésta: “Era una mujer bella, pero ya marchita, de unos 27 años”. La treintena está considerada la última estación de la juventud, pero ya no de la belleza, que se busca en la primavera de la adolescencia. Hacia allí viaja la publicidad, al paso del talento desconocido. Priman las lolitas espumosas que no han cumplido dieciocho años. Se valoran al peso las carnes vírgenes y la mirada llameante de una estudiada inocencia. Y se devalúa la ‘heroin chic’ que en los noventa encarnó la propia Moss: aspecto de chica cansada, tirando a la anorexia, sin dibujo en el cuerpo y una mirada decadente que se posaba sin brillo en la pasarela para gozo de los yonquis y de los pervertidos. La compañía a la que presta su rostro Moss dice buscar modelos “más jóvenes que le den a la marca un toque más fresco”. Y la propia Moss, meses antes, dijo: “Tengo que pensar en utilizar pronto Botox, posiblemente a lo largo de este año: no puedo tener arrugas”. Y sin embargo cree uno recordar que cuando Adolfo Domínguez bajó del Sinaí con las Tablas de la Ley y proclamó al pie de la montaña aquello de que la arruga es bella, lo hacía para todos: hombres y mujeres, fariseos y samaritanos. Hay que observarlo todo, pues, con detenimiento y a cierta distancia, para no arrugarse antes de tiempo. Ese “no puedo” de Kate Moss es un reflejo patético de su desesperación. La ‘heroin chic’ va camino de convertirse en ‘botox chic’: de ser la fundadora de un patrón moderno pasará a engrosar la lista de discípulas de Cher. Por lo menos su edad es pública, y ya no hay tiempo para que perdamos la memoria y chapoteemos en el calendario cuando la buena de Moss cumpla los sesenta. Hace un par de años El País Semanal reunió a varias actrices españolas que habían cumplido los cuarenta. Se hablaba de los abismos de la edad en un oficio difícil: el de la interpretación, que exige difundir un rostro. Uno ha aprendido a valorar ese tipo de profesiones. No debe ser fácil asumir el coste de los años: la eterna y desgastada lucha contra el tiempo. Digo esto porque la redactora de El País lanzaba un par de dardos envenenados en el texto: dos famosas actrices se habían negado a hacer el reportaje; una porque aseguraba no representar esa franja de edad y otra, literalmente, porque dijo que ni siquiera tenía cuarenta años (el efecto de esas declaraciones, de esa negación que les sale del alma y que acaban creyendo, es el mismo que el de Anasagasti tratando de ocultar su calva: un ridículo ligero, casi comprensible). El despido de Moss, si se produce, no será sintomático, sino sensacionalista. Pero es algo que viene de lejos: la propia juventud es sensacionalista. Incluso la belleza.

domingo, enero 28

Yo prefiero estos Goya

Blanco

Por encima del silencio que flotaba caliente en la tarde lluviosa del primer entierro, agrietado tan sólo por el cegador llanto que sucede a las desgracias más terribles, y por encima también de la suave emoción del pueblo, desfilando bajo una inmensa carpa de paraguas en aquel lento chapotear que les llevaría hasta la iglesia, mi mirada no se apartó un instante de la cajita blanca que portaban cuatro hombres vestidos del luto riguroso que exije corbata malva. En aquella caja ya moraba el cuerpo de Sara, la niña de nueve años de O Grove muerta esta semana en el accidente de Poio. Con ella murió su madre, a apenas dos metros en el cortejo fúnebre, y un día después su hermano, de ocho años. En la antigüedad, los monjes japoneses diseñaban valijas adornadas con bambú o cuerdas sobre el barro todavía blando para guardar allí los alimentos, y si eran grandes servían también como ataúdes de niños. En culturas antiquísimas ya se protegía a los muertos con telares con la intención de protegerlos en el viaje a la otra vida. Dostoievsky, a través de uno de los hermanos Karamazov, relata una escenografía idílica: una muchacha de diecisiete años tumbada sobre un manto de flores en un ataúd abierto. El blanco es la pureza, el presagio, y sobre él se distingue con más intensidad la luz: es el lecho claro de la inocencia, del principio. He pensado en la serena tristeza de los viejos carpinteros que pasaban el día martillando pequeñas tablas de maderas para confeccionar el ataúd de un niño, y en los relámpagos con que el azar se asoma de pronto a una familia tranquila y la hunde desde los cimientos, explotando los anclajes, con la efectividad de un terremoto que deja sólo en pie el armazón blanco de una pequeña caja de madera adornada con un solitario Cristo.

