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jueves, julio 31

Los pasos del caído

“Cuando murió su hijo, Haro Tecglen llamó a su ex mujer para decirle: “Ya ha sucedido”

Lo advierte Fernando Savater: “En la vida real, los malditos son inaguantables”. En la vida literaria, fascinantes. Así lo ha debido entender J. Benito Fernández (Tomiño, Pontevedra, 1956). En 1998 publicó un libro imprescindible para entender más allá de su obra y de los documentales (El desencanto, Después de tantos años) a Leopoldo María Panero: Los contornos del abismo. Este año, el gallego, periodista de los Servicios Informativos de Televisión Española, ha quedado finalista del Premio Anagrama de Ensayo con su libro Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído, sobre el hijo del recientemente fallecido Haro Tecglen.
Llegó usted a Haro Ibars por inercia.
–Sí. Y hay algo curioso: los fascinados por Lepoldo destestan a Eduardo y viceversa. Lepoldo despreciaba literariamente a Eduardo. Y los seguidores de Eduardo despreciaban a Lepoldo porque decían que era un pesado, un plasta... Incluso Eduardo se niega a abrirle la puerta de su casa a Lepoldo. O bien porque llega borracho o bien porque, efectivamente, es un pesado.
Haro Tecglen no habla en el libro. Se negó siempre, y eso que su figura no queda bien parada.
–El único contacto que tuve con él fue profesional, haciendo un reportaje de Informe Semanal. Yo había querido hacer poco después de morir Haro Ibars un retrato del personaje a través de los padres. Y envié un cuestionario tanto a Eduardo como a Pilar Yvars. Eduardo nunca me contestó. Cuando me lo encontré cara a cara en un teatro con motivo del reportaje de Informe Semanal me presenté y dijo: “Ah, sí, sí, ya sé quién eres”. Me contestó a las preguntas del reportaje y eso fue todo.
Con motivo del libro, trató de hablar con él por todos los medios.
–Empleé todas las argucias. Desde su ex mujer, Pilar Yvars, hasta personas que le contaban que había cosas que no le beneficiaban personalmente, como que usara a su hijo de ‘negro’ en un libro sobre el nazismo (le dio cien mil pesetas). Era importante escuchar su opinión, pero no dio resultado. Lo intenté con su ex mujer, con José Ángel Ezcurra, que era director de Triunfo, con Diego Galán, que es como el hijo que nunca ha podido tener él, con Juan Cueto... Siempre ha contestado que el problema es que él no tenía nada que decir. Le he mandado cartas con preguntas muy puntuales que no tuvieron respuesta. Le he dejado mensajes, le he llamado por teléfono e incluso una vez hablé con su viuda, con Concha Barral, ¡y ella misma se lo transmitía delante del auricular a Eduardo!: “Eduardo, que es Benito Fernández, que quiere hablar contigo”. Y a él se le oía: “¡Pues dile una fecha!, ¡dile una fecha, ya! El lunes, el lunes vente por aquí. Y llama antes”. Y llamaba el lunes y no cogía el teléfono ni dios. Ése es todo mi trato que tuve con Eduardo Haro Tecglen. Incluso ahora me ha dicho gente, morbosamente: “te alegrarás de lo que ha pasado”. Y no, por supuesto. Todo lo contrario. Para mí Eduardo Haro Tecglen es un maestro, y eso lo seguiré diciendo.
¿Qué ha dicho del libro?
–Sánchez Dragó quiso llevarnos a él y a mí a un programa de libros de Telemadrid. Y él dijo que no tenía el libro ni le conocía. Se lo envió la editorial y él dijo que no tenía nada que decir. Por otras personas dijo que era un libro muy trabajado y nada más. Yo digo en el prólogo que quizás calla quien más tiene que callar. Pero tampoco creo que Eduardo salga muy mal parado.
¿Cómo interpreta usted su silencio?
