De la melancolía se ha dicho que es la tristeza de los dioses. Se trata de un estado pacífico, lento tránsito entre un punto y otro sin nada definido pero con el extraño hormigueo de una pálida pena cosida en el corazón. A veces cree uno estar melancólico cuando lo que está es jodido, mas es eso cosa del orgullo. Melancolía es lo que siente Botín (valiente apellido para un banquero) cuando ve alejarse una montaña de millones. A nosotros, más prosaicos, se nos hinchan los cojones cuando desaparecen veinte euros. La nostalgia, sin embargo, es algo más cálido y cercano que los ególatras también identifican con cierta melancolía. Quiere decirse que cuando Ramoncín se vio el jueves en La Primera con 22 añitos sintió melancolía (y un poquito de vergüenza) de aquel mocoso descarado que jugaba a romper las reglas roto ya el franquismo. Y nosotros, en el sofá, lo que sentimos fue nostalgia (y un poquito de vergüenza ajena) de aquel pequeño divo aún sin operar y, sobre todo, sin tertuliar: qué daño le hicieron a este país las tertulias.
Las noches de La Primera se han convertido en un centelleante monumento al pasado, y a veces al pasado-pasado (Ramoncín, sin ir más lejos). A Cuéntame le sigue en la parrilla un sensacional programa que recuerda los cincuenta años de la televisión pública, y rescata los momentos elegidos por los telespectadores. Una de las tristes conclusiones a las que debe llegar el manzanillo de a pie es que de los que estaban hace veinte años apenas se ha ido nadie, y el que se ha ido ha sido noticia por eso, por irse: Eva Nasarre, pongo por caso. Ahí estaba Pedro Piqueras ya presentando telediarios en 1991. Y qué decir de Mercedes Milá, si era ella la que entrevistaba a Ramoncín, en 1982 ("ésta es la primera aparición en la televisión del rey del pollo frito", dijo Casandra, que ya se olía que el chaval había tardado 22 años en entrar pero haría falta más de una vida para sacarlo). Por cierto, Milá también estaba el jueves con Gran Hermano. Hubo un momento mágico en el que el zapeo la movía 25 años atrás y adelante: está mucho mejor ahora, y dentro de 25 años probablemente resulte aún más atractiva. También pululaba ya entonces Lydia Bosch, Victoria Abril, Consuelo Berlanga y Nieves Herrero: entre las camadas de Chicho Ibáñez Serrador y las de Jesús Hermida se les cerró el paso a generaciones enteras de azafatas, actrices y periodistas. También estaba entonces ya no José María Íñigo, que se inventó antes que la televisión, sino María Teresa Campos, antes aún de asegurar su perpetuidad con una inteligente táctica: ¡clonarse en su hija!
Un apartado fascinante del recorrido presentado por La Primera el jueves le corresponde a Mecano. Participaron a finales de los setenta en uno de esos concursos de la canción. Cantaban Al alba, y lo hacía José María Cano. Es curioso, pero todos los rostros de entonces han mejorado con el tiempo, y eso que en algunos casos han pasado treinta años. Sin embargo, algo se le torció a José María Cano. Su belleza adolescente latía en la pantalla: rizos al uso, como los del protagonista de El Pico pero en versión azabache, y rasgos dibujados con serenidad alrededor de dos ojos muy grandes y curiosos. A Cano, que no es feo, lo jodieron los años: iba para bellezón tipo Miguel Bosé . A lo mejor lo solapó su hermano, más inclinado por los agresivo scambios de imagen, arrastrando tras él los focos de la fama, o quizás Ana Torroja, que transitó por el alambre de la fealdad para acabar cayendo en el campo de lo normalito, lo que bien mirado salvó su carrera y, probablemente, la del grupo.
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