viernes, enero 26

Nieva en Lalín

La huelga de hambre de De Juana Chaos (¿qué hace este hombre condenado a doce años de prisión por dos artículos escritos en un periódico y qué hace ahora la Fiscalía sugiriendo ceder a su chantaje?: este país está enfermo) convivió ayer en Diario de Pontevedra con una noticia fabulosa firmada por Raquel Torres, vía Lalín. Un anónimo madrileño envió una carta al alcalde de Lalín, Xosé Crespo, para pedirle un homenaje a “aquel carnicero que aparecía asando chorizos y torreznos” en un reportaje de 1968 que el No-Do le dedicó a la primera edición de la Feira do Cocido. El carnicero tiene nombres, apellidos e incluso un corpachón bien conservado: se llama Ernesto Faílde Cortizo y la periodista lo fotografió el miércoles en el puesto de la plaza de abastos que abrió en 1959 y que ahora regenta su hijo. Sale Ernesto llevando la mano a una cabeza de cerdo que cuelga junto a chorizos, costilletas y lacones. Crespo, ducho en golpes de efecto, le prometió de inmediato la capa de Comendador del Cocido, un honor de oro en la comarca del Deza. La historia no tiene un final completo: la firma de la persona que dio cuenta del recuerdo es ininteligible, y por tanto ilocalizable. Probablemente merezca una capa aún más grande que la de Faílde. Lanza uno una hipótesis, y disculpen la inmodestia: es muy probable que ese hombre fuese parte del equipo de reporteros que viajó a Lalín a hacer el reportaje o algún técnico de Madrid que montó las imágenes. O un viejo vecino de Lalín emigrado. Si no es así, si ese hombre es un simple madrileño que una tarde de 1968 vio en televisión un reportaje de cinco minutos del No-Do y le llamó la atención un carnicero, y cuarenta años después recuerda el detalle aquel y escribe al Concello para recordárselo, a ese hombre no hay que darle la capa de Comendador, sino el bastón de alcalde. En cualquier caso, y mientras en el reportaje Faílde hablaba de aquella grabación en su casa, curando los chorizos, comencé a evocar la nieve, que para la gente de la costa es uno de los recuerdos más fantásticos de la infancia. La nieve cubría las calles y las plazas de Lalín en los domingos de la Feira do Cocido: los primeros años vomitaba en el viaje por carreteras infernales, y en los últimos era demasiado mayor para la familia: aquella edad (los quince, los dieciséis), en la que uno no está en un lado ni en el otro: un limbo vital aderezado por el pavo y el acné. De entonces recuerdo los queridos amigos de mis padres, y sus queridas hijas, el vago sueño de una huerta, una comida familiar y las escaleras estrechas que llevaban al salón de los abuelos (una galería, una mecedora: yo con diez años, acaso once, moviéndola absorto con la mano). Y recuerdo, por encima de todo, la nieve. No era una visión frecuente en Sanxenxo. Y nevó en Pontevedra en 1987: amanecieron blancos los barrios y los colegios, y aquella mañana fue interminable por excepcional en Campolongo. En Lalín, sin embargo, la nieve convivía con el invierno: la integré en el paisaje, en un tiempo concreto, y el frío bajo cero de los termómetros se quedaba en calle, rondando las plazas vacías del mediodía, cuando las familias se reunían en torno a la mesa y de la puerta entreabierta de la cocina venían columnas de humo que, convertidas ya en nubes, se instalaban en el aire del comedor a la espera de que las mujeres trajesen las ollas e hiciesen el reparto de la oreja, el pezuño y la costilla. Corría el vino, y era invierno. La nieve se secaba semanas después con el primer sol de la primavera, y al año siguiente volveríamos a Lalín. Hasta que un febrero falté, y todos los siguientes. Volví muchos años después a cubrir dos mítines de un par de campañas electorales del PP y a saltar en un concierto de Manu Chao. No fue lo mismo: nunca nada lo es.

jueves, enero 25

Fortaleza

A língua é unha das marcas diferenciadoras que posúen os galegos. Son palabras de Xosé Ramón Barreiro, presidente da Real Academia Galega: “Non é a única pero si a máis importante, a máis visible: é a fronteira simbólica, porque nos permiten saber os que están dentro da fortaleza e os que están fóra”. Pero B., coa información, dáme un apunte interesante: “A mí me parece un asunto de Dragones y Mazmorras”. A estas alturas é importante saber os que están dentro da fortaleza. Suponse que estou dentro, pero hoxe mesmo sae un artigo meu en castelán noutro xornal: ¿estou dentro, estou fóra, o “a los tibios Dios los arroja por su boca”? A mágoa é que as declaracións de Barreiro chegaron aos xornais o luns, e foron sepultadas inmediatamente polo fútbol, que non entende de fronteiras simbólicas. E a marca diferenciadora morreu nada máis saír da gravadora: Efe, que é unha axencia estatal, traducíu as declaracións de Barreiro. Sacounas, por dicilo doutro modo, da fortaleza, e deixounas á intemperie na meseta. Foi unha mágoa, digo, porque na entrevista Barreiro tamén recitaba as connotacións de Galicia: “un folclore propio, uns usos e costumes, unha forma de entender a vida, unha forma de entender a morte, pero sobre todo creo que hoxe estase impoñendo unha clara conciencia de que nós, os galegos, somos culturamente un pouco distintos dos outros”. Hai uns anos oín falar dun dos máis exclusivos feitos diferenciais galegos: aproveitar vellos somieres como cancelas e bañeiras para darlle de beber as vacas. Pero hai uns meses a TVG emitíu unha serie australiana na que non se imaxinan vostedes qué facían os campesiños de alá cos somieres e as bañeiras. Culturalmente non sei se somos diferentes, pero non estamos sós. E a nosa forma de entender a morte debe ter algo que ver cos movementos finais de esqueleto que lle brinda Vicepresidencia aos nosos vellos cos bailes e as papadelas: esa “costume galega de séculos”, segundo a Xunta, da que presumimos a este lado da fronteira, na fortaleza.