–Él siempre ha dicho que no ha asumido todavía la muerte de sus hijos [Haro Tecglen y Pilar Yvars tuvieron seis hijos, de los que murieron cuatro]. Él dice que es algo muy traumático, pero más traumático será para la madre, que los ha parido. Y Pilar habló delante del magnetófono y la he visto llorar mucho. Fue algo muy doloroso. Para Eduardo sin embargo fue tabú el tema de sus hijos. Y sin embargo en sus columnas reivindicaba a su hijo, y decía que le copiaba.
Hay una frase terrible de Haro Tecglen cuando muere su hijo.
–Define mucho al personaje. Esa frialdad. Tenía contacto con su hijo, y últimamente habían comido juntos Blanca Uría, la última compañera de Eduardo, Haro Tecglen y su mujer. Tenían relación, y Haro Ibars dio al final de sus días unos discursos tremendos sobre la admiración que tenía por su padre. El problema es que a Haro Tecglen le hubiese gustado que su hijo fuese un señor metido en la redacción de Triunfo trabajando sin parar como Diego Galán en vez de dar tumbos por la calle borracho y metido en el ‘caballo’. Y aunque él presume de haber educado a sus hijos en libertad, yo creo que si hace balance debería darse cuenta de que se ha equivocado. Haro Tecglen fue la primera persona a la que llamó Blanca Uría para comunicarle la muerte de su hijo. Y luego Haro Tecglen llama a su ex mujer, la madre del muchacho, y le dice: “Ya ha sucedido”.
Cuenta Umbral al final del libro: “Haro Tecglen está hoy en las columnas haciendo lo que le hubiera gustado que hubiese hecho Haro Ibars. Está siendo su hijo”.
–Sí, exactamente. Y yo tengo la teoría de que a Eduardito le hubiera encantado ser su padre. Le hubiera encantado que le reconocieran como un gran columnista. A Eduardo, sin embargo, se lo lleva por delante el exceso: las drogas, especialmente.
La época.
–No es que influya la época. Él es víctima de la ignorancia que teníamos con las drogas. Hay muchos supervivientes de esa generación. Mariano Antolín Rato era amigo suyo, también era yonqui y ahí sigue trabajando de la literatura. Eduardo fue víctima de la ignorancia. Además, el ‘caballo’ era una droga muy mítica. Todos teníamos a nuestros mitos generacionales: Janis Joplin, Brian Jones o Jimi Hendrix. Yo no di ese paso porque me aterrorizaba sólo pensar en las agujas, pero sí probé el LSD y esas cosas. Eduardo iba de héroe, de valiente por la vida, y se lanzaba.
¿Por qué esa actitud, por qué parar el tráfico con un cencerro y este tipo de cosas?
–Fueron los primeros friquis. La gente antes se te quedaba mirando sólo con sentarse en el bordillo de la acera. Y Eduardo a lo mejor iba por ahí con un cencerro colgado al cuello y con un chaleco de piel de cabra, y la gente se volvía para mirarle. Cuando estuvo el Che Guevara en Madrid, subía por la Gran Vía y la gente se quedaba mirando para un tío barbudo, vestido de verde oliva, y decían: ‘Joé, qué pinta’. Y cuando Eduardo y sus amigos cruzaban la calle les llamaban maricones.
Haro Ibars siempre fue a contracorriente.
–Cuando la gente luchaba contra la dictadura, él ya estaba de vuelta de todo y hablaba de homosexualidad y drogas. Y cuando todos iban de modernos en la ‘movida’, él se hizo trotskista y hablaba de la revolución. Era un provocador. Un niño prodigio con una formación y unas lecturas increíbles. A Paul Bowles le fascinaban sus conocimientos adolescentes. Leía en varios idiomas. ¡Conocía a Djuna Barnes, una autora minoritaria, cuando aún no se había traducido nada de ella en España!
He leído en alguna parte que Haro Ibars era un pijo del malditismo.
–A mí me lo ha dicho algún escritor muy reconocido. Alguno me ha dicho que mientras él curraba y sudaba sin un duro por escribir, éstos eran unos niños bien. Yo no creo que sean pijos, aunque si se entiende por pijo el que no ha dado un palo al agua, pues bueno. Pero yo tengo otra concepción del pijo. Eduardo, Lepoldo y otra gente han sido ovejas negras de familias bien.
3-10-05

