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viernes, septiembre 28

La trampa


Cuando era pequeño llevaba al colegio una carpeta azul con una portada perfectamente reconocible: una fotografía, quizás la más célebre, de la legendaria carrera de los 100 metros lisos de las Olimpiadas de Seúl 88. La imagen es conocida: Ben Johnson levanta su índice musculoso al cielo, y detrás de él sobreviene el abatimiento de Carl Lewis. Se mire por donde se mire las imágenes son desalentadoras. La preparación de ambos, estirando a unos metros de los tacos. Johnson colocándose en su calle, con la cadenita de oro al cuello, y aquellos brazos inmensos deslizándose al tartán para sostener su cuerpo. Lewis más enjuto, zancudo, mirando aquí y allá como una gacela que huele la presencia del león. No tuve tiempo para ver al detalle los momentos previos de la salida de los 100 metros de los Mundiales de Osaka, pero probablemente la carrera se decidió en esos minutos agonizantes: el lenguaje de los signos, las respiraciones pesadas, trascendentales, y el momento en el que uno se está agachando para poner los pies en los tacos y en el destino. En los 100 metros lisos la Historia se escribe muy rápido: en menos de diez segundos. La carrera de Johnson fue un banquete de principio a fin: se los comió a todos desde el pistoletazo, y batió el récord del mundo con un récord abrasivo: 9.79. Al final de la carrera, Johnson entró en trance y se acercó al público. Lo persiguió Lewis unos segundos hasta que, incapaz de llamar su atención, le dio un toque en el brazo. Johnson se dio la vuelta y se estrecharon fríamente las manos. La cámara luego sigue a Lewis, que continúa en shock, caminando sin rumbo por la pista. Días después se hizo público el positivo de Johnson por esteroides. Lo perdió todo con la misma violencia con la que lo había ganado, pero atrás quedó el instante: la carrera, la medalla de oro, la reverencia mundial y las portadas de los periódicos de todo el universo. ¿Cuánto cuesta ser Dios? Por más que haya sido la vergüenza, nadie podría ya arrebatarle eso, pese al alto precio que tuvo que pagar. Tampoco a Lewis se le curaron las heridas del espanto en el que se sumió: la estampa del derrotado que no entendía las razones de aquella soberana paliza, y el desconcierto absoluto con el que se pasea por un estadio abarrotado. No es descabellado pensar que días después, y al conocerse la trampa, Lewis debió sentir aún más rabia. Había perdido en la pista y había sido engañado fuera. Le dieron el oro, pero le quitaron el instante y la gloria. Tampoco su nombre luce lustroso en el palmarés: la final de los 100 metros de Seúl será siempre recordada como uno de los grandes escándalos de las Olimpiadas. Pensaba todo esto mientras trataba de adivinar qué clase de satisfacción le produce a Óscar Pereiro el Tour 2006. Y qué clase de ceremonia le reservará el Tour para subirse al cajón: ¿llenará de nuevo los Campos Elíseos y convocará a los medios de todo el mundo, como si el tiempo no hubiese pasado? No: el tiempo es algo que la Justicia no repara. Un papel dirá que Pereiro es el ganador, pero le será muy difícil encontrar una victoria más amarga. Le arrebataron la gloria. Le arrebataron, por decirlo de una forma más exacta, la esencia de la gloria.

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