miércoles, enero 24

Deshaciendo el futuro

Se murió Ryszard Kapuscinski a los 75 años: muy joven. Por este motivo (su muerte, no su plateada, ya inalcanzable juventud) recuperó ayer Arcadi Espada en su blog la entrevista que le hizo él en el año 2000 en El País. La leo con mucho cuidado, in corpore insepulto, masticando el primer bizcochito de la mañana y apurando una resaca extraña. Recuerdo, mientras me acerco a las primeras turbulencias (“El Estado está en crisis. Han desaparecido estados en Europa, en África. Las regiones parecen más fuertes”), que Kapuscinski sonó mucho para el Nobel este año: una oportunidad perdida. Se lo dieron a Pamuk, que debe tener la mitad de años y pinta de longevo: la Academia tiene muy poco ojo. La última frase de la entrevista es de las que ponen cachondo a Arcadi: “En cuanto a la novela, nunca me ha interesado: la novela es una huida”, dice Kapuscinski. El titular, sin embargo, era de peso: “La Unión Soviética mató a la izquierda”. A mí sin embargo me conmovió una rememoración clásica entre la intectualidad: el 68, su espíritu. Ese año pilló a Kapuscinski en Latinoamérica. “En Chile y en otros países de América Latina. Había una agitación tremenda. Hacía poco que habían matado al Che. El Che estaba presente en todos lados”. Y entonces pensé, de repente, en los sesenta: en todo lo que nos contaron, lo que nos dejaron de contar, y Elvis Presley, y toda la pandi. Nosotros -los de finales de los setenta, los de primeros de los ochenta: una añada que, por perder, también se perdió la Movida- nunca viviremos los sesenta, ni pisaremos las flores sobre el cemento de París, ni atravesaremos corriendo los pasillos del Louvre: ni antes, porque no nacimos, ni después, porque el Parkinson no nos dejará ni siquiera acercar el último porro a nuestros labios: lo fumará Ramona Maneiro a nuestra salud, y luego desenchufará la máquina. Esa década es una década ya perdida: y quizás sea la mejor, como los paraísos de Proust. Pero entonces surge, de entre las tinieblas de la desesperación, una cuestión trascendente: ¿cuál será la década de nuestra generación?, ¿dónde estará el punto de inflexión del que surjan, poderosas, las figuras luminosas de este siglo? ¿Y la ciudad: y el eje sobre el que girará el mundo? Porque fue París, ya desde los años veinte, la ciudad del siglo XX: el refugio de las artes, el aplastamiento nazi, la nouvelle vague, el mito cosido en blanco y negro por América, la del Norte y la del Sur, y las pajillas cinematográficas de la progresía española. Todavía no sabe uno si los adolescentes saben ya por dónde van a ir los tiros, y de qué irá la vaina del siglo XXI. Se han empezado ya a rodar grandes películas, a escribir grandes libros y aguardamos expectantes el resurgir de Melody, la niña de “las manos hacia arriba / las manos hacia abajo”. No hagan caso, mientras tanto, del presente: es un movimiento entresiglos, fluido y rico, que quedará encasquillado entre dos épocas, dos muros. Ahora mismo probablemente estén naciendo Marylin Monroe, John Lennon, Pablo Picasso y Fidel Castro. Tendrán acceso a Internet, podrán operarse las tetas. Y en unos años nacerá un nuevo Kapuscinski para retratar las guerras, frías y lejanas, del nuevo milenio. Y todo seguirá igual, y a la vez será distinto.

martes, enero 23

La doctrina Capello

En su primera etapa en el Real Madrid, Fabio Capello aceptó ser entrevistado por un semanario dominicial de cierta enjundia. Fue una de esas entrevistas en las que se habla muy poco de fútbol y mucho de Capello: como ya es sabido, ambos conceptos entran en conflicto. Y la figura de Capello es fantástica: levanta pasiones. En aquella entrevista, que fue hace diez años y que misteriosamente no logro olvidar, a pesar de que nunca guardo recortes ni fotocopio nada de lo que me gusta (bueno estaría si lo hiciese: yo no tengo la casa de José Luis de Vilallonga), Capello responde a cuestiones trascendentales: el jamón ibérico, las corridas de toros y la moda. El entrenador italiano está ducho en ese estilo de vida tan mediterráneo que aconseja volcar con pasión hacia la vida el espíritu hedonista que nos domina. Por eso a Capello se le ve entusiasmado, y en aquellas imágenes en color reluce su poderosa figura y el férreo encaje de su mandíbula se desengrasa de vez en cuando para sonreír. Le tengo simpatía a Capello. No tiene nada que ver con el Real Madrid: de hecho, su concepto del fútbol es asqueroso y si la Federación Española estuviese dirigida por gente seria la doble pareja Diarra-Emerson que mantuvo durante meses en el once le llevaría directamente al penal de Burgos. Pero me cae simpático. En aquella entrevista dijo una cosa a la que no he dejado de dar vueltas desde entonces. El entrevistador, curioso, le plantea a Capello su gusto por el buen vestir. “Tengo entendido que es usted un verdadero apasionado de la moda”, le cuestiona. Y su respuesta, maravillosa, tal y como la recuerdo: “¡No, no, no! Yo no soy una persona obsesiva ni le doy importancia a la moda. Ahora que, claro, lo que tampoco voy a aceptar es ver a alguien sentado enfrente de mí al que se le vea un trozo de carne entre el calcetín y el pantalón”, contesta el entrenador, casi indignado. Desde entonces divido a la Humanidad en dos, siguiendo la doctrina Capello: los calcetineros chungos y los que, como el italiano, suben los ejecutivos hasta la rodilla para evitar el espectáculo vergonzante de los pelos de sus tobillos. Que Capello no extrapole su certera concepción de la moda al campo, y castigue a los aficionados al fútbol con las fealdades de su sistema, es algo que se nos escapa, pero ya sabemos por Billy Wilder que nadie es perfecto. Y, bien mirado, quizás por ese refinamiento podría interpretarse como venganza el que Ronaldo anunciase que quiere marcharse del Madrid en la mismísima pasarela de moda de París. Le faltó allí bajarse los calcetines, a modo de peineta.