martes, julio 29

Que vayan ellos

"Mi madre era la bruja más asquerosa del siglo, pero tenía derecho a serlo: mi padre y yo le hicimos la vida imposible", dice Leopoldo María Panero en Después de tantos años, la segunda parte de El desencanto, película que levantó el acta de defunción del franquismo a través de una de sus más singulares familias. Ricardo Franco la rodó en 1994, dos décadas después de que Chávarri hiciese la suya. Y por fin he podido ver entera la decadente epopeya de los tres hermanos (Juan Luis, Leopoldo y Michi). Allí están de nuevo enfrentados a la cámara y de nuevo huérfanos: en El desencanto, de su padre (el poeta del Régimen); en su secuela, de su madre, la bella y nostálgica Felicidad Blanc. Allí está de nuevo el guapo Michi, ya envejecido, con rasgos dipsómanos, descreído y fugaz, con una cínica lucidez, emprendiendo el camino de vuelta que lo dejó en la muerte en 2004 a los 51 años. Michi, desdibujando la "hipócrita izquierda literaria madrileña", un grupo de "horteras de mierda que no saben escribir un mal poema", y animándolos con una frase que luego fue legendaria a aguantar a Leopoldo María Panero, si tan amigo de él eran: "¿No habíamos quedado en que la familia no existe? Pues que vayan ellos, joder, que vayan ellos". El Michi decadente y casi fantasmal, incapaz de caminar, desmintiendo aquel "éramos tan felices" que cantó en El Desencanto y recordando que "lo peor que se puede ser en esta vida es un coñazo". Michi, en fin, diciendo que "todo el mundo tiene derecho a defenderse de la vida". Y allí está Leopoldo, encerrado en psiquiátricos: “La gente que sufre no tiene porque ser buena. Generalmente es más mala que la quina (...)”. Leopoldo, reclamando de sus hermanos las chocolatinas que le llevaba su madre. Allí Leopoldo, paseándose entre una naturaleza muerta, recitando a Ginsberg: "He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura". Y más allá Juan Luis, abominando de todos: "Me he sentido más hermano de Octavio Paz que de cualquiera de ellos". “Mi madre”, dice Michi en una de las pocas sonrisas que ya le concede la edad, “encontró a Leopoldo sobre una silla, desnudo frente a la ventana, sosteniendo una bacinilla llena de agua y dentro de un círculo de tiza que había dibujado en el suelo. ‘¿Qué haces?’, le preguntó. ‘¿No lo ves? El ridículo”.

viernes, julio 25

Pisando tierra conquistada

Como toda lucha necesita un símbolo, las llamadas madres de la droga se plantaron en los noventa delante de las verjas del Pazo Baión a pegarle seis gritos a sus dueños. Los gallegos, esa raza celebrada hoy por obra y gracia de Santiago Matamoros (cuyos restos aún nos quieren hacer creer que descansan sagrados bajo la Catedral, degollado y con la cabeza entre los brazos), no se distinguen de los demás en ciertas cualidades sintomáticas: hay a quien le gusta esconder el dinero tanto como la cara y hay a quien le pierde el derecho de ostentación, tanto da si se produce sin oficio ni beneficio. A Oubiña como a otros les perdió la impunidad: habían pasado tantos años que creían que aquello era eterno. E hizo de Pazo Baión el ominoso faro de la ignominia que se había ido gestando en los años felices de las planeadoras, los fardos y los muertos. Tiempos de compañeros de pupitre que se iban una noche a una playa de Arousa a ayudar en la descarga y ganarse 60.000 pesetas. Se desfizo el negocio y la maquinaria de la justicia empezó a rolar, como rola a veces el viento: las madres cruzaron el umbral de Pazo Baión, comprado con los picos de sus hijos y las marcas endelebles de sus brazos, muchos hoy apenas húmero, cúbito y radio bajo la tierra que señalaba Eliot: “Aquel cadáver que plantaste en tu jardín el año pasado / ¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?”. La metáfora puede servirse hasta en caliente, e incluso pensarse en las autoridades y las madres tras el portalón esperando la apertura de Harrod´s. Pazo Baión es esclavo ya de un tiempo y en sus pasillos se hizo el recorrido de una época que desmenuzó con saña generaciones a las que habían invitado a una fiesta sin decirles la hora a la que se iban a cerrar las puertas: tuvieron también su responsabilidad, y no fue menor. Como la toma de la Bastilla, la lucha suele cerrarse con el apoderamiento de los símbolos: las madres huérfanas de hijos pisando los viejos dominios del lobo. Veinte años no es nada, pero dan para mucho.

