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lunes, septiembre 4

Los ganadores de canicas

Uno de los lugares comunes aplicados con obediencia castrense a cualquier pitufo que descolle es el de ganador a toda costa. Quiere decirse que cuando Fernando Alonso (digo Alonso porque es el que más rápido me ha venido a la cabeza y además es azul: todo tiene su lógica) empezó a ganar salieron de debajo de las piedras tipos interesados en dejarle claro a José Ramón de la Morena que Fernando Alonso de crío lo ganaba todo, y si no lo ganaba, se agarraba unos berrinches que temblaba Pelayo. Se celebraba en la prensa la categoría enorme de Alonso como ganador. Y los aduladores repetían la máxima con alarde de ingenio: "No le gusta perder ni a las canicas". Por más vueltas que le dé, uno no encuentra la pasión optimista que presuntamente desborda esa frase: no me parece un elogio. Yo he conocido en el fútbol a muchos tipos a los que no les gusta perder ni a las canicas y sé que han partido más de una pierna y que, acabado el partido con el marcador en contra, no te dirigen la palabra hasta que te vencen. No es gente aconsejable: a lo mejor sí para tomar una cerveza, pero no para compararte con él en nada, ni siquiera dejar que se compare él por su cuenta. Es una consecuencia directa de lo que el psiquiatra Héctor Caruncho contaba esta semana en la Semana Galega da Filosofía: la competitividad engendra actitudes agresivas. La sociedad alaba ese tipo de comportamientos porque reconoce en el vencedor no se sabe muy bien lo qué: quizás a uno mismo, lo que hubiera deseado ser y no fue, y cosas del estilo. Huimos de la normalidad: algunos leyendo prensa rosa, otros subiendo la aguja de la velocidad a doscientos. Perder no es fácil, pero requiere un estilo y una exigencia que no se da en ganadores. "Ernest tiene la autoridad que le da el éxito. Yo tengo la autoridad que da el fracaso", dijo Scott Fitzgerald a propósito de Hemingway. La Historia se acordará de los vencedores: pero a quién carajo le importa la Historia. Cuando uno está muerto no tiene fuerzas para pasar las páginas de una enciclopedia. En mi sagrado panteón de ídolos permanece incólume la figura acartonada de César Vallejo pasando frío en París con un abrigo roto mientras escribe: "Guarda un día para cuando no haya". Las cicatrices de la derrota ("Toda vida es un proceso de demolición") de Scott Fitzgerald fueron las mías durante años. Incluso Carlos Sainz tuvo un momento muy gracioso quedándose hace unos años a doscientos metros de la línea de meta: la distancia entre el cielo al infierno: un involuntario corte de manga al vicio de ganar. No quiere decir uno que fracasar sea agradable: nadie lo desea. Pero a veces es enternecedor saberse a salvo del éxito. No me apasionan los ganadores excesivos: uno los prefiere en su punto. Incluso me parece vagamente romántica la certeza de aquel que gana por casualidad. Uno de mis versos favoritos es de Borges, un derrotado ciego: "El que prefiere que los otros tengan razón". Dice Borges que ése, y otros como ése, son los que, ignorándolo, están salvando el mundo. Aquellos que buscan la victoria sin asumir una derrota sólo buscan salvar de algún modo su ego. Y van jodiendo, a su manera, el mundo.

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