domingo, enero 21

Ou río, ou choro

Unha das preocupacións máis extravagantes que teño ultimamente é a do Estatuto galego e as reflexións que provoca en prensa. Son pensamentos de profundidade que apelan ao sentido histórico e a unhas emocións moi primarias que espertan unha paixón pouco serena. Mais para min (e de aí o meu rubor) o Estatuto non resiste unha reflexión seria. Non a resiste non polo que representa, senón polo que esixe: unha definición. O problema do Estatuto non é de competencias, senón de algo que xa formulou Siniestro sen tanto choro: quiénes somos / de dónde venimos / a dónde vamos. Discutir sobre isto ten un fondo ridículo, pero se ademais a discusión é entre xente de garabata, hai que observalo todo moi atentamente. Ademáis, Cataluña e Andalucía xa pasaron polo trance: tócanos a nós, e non con maior fortuna, pero cunha trascendencia semellante. Xa o dixo Manoel Soto: Galicia “está de loito” trala reunión sen resultados entre Feijoo, Quintana e Touriño. Un loito discretiño, pero xa se sabe que as procesións van por dentro. No crack do 29 colgábase a xente nas farolas, pero aquí somos máis civilizados e respectamos aos bens públicos. Outra cousa ben distinta é saber quen ten a culpa: os votantes danlle moito valor a iso. Antes era máis sinxelo: eu mesmo saín á rúa a cantar aquelo de “a culpa de quen é / dos que votan ao Pepé”. E mesmo penso que seguirán tendo a culpa eles, pero isto xa o digo por foder. O que pasa é que agora tamén creo que ese Estatuto-Ikea, tipo la república independiente de tu casa, faime rir. E tamén faime rir a pretensión de non ser menos que Cataluña, como se iso o arranxase unha palabra moi concreta escrita nun papel. Qué queren: eu son do Real Madrid. Ou río, ou choro.

jueves, enero 18

Epistolario

Houbo uns meses aí atrás nos que O Chioleiro, un preso pontevedrés condenado recentemente por matar a unha veciña de A Lama, escribía cartas ao Diario de Pontevedra lanzando frustracións, dores e rabias. Cando herdei a miña mesa de traballo atopei no caixón cartas vellas dun preso que reclamaba morrer "legalmente" cunha "condición": que a súa familia vivise dignamente (o seu favor non foi concedido: igual eran moi esixentes as condicións). E o martes foi outro preso, o vigués que apuñalou á súa muller e ao seu fillo en Noiteboa, o que remitía ao mesmo xornal pontevedrés un escrito. Tiven a ocasión de ollalo moi coidadosamente. É unha ortografía moi pulcra que non utiliza minúsculas. Ten un arranque fantástico: "Quiero expresar mi más profundo arrepentimiento por los hechos acaecidos en tal significativa fecha y en la cual, producto de mi afición al alcohol, he lastimado a las personas que más quiero". Cun plantexamento similar, pero cunha prosa menor, empezou a escribir Ernesto Sábato El túnel. Máis tarde souben que o vigués era un arxentino nacionalizado: o autor e a historia ían collendo forma. O resto da carta retrata a súa adicción ao alcol e limítase a pedir perdón, que non clemencia. "Sólo saber que me ha perdonado hace que cualquier castigo que se me imponga sea más llevadero", di. Un dos grandes defectos dos escritores é crer que no cuarto dun hotel escríbese mellor só polo feito de que o fixera antes Capote. Pero deberían ollar máis alá dos muros da legalidade sui géneris que levou a varios destes a prisión. Cèline (filofascista), Hernández (antifascista) e Wilde (¡sodomita!) fixeron grazas aos seus deshonrosos delitos unhas cantas obras de arte que probablemente preferirían non facer, pero que os cidadáns libres agradecemos. Quizáis estemos no camiño e deste novo boom de maltratadores saian dous ous tres autores aos que ter en conta: realismo penal, ou algo semellante.