jueves, julio 24

21 curvas

Después de todo la ardiente vida de uno sigue recorriendo las lejanas rampas de Val Louron (Chiapucci e Indurain escribiendo su leyenda en el 91), del Col de Aspin, del Galibier, de la Croix de Ferre, del Hautacam, del Tourmalet, de Luz Ardiden (Lale Cubino en el 88 reventando el Tour con Javier Ares al borde del infarto gritando “Lale, Lale, Lale, Lale”, incapaz ya de decir más en los dos últimos kilómetros que ese “Lale, Lale, Lale, Lale” hasta que Cubino, ilustre de Béjar y rodillas de cristal armado, cruzó glorioso la línea de meta). Después de todo la ardiente vida de uno todavía lleva tatuada aquella portada del Marca (“Extraterrestre” a cinco columnas) cuando Indurain, en la contrarreloj de Luxemburgo, puso al segundo a tres minutos y dobló a seis corredores dejando inaugurado el ciclismo moderno. Después de todo no ha habido aún impacto semejante para un niño que la subida a Luz Ardiden en 1988, cuando Perico Delgado empezó a subir el gigante junto a Gert-Jan Theunisse y Stephen Rooks. Fingió el segoviano una pájara, se dejó caer levemente como quien cede con la mano al peso de una piedra y, cuando los rivales se las prometían felices y gimoteaba el gran Pedro González en TVE (“se queda, Perico no puede, Perico se queda”), arrancó Delgado como el veneno enseñando primero el amarillo y llevándoselo luego por las curvas, él solo, à la recherche du temps perdu. Después de todo la vida de uno y la vida de muchos puede reconocerse en cada una de las 21 curvas de herradura de Alpe d’Huez: allí se cocieron infancias, hubo traiciones e historias de amor, ejercicios de memoria y desmemoria, se hundieron voluntades que parecían inquebrantables, tocaron la gloria los elegidos entre muchedumbres que se volcaban hasta parecer estar abriendo un río humano entre pedaladas exhaustas, subió Van Poppel agarrado al guardabarros de un Peugeot, ganó Echave una etapa antológica, cayeron ciclistas, se bajaron algunos y voló un Pantani enloquecido despedazando a unos y otros hasta coronar el mundo. Después de todo siempre nos quedará Alpe d’Huez y con él lo eterno: las arribadas de un pelotón descompuesto al paso de quien ha estado en el infierno y lo va a contar, el paraje a vista de helicóptero desnudando entre las curvas la fragilidad de las hormigas que suben y bajan montañas en siete horas y las carreteras pintadas con los nombres de Lucho Herrera, Moreno Argentin, Martín Farfan, Marino Lejarreta, Charly Mottet, Laurent Fignon, Fabio Parra, Greg Lemond, Gianni Bugno y Ángel Arroyo. Cézanne pintó cien veces la montaña de Saint-Victorie para hacerla perfecta y cien veces podrá subirse el Alpe d’Huez que nunca habrá una historia igual que otra: ayer en la primera rampa desencandenó un ataque sin cuartel Carlos Sastre. Por cada suicida en Alpe d’Huez, una victoria.

