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miércoles, abril 4

Coimbra

A M.


El primer día de mis primeras vacaciones hice una maleta y me fui solo a Coimbra a pasar una semana con un amigo que estudiaba allí un curso de Derecho. Coimbra es una ciudad vieja sembrada de estudiantes sin carpeta y repúblicas organizadas en torno a edificios antiguos donde vive la gente en comuna. Me recibió uno de esos días grises de otoño con las cafeterías humeando y un barullo desatado en las calles, por donde corría un viento húmedo y lejano. El reencuentro fue estremecedor. Toda aquella semana fue una gran fiesta en la que abundaba el vino, pero es la última noche la que todavía conservamos intacta bajo la pureza de los sueños. Habíamos comprado días antes una gran piedra de hachís para pasar nosotros la semana y él las siguientes. Estaba tan pulida y tan bien cortada que la usábamos en la mesilla como pisapapeles e incluso la chica de la limpieza, cándida, le pasó un día el paño del polvo. Decidimos aquel día liar un porro con una copa de Porto antes de salir a una fiesta. Y allí nos sentamos en la madera del suelo, ya duchados y encoloniados y preparados y tan frescos: y empezamos a hablar de ésto y de aquello, vagamente al principio, con intensidad después. Los amigos, la religión, la política y el sexo: el orden moral de la vida, arropado por la insolencia de la juventud. Daniela Mercury cantaba una y otra vez (Como vai voçe / eu preciso saber / da sua vida) en un cedé amargo que escuchábamos sin pausa. A las siete de la mañana los primeros rayos de un sol mortecino centellearon un instante. En la ventana, como un fogonazo, nos saludó un alba inmensa: los últimos borrachos volvían rodeados de edificios en silencio. Hacía siglos que se había apagado la voz de Mercury, enterrada bajo las horas de seda. Nos felicitamos íntimamente por tener la piel tan suave y los sueños tan cercanos antes de dormirnos entre varias botellas vacías. Coimbra se desperezaba a nuestro alrededor, como un gato lanoso a los pies de un tresillo. Fue hace seis años: un mundo cuando vive uno sin mirar el retrovisor. Pasa el tiempo y pasamos nosotros y ya casi todo es pasado. Y al final no se extrañan las ciudades ni la magia de los momentos estelares, condenados sin embargo a repetirse, sino el suave calor de los viejos amigos, tan lejanos y recordados y queridos.

2 comentarios:

Lara dijo...

Y ahora, ¿dónde amaneces?

M. dijo...

Lejos.