Como nosotros

Probablemente en España no hay una sola persona que despierte más empatía que Eduard Punset. Lo de ese hombre con la comunicación es pura magia. Se derrite ante él el pulcro anquilosamiento de Matías Prats e hinca la rodilla el mismísimo Gasset, otro prodigio a la hora de embaucar a un escéptico. El pasado martes de madrugada tuvo Punset la feliz ocurrencia de aparecer por el plató de Andreu Buenafuente, probablemente el tipo más gracioso de la tele (pero no gracioso al estilo del guión machacadito de Eva Hache: gracioso de verdad, que cae en gracia). Llegó bajo ese aire familiar que le da el peinado revoltoso que lo iguala, sentimentalmente, a Quintín, el padre de Jorgina (la primera transexual de nuestra infancia) de Los Cinco de Enid Blyton. Los dos ofrecieron ya muy tarde, aproximadamente a la hora en la que Punset sale los domingos en Redes, varios momentos estelares, de los que hacen afición. Sin duda, aquella burbuja empática que flotaba entre ambos alcanzó su techo cuando llegaron a un tema escrupuloso: el amor. ¡Punset y Buenafuente se disponían a hablar del amor!, y un ratón dormía en su jaulita de plástico junto a ellos (“hemos traído a un ratón porque hoy viene al programa un científico, y claro, nunca se sabe: hay que estar preparados”, había dicho Buenafuente). Se arrancó Punset, la voz modulada: “Hay quien piensa que el amor es una cosa de hoy, que es algo de literatos, de poetas... ¡Pero el amor es química: existe desde siempre, desde hace 3.500 millones de años!”, se explicó el profesor. “Sabíamos que Sara Montiel tiene ya una edad, ¿pero el cubano?”, pensé desconcertado. Buenafuente se acercó, y Punset clavó su mirada en la de él. “Hace 3.500 millones de años una bacteria en un charco soltó líquidos, soltó sustancias químicas, para preguntar: ¿hay alguien ahí?, ¿hay alguien más? ¡Esto es así! Y es asombroso. Y la bacteria estaba sola, despavorida, asustada...”, dijo el científico. “Ya, y salió a ligar”, interrumpió Buenafuente. Pero el ambiente ya no estaba para gracias. 3.500 millones de años son muchísimos años, y en el plató y en el salón de mi casa se hizo un silencio espeso. Estábamos hablando del inicio de la vida, y probablemente Sara Montiel ya andaba por allí. Pero Punset, que es uno de los pocos hombres que se gusta muchísimo y que al hacerlo gusta también a los demás, ya se recreaba en el plató. “El amor es la mirada. Nos enamoramos con la mirada. ¡Con los ojos! Eso que sucede es química”, dijo. Buenafuente dio un paso atrás: “¡Es que yo me estoy enamorando de usted!”. Cuando ambos se percataron de que el ratón se había dormido, bajaron la voz y continuaron la charla entre murmullos hasta que el animalito abrió los ojos. Un “oooh” de ternura se levantó entre el público, y el ratón lo que hizo fue darse la vuelta, cambiar de postura y volverse a dormir. “¡Como nosotros!”, exclamó admirado Buenafuente. Como nosotros, debió pensar Punset.

lunes, enero 15

Un claro error

El presidente del Gobierno, José María Aznar, inició su intervención en el Pleno extraordinario del Congreso para debatir sobre política exterior con un recuerdo para las víctimas de la guerra de Irak, y a continuación reconoció que el pasado 3 de marzo cometió un “claro error” al mostrarse convencido en televisión de que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva. “Puede estar usted seguro, y pueden estar seguras todas las personas que nos ven, que les estoy diciendo la verdad. El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva, tiene vínculos con grupos terroristas y ha demostrado a lo largo de su historia que es una amenaza para todos”, había dicho en una entrevista en una cadena privada el presidente del Gobierno. “Quiero reconocer el claro error que cometí ante todos los ciudadanos españoles”, recalcó José María Aznar en el Pleno del Congreso.

Éste es el avance de la crónica que ayer envió EFE a primera hora de la tarde a todos los periódicos españoles. Está un poco movida por el tiempo, pero resulta fascinante. Al desempolvar la Historia van apareciendo los huesos. Y uno, colocándolos, redistribuye el presente y diversifica la realidad: la menea, como el buscador de oro que inclina de un lado a otro la fuente, y luego escruta con interés el fondo, a ver qué queda. En este caso, una profunda impresión. En el error reconocido de Zapatero no sólo se acumulan los escombros de Barajas, los hierros colgando de techos desplomados y la lluvia de ceniza que sucede al silencio aquel de los desaparecidos, sino también cierta angustia. Un día antes del atentado de ETA dijo el presidente del Gobierno que estaríamos mejor dentro de un año y al día siguiente le sirvió la banda su particular recompensa: dos cadáveres y un aturdimiento que lo dejó disecado en Doñana, junto a los linces. Como ellos, también la autocrítica de los presidentes del Gobierno lleva años en peligro de extinción.

Del “trágico accidente” al pleonasmo del “trágico atentado” van dos lapsus y una inútil perogrullada que pone bajo sospecha la capacidad semántica de Zapatero, pero no su cintura, que arma a base de golpes de efecto suavizados por el bálsamo de su lenta sonrisa. Y el pueblo necesita a veces que un presidente les arroje suavemente una sonrisa y se recoja entre disculpas, aunque todo ello responda a una estrategia política (que es, de todas formas, otro pleonasmo). Por eso abrió ayer el debate echando mano de la célebre frase que al final no pudo, por falta de tiempo o exceso de pudor, pronunciar Aznar en su momento: “Quiero reconocer el claro error que cometí ante todos los ciudadanos españoles”. Peor le fue a Rajoy, poniéndose en un lugar muy peligroso: el de José, aquel que interpretaba los sueños del Faraón. “Si usted no cumple sus compromisos, le pondrán bombas, y si no se las ponen, es que ha cedido”, dijo el presidente del PP. El último papelón que le faltaba a Rajoy es el de ejercer a tiempo parcial de traductor de ETA. Quizás dentro de cuatro años llegue alguien a la oposición y diga en el Congreso que ha sido “un claro error” el haber subordinado la política del Gobierno a los asesinatos de ETA. Y se restablecerá así la línea, caprichosa, de la Historia.