miércoles, julio 23

Encuadre


Una de las más polémicas discusiones sobre verdad y fotografía la protagonizaron hace años el periodista Arcadi Espada y el fotógrafo Javier Bauluz, ganador de un Pulitzer. Con esa foto ganadora de Bauluz (que se reproduce en la columna) se dice que entró un día el profesor Espada a su clase diciendo: "¡Mentira, mentira!". En la playa de Atlanterra el fotógrafo había inmortalizado una imagen que había dado la vuelta al mundo: una pareja de bañistas sentados en su toalla mientras al fondo en la playa descansaba el cadáver de un africano. La indiferencia de Occidente, tituló Bauluz: el drama de la inmigración y sus dolorosas consecuencias. "Mentira", bramó Espada, y ya no sólo porque "esa joven pareja, en fin, tuviera que llevar sobre sus hombros el peso de la indiferencia de Occidente ante el drama de la inmigración africana, y para el resto de sus días", sino también por algo muy sencillo: "A Bauluz le bastó para construirla un encuadre que aislara a las otras figuras presentes en el drama: policías, médicos, leguleyos, personal de asistencia, curiosos, bañistas, y una óptica adecuada que colocara en una falsa cercanía a los bañistas y el cadáver". En el reportaje en el que se incluyó esta fotografía, en La Vanguardia del año 2000, había también otras tomadas en ángulos opuestos, y allí estaba la Guardia Civil y la burocracia habitual de la muerte. Pero Bauluz a esta foto en concreto la llamó La indiferencia de Occidente, y con ella ganó un Pulitzer y maltrató a una pareja que pasaba por allí (los dos con las piernas encogidas, bien es verdad). Ayer en todas las televisiones y en todos los digitales se reproducía la imagen de dos niñas gitanas muertas en una playa napolitana con unos bañistas al fondo. Levantó la voz el arzobispo echando mano de lo ya tan traído: la indiferencia no es para humanos, porque ya saben lo del tipo que se hace el muerto (o se muere, directamente) en la calle sin que nadie gire la cabeza. Regresé al blog de Espada (que ya había escrito de mañana) a ver qué se contaba: "La foto de las niñas gitanas", escribía, "no habría existido sin la de Javier Bauluz en la playa de Atlanterra. Es lo que tienen las mentiras, que fundan territorios". Un comentarista suyo fue más espléndido: "Una vez le pregunté a Bauluz qué pensaría de una foto idéntica, pero con un encuadre mayor. Una foto donde también saliera el fotógrafo, profesional e impasible, tirando fotos a los cadáveres. Que opinaría él si el pie de foto fuera, por ejemplo: ‘La indiferencia de la prensa gráfica occidental ante la muerte".

