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viernes, septiembre 1

Cuba, la derrota estética

Más allá de la pobreza, persistente sólo como ciertas lluvias, de la “justicia social” proclamada por Castro que el tiempo declinó en dictadura, del azaroso porvenir de los opositores, de la represión de la homosexualidad (extraños ídolos los del progresismo internacional) o incluso más allá de las sentencias de muerte y del severo viento de sospecha que envuelve la isla aun en sus días más azules, la derrota de la Revolución no ha sido económica, ni social, ni por supuesto política: la derrota de la Revolución ha sido, en esencia, una derrota estética.

Hay muchas y sin embargo muy pocas cosas que decir de Cuba: todo empieza y acaba en Fidel. Sus filias, sus fobias, sus amigos, sus enemigos, su estado de salud, las portadas de los periódicos que le veneran, las tartas que le hacen las madres cubanas, los cánticos en los colegios, los brindis por el Comandante, las gloriosas portadas del Granma, el firme y monolítico apoyo que prolifera entre las espontáneas brigadas ciudadanas que recorren las calles de La Habana a la caza del disidente... Fidel Castro dejó de ser muy pronto el líder de la Revolución para ser su imprevisible tirano, y desde hace unos años ni siquiera eso: se trata, como todo anacronismo, de un asunto nacional, del que sólo se debate en los medios internacionales bajo la sagrada promesa del anonimato. Tal que el chiste del encuentro de Juan Pablo II con unos ciudadanos:
–Bueno, ¿y qué tal por Cuba?
–No nos podemos quejar.
–Ah, o sea que bien...
–No: que no nos podemos quejar.

Cuando la Historia doble la esquina y en Cuba sólo queden los rescoldos de estos años perpetuos, (47, según las últimas estimaciones, y subiendo) las enciclopedias acotarán el período de la Revolución mediante dos poderosas estampas que revelan la naturaleza y la decadencia de un sueño alargado sílaba a sílaba, como en uno de esos interminables discursos del Comandante. Son imágenes que definen lo que significó y lo que significa el sueño comunista de un poder arrebatado con justicia a un capitalismo de casino y putas: un sueño anhelado y legítimo siempre aplastado, paradójicamente, por sus instigadores. Cuba ha recorrido en casi medio siglo la distancia que separa estas dos fotografías: la del Che Guevara inmortalizado por Korda, con la mirada de fuego apuntando a un destino inconcreto y los cabellos azotados por un violento viento, y la de Fidel Castro recostado en la cama de un hospital, recién cumplidos los ochenta: un viejo aturdido convaleciente de una operación sujetando un periódico en el que él mismo es portada bajo un grueso y grotesco titular: Absuelto por la Historia, remedando a marchas forzadas aquel célebre discurso (La Historia me absolverá) que el joven Castro lanzó en su defensa ante la Justicia a causa del asalto a la Moncada. Poco después la Moncada, incluso la Justicia, serían suyos.

Atrás quedaron los carros poblados de barbudos bajando de Sierra Maestra jaleados por el pueblo y la romántica resistencia a un imperio colosal a escasos kilómetros de su costa. Los discursos sembrados de justicia, pan y solidaridad dieron paso a las cazas de brujas en el lema de Revolución o Muerte (“Ni un paso atrás. Ni siquiera para tomar impulso”, gritaba Fidel), la cartilla de racionamiento y la implantación del pensamiento único. Vargas Llosa abandonó la Revolución y su lugar entre los intelectuales fue ocupado años después por un Maradona gordo y teñido de rubio follando con una rubita adolescente: estéticamente la Revolución tocaba fondo. Al final, en su metafórico estertor, Fidel compareció ante la prensa comiéndose un yogur. Definitivamente, la Revolución había caducado.

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