sábado, enero 13

Penitencia

Hace unos años se lo dijo un amigo mío al médico del pueblo. Eran las diez de la mañana y acababan las últimas copas. “Mira, o médico do pobo pode saír, pero non pode ser o que máis saia do pobo”. Y luego está aquella anécdota del padre al despedirse de su chico en el colegio: “Hijo, no quiero que seas ni el primero de la clase ni el último”. Pensaba en todo eso, y en la áurea mediocritas (la mediocridad dorada: “los goces de una vida sencilla distante por igual de la opulencia y la miseria”, según José Ingenieros citado por la Wikipedia), mientras veía encenderse con violencia los rescoldos de aquel suceso en el que se vio envuelta Ana María Ríos. Al marido de nuestra gallega universal (vano destino el de este pueblo) ya le destaparon un pasado delictivo. Las linternas de la fama no respetan el doble fondo de las maletas. Una mediocridad dorada: es un término apasionante. Lo dijo Sabina de su padre, el comisario retratado por Muñoz Molina en El jinete polaco. El áurea mediocritas le protege a uno, por ejemplo, del ensañamiento del ojo público: el Gran Hermano que nos escruta para luego devorarnos, en un conmovedor ejercicio autofágico. Cuando Warhol dijo aquello de que todos merecemos quince minutos de fama olvidó citar el desdichado vacío que produce luego sumergirnos en las tinieblas de nuestra rutina: el horror de quien ha creído ver el paraíso en la luz insípida de una fama irreal, ajena a méritos. Lo avisó Quincey: uno empieza matando a un hombre y acaba por dejar las cosas para el día siguiente. El anonimato es ya un privilegio que no merece la pena vender, ni siquiera por quince minutos. Alguien recordará algún día tu cara o tus tetas y te dirá quién fuiste, o quién dejaste de ser, y ésa será tu penitencia

miércoles, enero 10

Una extraña paz

El otro día usurpé una identidad. Por supuesto, en el lugar más cómodo para hacerlo: Internet. En absoluto fue algo premeditado. De entre las muchas falacias que se pueden hacer en Internet, la clonación merece mi mayor desprecio. Hasta los anónimos me despiertan una cálida ternura que no encuentro en la suplantación, un crimen cínico y cobarde.
Ocurrió de la manera que sigue. Mientras revisaba en un ciber la prensa, saltó al escritorio de mi ordenador un mensaje del Messenger. Una chica le preguntaba a un chico por un silencio que ella entendía extraño. “¿Estás enfadado?”. Cerré la ventana. A los pocos minutos, aquella ventana apareció (en mi ignorancia, misteriosamente) de nuevo en el escritorio. “¿Pasa algo?”. Repetí la operación anterior y seguí, impasible, en mis lecturas. Cuando la chica atacó de nuevo, y me desesperé antes de cerrar de nuevo la ventana (luego supe que lo que hay que hacer es cerrar, directamente, el programa), no pude evitar sentirme un poco Javier Marías, atacado por un enemigo empecinado e invisible, asaltado en mi afectada intimidad. Era evidente que alguien había estado allí antes, y se había dejado su Messenger abierto. Una locura: es como dejar abiertas las puertas de una casa imaginaria, pero con los invitados haciendo el ridículo creyendo que están en el salón cuando realmente están en la calle, parando a los desconocidos con sus problemas, sus banalidades, sus dolores.
No esperé más y contesté. Primero seguí el juego. Era un tonteo casi infantil que removió años lejanísimos. Me sentí incómodo poniéndome en la mente de un crío, pero la experiencia fue interesante. Yo preguntaba “¿cuántos años me echas?” y así seguía la cosa. Hubo un momento en el que me metí tanto en el papel que cuando me llevé la mano a la barba no me reconocí. A la tercera frase ella me preguntó si era el usuario de aquella dirección. Le dije la verdad. Como buena muchacha, lo encontró todo muy interesante, hasta atractivo. A ella se le activaron esos pocos resortes de la imaginación que empujan a fabricar una novela que no tiene por qué ser escrita, sino vivida. Preguntó mi edad, mi nombre. Qué hacía. Cómo era. Todo era muy extraño, le contesté. Dijo tener dieciocho años. Me animó a crear mi propia dirección, y a seguir escribiéndonos. Tomé nota de la suya, y me fui a casa sabiendo que no tenía ni dieciocho, ni diecisiete, ni siquiera dieciseis años.
Olvidé el tema hasta que pasados unos días leí en el periódico que se había muerto una adolescente en un accidente de tráfico. Evidentemente, existía una posibilidad entre millones de que fuese ella. Pero sólo entonces se activaron esos resortes que confunden con habilidad la imaginación con la realidad, y que ella había sabido ver antes. La edad reposa el argumento: lo amarga, y las casualidades suelen revestirse de drama. Lo que para ella fue un encuentro azaroso que ensoñadoramente acabaría en un amor incierto, para mí fue el principio de una pequeña tragedia a la que tendría que acercarme con delicadeza. Pero bajé el telón. Era un mecanismo delicioso para una novela, como tantos: le puse un título y la di por escrita. Sí pensé, y pensé cuidadosamente, en internet, y en su relación con la muerte. Pensé en los correos sin respuesta de la gente que tenemos un poco perdida, y en blogs parados en un día cualquiera a cargo de seudónimos con los que hemos mantenido conversaciones, confidencias. Pensé en que si alguien muere se le da de baja en Telefónica, pero no en la Red, donde quizás su familia no sabe que existe: ¿cómo enterrar a un seudónimo? De ahí que se siga exhibiendo su cadáver caliente en la web, ajeno a los comentarios, indiferente a las visitas, hasta que definitivamente se cubre de olvido, de misterio y también, de forma insólita, de una extraña paz.