lunes, julio 21

Polvo

Los salmones de los diarios nacionales se lanzaron el domingo a por Fernando Martín, que fue cazado por El País saliendo de sus oficinas en pose crepuscular tras habérsele desprendido de los dedos la última ceniza de la gloria. Es curioso como en ese patetismo que tiene a veces la estética de la derrota alcanza el hombre una cierta y muy respetable dignidad. No morirá pobre Martín: lo bueno que tiene la riqueza es que pocas veces se esfuma por completo. Por más golpes que le dé la vida, un viejo tiburón jamás pedirá el menú del día. Pero más allá del dinero están los demás: lo que Sartre llamó el infierno. Martín fue un tipo que llegó rápido a la fama por una vía excesivamente corta: hay pocos ministros que sean tan conocidos como el presidente del Madrid, y gestionar el club es una minucia comparado con gestionar el palco. Dicen los salmones que gusta de presumir de aquello que no tiene: ni yate ni avión privado, e incluso el que le vino de Jove con la compra de Fadesa se lo dejó al coruñés (junto a dos coches Mercedes y un Bentley valorados en 240.000 euros). Más atención llama la voracidad con la que el periodismo resuelve su origen en Trigueros del Valle, un pueblo de Valladolid al que sólo volvió untado en oro como rey de la Casa Blanca para dar un pregón: sus compañeros del ladrillo le llamaban sin cariño El Chato, que era como se le conocía en la aldea, y a uno le contaron que en otros círculos se dirigían a él como un Evo Morales vestido de Dior. Lo que se le viene ahora encima a Fernando Martín, en esta su gloriosa caída imperial, es el vacío casi institucional que sucede a la derrota: el morbo de los periodistas, el desdén de los antiguos compañeros, la rebeldía de los otrora súbditos, el grosero silencio del móvil, la sospecha del mundo del dinero y la atronadora bronca de la peluquería, harta de ese poblado flequillo mesetario en los tiempos de David Beckham. De los acercamientos más o menos benignos que se han hecho en torno a su fugaz figura ciclópea destaca su mujer, de la que aún dicen por ella arrebatado y por la que fue empujado a la ambición de tener la primera inmobiliaria europea. Si algún poder tiene el amor es el de la redención, y en la caída todo polvo polvo será, mas polvo enamorado.

domingo, julio 20

Por la sangre de Abdón

Pocas vidas ha habido en el fútbol tan trágicas como la de Abdón Porte, un sensacional medio centro del Nacional de Montevideo de principios de siglo. Porte era el ídolo absoluto de la afición, pero a los 27 años sintió que el mejor fútbol había salido ya de sus botas y que su imponente presencia en el centro del campo mermaba. También el club había detectado una ligera decadencia en Abdón Porte y contrató a un jugador que presumiblemente ocuparía su puesto en el once la siguiente temporada. Un día de marzo de 1918 Nacional ganó 3-1 al Charley. Todo el equipo fue a celebrar la victoria hasta que a la una de la madrugada Abdón Porte se despidió diciendo que tenía que coger un tren: lo que hizo fue regresar en la noche al inmenso estadio vacío, caminar hasta el centro del campo y allí, en el punto central, sacar una pistola y dispararse al corazón. Antes del declive y el adiós, la eternidad. Junto al cadáver había unos versos escritos a mano: “Nacional aunque en polvo convertido / y en polvo siempre amante / no olvidaré un instante / lo mucho que he querido / Adiós para siempre”. Escritores como Horacio Quiroga y Eduardo Galeano han recreado en la literatura su historia, y hace unos meses la recogía Enrique Vila-Matas. En los partidos que Nacional de Montevideo juega en su estadio, Parque Central, cuelga de la tribuna una inmensa leyenda: “Por la sangre de Abdón”.

lunes, julio 14

Zelig

Fitzgerald siguió bebiendo después de conocer a Hemingway en un bar de París hasta que se transmutó en un ser acartonado y pálido incapaz de gesticular, y se desplomó en el suelo como una estatua de cera:se había mimetizado con aquella sordidez a la que se entregaba el alcohólico exilio americano. Ya había creado Fitzgerald el personaje del camaleón humano, aquel que cambiaba de forma de ser en función de la gente que le rodeaba, y muchos años después Woody Allen se valió de él para hacer una película irrepetible de la que se cumplen hoy 25 años. En formato de documental rodado cuarenta años después de su auge, Allen rueda la historia de un tipo fantástico cuya gloria llega al final de la era del jazz y las flappers (el tiempo de los ricos despreocupados que el propio Fitzgerald, a través de sus cuentos, había creado y estirado hasta que el polvo del derrumbe del 29 lo ensució todo). Zelig se mimetiza con aquel que se le acerca y desarrolla una apariencia extremadamente similar, provocando situaciones surrealistas y conmovedoras, empapándolo en súbita paradoja de una verdad casi inmutable. Pío XII, Hitler y Josephine Baker son algunos de los extras que conoce Zelig en su enloquecida búsqueda de ser aceptado en cualquier medio. Que curiosamente sea ese camaleónico esfuerzo lo que haga de él una celebridad es sólo un guiño de Allen a la fama y sus tiernos senderos: su delirante y genial apostasía.