Xosé Vázquez Pintor

Amigo Pintor, na homenaxe da AELG: novelas, artigos, o tempo recobrado. Tamén soñaba Primo Castro.

Correspondencia:
"Foto enriba do Pedregal de Irimia, onde seica nace de días, acaso horas, o Miño. E dentro están os artigos publicados de aprendiz, da escolla que fixeron nos últimos dez anos. Os máis antigos, escaneados, coa roupa da vellice dos anos oitenta e noventa de metade, coas tantas grallas, aínda non os penduraron: eran sesenta, dos case mil que este xabarín de furias contra a noite ceibaba cada semaniña enteira aquí, aló e acolaló. Se o tempo é xeneroso ollade algún, o que vos cadre ao chou, de fronte ou de perfil, abonda".

E as apertas (eternas) de buxo.

lunes, enero 8

De la trena a la teta

Hace unos meses publicó Nacho Mirás en La Voz de Galicia una entrevista a Marcos Dasilva, el marido de Ana María Ríos. Creo compartir con Mirás una virtud un tanto peculiar: cierta sensibilidad por lo secundario, una atención sutil por los pequeños detalles. Quiere decirse que a veces hay más noticia detrás de la noticia que en la propia noticia. O, formulado desde otra perspectiva, que para entender la noticia es preferible rodearla que abordarla. En esa entrevista Dasilva se lamenta (“en Pontevedra non podemos facer nin unha compra. Ana foi o outro día a Zara, mercou uns trapiños e saíu no xornal”), se ufana (“eu teño un BMW, pero porque en vez de gastarme cen euros en cubatas en Portonovo quedo na casa”) y profetiza (“non cambio a miña vida por andar de divertimonas de plató en plató. Nós queriamos contalo nun ou dous programas, pechar a porta e seguir traballando, que somos xente obreira”). Con lo que quizás no contaba Dasilva es que incluso a la clase obrera le sale tetas, como a cualquiera. Y que todo el mundo tiene sus sueños, a veces intactos. De todos ellos, los de la adolescencia son los más poderosos: definen ya no una persona, sino una cultura. Los suyos los cuenta esta semana la propia Ana María Ríos, desahogada: “Siempre he querido salir en Interviú”. Para hacerle justicia, la frase debe ser reformulada, porque cuando una chica sueña con salir en Interviú no es por hacer los mejores moños de Arcade. Lo que realmente dice Ana María Ríos es esto: “Siempre he querido enseñar las tetas en una revista”. Vamos a repetirlo todos a la vez, con los pies muy juntos y las manos entrelazadas, porque la frase es sensacional: “Siempre he querido enseñar las tetas en una revista”. Detrás de la frase se oculta, limpia, una conclusión: Ana María Ríos es una ‘choni’. Dicho esto, cada uno se gana el dinero como quiere, con la dignidad que puede y comerciando con lo que tiene. Obedece a la ecuación mágica que rige los designios de una vida sencilla: querer, poder y tener. Nunca he tenido nada en contra de que una chica cobre por enseñar las tetas en una revista: tampoco tengo nada a favor. Hay muchas mujeres que limpian escaleras, pero huelen a lejía y no tienen el prestigio de Belén Esteban. Lo que pasa es que a mí me gustan otro tipo de tetas, y tengo cierta inclinación por los culos, que en el reportaje gráfico de Ana María Ríos brilla por su ausencia. Así que desvié la mirada al texto, a la literatura, que en Interviú es una literatura de emociones, pero secundaria, adobando el lustre de la carne y el photoshop. Me gustan dos suaves vibraciones de Corín Tellado. “Cuando entramos en la habitación, un corazón inmenso, hecho con pétalos de rosas, cubría la cama. Marcos y yo nos dimos un profundo beso” y “El agua era cristalina. Yo miraba a Marcos, enamorada: me parecía en ese momento el hombre más guapo del mundo”. Cuando Mirás entrevistó al hombre que con el agua cristalina es el más guapo del mundo, éste le dijo aquello de la “xente obreira” y que era una molestia que un periódico, que era Diario de Pontevedra en la sección de Clara Aldán, diese cuenta de sus compras en la ciudad. Ahora todo se ve de manera mucho más natural. A la noticia a veces hay que darle tiempo a que madure mientras uno la rodea. Ayer a los medios que quisieron hablar con Ana María Ríos, estrella erótica de la semana, se les desviaba a un agente, suponemos artístico. Agente que no estimó conveniente que la muchacha hablase con Gemma Nierga en La Ventana de la Ser: por la radio no se aprecian bien las tetas. Sí se pueden apreciar mejor por televisión, pero eso no lo sabremos porque lo último que va hacer ahora Ana María Ríos, ya lo dejó claro su marido, es ir de “divertimonas de plató en plató”.