sábado, julio 12

Sado

La vida privada de Max Mosley fue grabada por una de las cinco prostitutas a las que encargó una orgia sadomasoquista en un local acondicionado (45.000 euros) para la pitanza sexual. Mosley, jefazo de la F-1, denunció al diario que sobornó a la chica para sacarle las tripas al asunto y hablar ante el juez y el destino: lleva 45 años practicando sado a espaldas de su familia, encuentra más placer en el dolor que tirándose al agua fría y cada dos semanas quedaba con putas para escenificar situaciones como esas cárceles de rígidas guardianas que le hablan en alemán, un idioma severo y sin pliegues. El placer sexual nunca obedeció a fronteras y todo lo que pase tras la puerta entre personas mayores que entran por voluntad propia allí debe quedarse, siempre que el periodismo no entienda lo contrario. Como Mosley es hijo de un filonazi, el diario sugirió que se recreaba en la orgía un campo de concentración. El amarillismo de la información llega tan lejos como esto: el culo de Mosley acabó sangrando. La Justicia también corre: hay delito en las prácticas que atenten contra la propia integridad física y los orgasmos de Mosley acarrean penas de cárcel: una ironía teniendo en cuenta el dinero que le costó recrear una. La mayoría exige que dimita, pero con él no puede el oprobio: demasiado viejo y demasiado rico, no le va a enseñar a follar nadie a estas alturas. "El sexo sólo es sucio", dijo hace años Woody Allen, "si se hace bien".

martes, julio 8

¡Vamos, Rafa!


Ya fue popularizado el ‘vamos’ por Arancha en aquellos mediodías de la infancia en los que la heroína peleona birlaba Roland Garros a Steffi Graf. Siempre fue algo muy tenístico, que sólo necesitaba de alguien que lo llevase a la televisión. Desconoce uno si también era el grito de guerra de Santana, Orantes y Gimeno, pero bien cierto que no sólo es español: a Mirka Vavrinek, la desesperada novia de Federer, se le escapaba sus 'come on' en el palco. Decidido a romper la Historia, también Nadal arrasa la simbología: se extiende como el aceite el 'vamos Rafa', convertido en unánime grito de guerra que recorre el mundo desde Shangai hasta Nueva York, desde Londres hasta Melbourne. Banesto olió el negocio y le puso un anuncio con un tipo cargado de palomitas que le sigue allá donde va, hay web y los aficionados la han hecho suya. Lo contó hace dos años Manel Serras en El País: el niño Nadal creció en un mundo de magia bajo la protección de su tío Toni, que le hizo creer que ganó cinco Tours, que tenía poderes y que había sido una estrella del calcio llamado Nadali ("Hombre, Nadali, ¿sigues jugando?", le saludó un día Txiki Begiristain delante del crío). Un día nublado jugó a los siete años un partido contra un chaval mayor y le dijo su tío: "Si te va mal no te preocupes, que haré llover". Con 3-2 perdiendo empezó a llover, y en el vestuario Rafa se acercó a su tío y le dijo: "‘Para ya la lluvia porque creo que le puedo ganar". El Nadal de los primeros Garros era un Arancho peleón y pesado que prometía más que lo que daba. Hubo cambios incluso de empuñadura aprovechando el estirón de la naturaleza y la explosión de su demoledora genética: sigue teniendo la misma mente de acero pero ahora ataca con la potencia de un jaguar, martilleando hasta la extenuación el talón de Aquiles de su rival. Despliega un tenis hostil, violento y racial: un estallido espectacular de golpes que nada que ver tiene con la seda de Federer, ese Zidane ‘basileo’ que ha elevado el tenis a la categoría de las bellas artes. En Wimbledon regalaron los dos un partido eterno. Inútil el esfuerzo del juez de silla en prohibir los flashes: hubo un momento del partido, allá por el tie break del cuarto set, en el que el público entendió estar frente a frente con la Historia. Como si no hubiesen pasado los años, allí estaban el niño, el tío y la lluvia en la central de Wimbledon derrocando al último dios. Pura magia.