sábado, enero 6

Romand

Eduard Cortés debutó en el cine con una película que tituló La vida de nadie. El protagonista es un economista del Banco de España que vive en un chalé: tiene mujer, un niño y apenas cuarenta años. Y sin embargo es todo mentira, porque nunca ha acabado la carrera, no es economista y jamás ha entrado en el Banco de España. Vive de todo el dinero que su familia y sus amigos le dan para que lo invierta. Me gusta el término que le dio Octavi Martí: “creó una arquitectura social sobre el vacío más absoluto”. El cronista lo escribió en el El País en una crónica del año 2000, dos años antes de que se estrenase la película. No hablaba del protagonista del filme, sino de alguien mucho más real: Jean Claude Romand. Romand era un alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud, vivía en una casa con jardín en un pueblo francés cercano a la frontera suiza y tenía esposa, dos niños y un perro. Un novelista francés, Enmanuel Carrére, le dedicó una novela a este asombroso personaje. Sus colegas médicos le daban dinero para que él lo colocase en Suiza. Cada mañana, y esto es lo que a mí me conmueve, Romand se despedía de su familia, se metía en su coche, se iba a un aparcamiento gratuito y dejaba pasar las horas. En su segundo curso de Medicina había suspendido un examen y para no decepcionar a sus padres decidió mentirles. Sobre esa simple mentira edificó su vida. Cuando le reclamaron el dinero todo empezó a resquebrajarse. Y se vino abajo con exquisita frialdad. Mató a su mujer, a sus hijos, al perro y a sus padres. Luego prendió fuego a las casas y se tomó un tubo de somníferos. Sobrevivió. “Carrére pone al desnudo la extraña relación entre la personalidad social y lo que queda de nosotros una vez privados de títulos, funciones y uniformes. Por eso el enigma Romand interesa a tanta gente, porque es un poco nuestro propio enigma”, escribe Martí.

viernes, enero 5

miércoles, enero 3

The Show Must Go On

Ni el estruendo prehistórico del bombazo, concienzudamente planeado por la espalda, que es por donde se va caminito a la independencia, como los tiros en la chepa. Ni el flojo aturdimiento de Zapatero, incapaz de salir en la televisión a las doce del mediodía para decir que con el ruido que se ha montado en la T-4 el diálogo es imposible, no ya por el problema moral, sino por algo mucho más prosaico: las condiciones acústicas. Ni siquiera, ya digo, esa turba de losantitos tomando las calles con banderolas españolas, lemas extravagantes ("Zapatero coge la maleta y vete con la ETA”) y una intención tan clara como inútil: la culpa de todo la tiene Yoko Ono. Ni siquiera, en fin, los análisis posteriores de políticos y periodistas que salen a la débil luz de la trinchera, trabajados con ímpetu bajo el silencio de la hecatombe, arrimándolos al ascua del esqueleto de su sardina para salir con los deberes hechos en 59 segundos a comprimir los argumentos entretejidos con la seda vieja de sus entrañas.
En realidad, a cada atentado le sucede una liturgia que diríamos programática: una liturgia con un sacerdote identificado, orondo y feliz, que es ETA, y unos feligreses que se mueven a su compás para confesarse cuando ETA lo cree conveniente, para comulgar cuando ETA saca a pasear el cuerpo de Cristo en períodos de cariño, unción y misericordia o, incluso, para salir a la carrera cuando a ETA le da la gana de echar abajo la iglesia con quinientos kilos de cloratita. Y aunque todo eso ya está, digo, cerca de cansarme, azuzándome el hastío, nada hay tan pesado como el rostro de Otegi y su discurso, rudimentario y plomizo: un discurso de secano, ajado por el tiempo y sepultado por sus propias expresiones verbales, que han crecido dentro de él como plantas carnívoras y se lo han llevado por delante, deglutiéndolo educadamente: al discurso y al propio Otegi. Si hubo una época en la que ETA unió a su tradicional discurso terrorista cierto interés por el jueguecito léxico fue aquella en la que la banda hablaba sin rubor de una estrategia que literariamente suena poderosa: la socialización del sufrimiento. Pudieron haberlo afrancesado un poco y saquear a Eluard (Capital del Dolor), pero prefirieron hacerlo más tétrico y ponerle en bandeja a Otegi los pontones apolillados de su discurso. Ver su rostro redondo y sereno, casi lunar, en la tarde del día 30 delante de un micrófono y rodeado de periodistas, como si en lugar de un vocero terrorista estuviese hablando Rod Stewart, casi me hace devolver las uvas un día antes de haberlas ingerido, lo que no deja de tener su mérito.
La puesta en escena de Batasuna, para ser una organización que no existe, es fabulosa. Primero Otegi se acerca sin capucha y con el gesto constreñido a la mesa, se sienta dejándose caer como un saco de patatas y, llegado el momento, habla. El “escenario político que satisfaga a todos los agentes”, la solución “al conflicto”, el lamento por el “sufrimiento” que se le está causando “a todas las partes”, las “vías de solución”, el “Estado español” y su estrategia penitenciaria respecto a los “presos políticos”, que lo único que han hecho es vaciar el cargador de las pistolas en las cabezas de los enemigos del pueblo vasco: una política un tanto agresiva, pero eficaz: no vuelven a chistarte. Eso es Otegi: ya no un peligro, sino un coñazo. Casi es mejor teniéndolo dentro de la banda, escondidito en algún poblachón del sur francés, que descargando su batería insulsa de palabras descosidas y desteñidas por las primeras planas de los periódicos del país. Y todos a su alrededor dándole trato de estrella de la NBA mientras Otegi aparta disimuladamente a los dos cadáveres, los mete debajo de la alfombra, se sienta sobre ellos mascullando algo de un “accidente” y dice que la tregua marcha, que el proceso es más necesario que nunca y que nunca choveu que non escampara. El espectáculo debe continuar, nos canta, impasible, Otegi.