lunes, julio 7

Betancourt

Coincidieron el miércoles dos testimonios del horror: la televisión recreaba las últimas horas de Miguel Ángel Blanco (las que España conoció, al fin y al cabo) y la realidad devolvía a la vida a Ingrid Betancourt seis años después. Los dos fueron secuestrados por causas políticas, con un respaldo social (por leve que fuera el primero) detrás, y un discurso artillado sexualmente con la voluntad de acercar al gran público las bondades de la socialización del sufrimiento. Como se preveía, la ficción de Miguel Ángel Blanco fue un cambalache con dos prístinas intenciones: ganar dinero y revolverle el corazón a la audiencia de los mediodías. Estuvo allí luego su hermana evocando el pasado: es tal la fuerza del mito que le llamaba Miguel Ángel Blanco. Betancourt aguantó más el tipo que Antena 3: no apareció el cadáver comido por las moscas que se esperaba y sí una mujer firme entregada a Dios, si la firmeza es compatible con la fe. El secuestro de Betancourt y sus anteriores ‘betancures’ siempre fue visto como una carnaza fresquísima, a pesar de la temperatura y las enfermedades. Lo era para Sarkozy, que prometió ir él mismo a buscarla (de liana en liana, con la Bruni al hombro). Lo era para Chávez, principal proveedor de las FARC, que quería intercambiarla por petróleo, inmunidad y frutos secos. A Blanco sus 48 horas le privaron hasta del vedettismo, hasta de ser esperanza de nadie: en el País Vasco no hay bosques tan grandes.

martes, julio 1

Al levantarse Samsa de la cama

Comparto con Kafka el insomnio y un muy apurado sentido crítico de la burocracia y sus ‘vuelva usted mañana’; nos separa el talento y la tuberculosis. También escribí cartas durante un tiempo, y hoy ya corto y pego aquello leído para enviarlo bajo la asepsia de un correo electrónico ("una lágrima", dijo hace años Saramago en un arranque más propio de Boris Izaguirre, "jamás emborronará un email"). Como Samsa, espero un día amanecer de cucaracha y despertar, luego de un sueño fértil, acompañado de un dinosaurio. Praga es una ciudad de ángeles un día plagada de demonios, y antes del castigo halló Kafka, para su pasmo, la penitencia. Allí está glosado en cada esquina, y se celebran sus cafés, sus agostados rincones, la huella revuelta y ya enferma de sus días. Murió a los 41 años, que es la edad ideal de un hombre: antes, el incierto ascenso; después, una antigua decadencia. Dijo Fitzgerald, ahogado por el éxito a los 25, que nadie debería vivir más allá de los 30 años: lo respaldé tanto como pude, pero faltan tres semanas para mi cumpleaños o mi defunción. Serge Gainsbourg se pasea por Venecia con la juvenil Birkin cantando Je t´aime, y en esos 41 años reconozco una rara naturaleza de fuego nada insípido: al llegar buscaré nuevos destinos. A esa edad se llevaron el cuerpo de Kafka de Viena a Praga, y un junio lo enterraron en el camposanto judío donde pudieron reverenciarlo los nazis veinte años después. Publicó poco y poca idea tuvo nadie de él. También Pessoa arrastraba la miseria de su cuerpo enfermo de absenta escribiendo en cuartas que metía en un baúl, abierto años después de su muerte para hallar allí a uno de los poetas mayores de la historia. La Lisboa de Pessoa, la Praga de Kafka, el Dublín de Joyce. "Hoy los alemanes han invadido Polonia; por la tarde he ido a la piscina", dicen que escribió allá por 1914. De negro, como Neruda, y genio de la literatura universal: severamente joven, trágicamente oscuro. A Kafka le debemos lo kafkiano y a la vida, lo vivido.