Me he trasladado! Redireccionando...

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sábado, mayo 20

Los fantasmas de Almodóvar


Cannes ha resuelto miserias: envuelve en las tinieblas del ridículo al oficialista Howard (blanco y menesteroso, le dicen los popes) y cubre de oro a Almodóvar, el cineasta al que, llamando a las puertas de Gardel en homenaje a su película, las mieles del tiempo platearon su sien. La crítica se levantó ayer a ovacionar Volver, esa película con la que Almodóvar rastreó las raíces de una cultura densa y húmeda: la cultura de la muerte, a la que La Mancha (¡y Galicia!) le deben tanto. Se respira en Volver el aire marchito de un cementerio mal cerrado. Es una película hecha de momentos a la que uno dejaría flotando en la ambigüedad del desasosiego, sin preocuparse de apretar las tuercas del argumento y ofrecer coherencia: el arte ha empezado a dejar de lado la coherencia y abrazarse al destino, que no tiene nada de coherente, ni siquiera de destino. Por eso, bajo este peculiar prisma de aficionado tercermundista, yo acabaría la película atando a los tobillos de la Maura unas largas cadenas oxidadas para que, en sus paseos nocturnos por las desiertas calles de los poblachones manchegos, resonasen con furia enterneciendo a las que, como la maravillosa Portillo, siguen creyendo que hay vida más allá de la muerte, y muerte más allá de la vida después de la muerte.
Me gustó Volver y, como siempre me ocurre con Almodóvar , me gustó desde la lejanía, una vez pasado el tiempo, para ir encontrando el poso que el cine de este hombre deja en los vasos aparentemente vacíos de carmín y aire. Decidí que la melena negra de Penélopeatizada por el viento, las hojarasca furiosa arrastrada por la tierra del cementerio y pegándose con fuerza a las lápidas, y los gritos en mitad del vendaval entre las mujeres el Día de Difuntos, con esos letrones que anuncian una película de Almodóvar bajo esa pátina tan sutil (ALMODOVAR) era la escena (ESCENÓN) de la película. Recuerda uno de esa forma el comienzo aunque ya no esté seguro de que haya sido así: lo que ha hecho grande a Almodóvar es la libertad, para sí y para los suyos, que somos los nuestros. Por eso recreo una escena que creo haber visto de una manera pero que (quizás, ojalá) la he reinventado de otra.
El caso es que después va estallando la primavera de la nostalgia desgajada en una canción a la que Morente pone voz y Penélope ojos en otra de esas escenas condenadas al patibulario de la eternidad (Tengo miedo al encuentro con el pasado / que vuelve a enfrentarse con mi vida / tengo miedo de las noches que pobladas / de recuerdos encadenan mi sufrir), con su madre agachada en el asiento del coche, tan orgullosa que no parece un fantasma, y el cine, nuestro cine de Eliot (Abril es el mes más cruel / criando lilas de la tierra muerta / mezclando recuerdos y deseos / removiendo turbias raíces con lluvia de primavera), vomitando lágrimas secas. Así transcurre Volver y así nos ha ido transcurriendo Almodóvar, redibujándose una vez más en un ejercicio artístico que funde el narcisismo estético con una moral ejemplarizante y desnuda. Almodóvar (en fin, Pedroooo) ha saqueado Cannes de aplausos y ha cubierto con oro la infamante y previsible banalidad (¡y yo adoro la banalidad!) del mamporreo millonario de Hollywood.

lunes, abril 24

Vicios de periodistas

Como era de prever, Bernardo Provenzano alentó el grueso de grandes reportajes de la prensa internacional el pasado domingo. La historia se prestaba: un capo invisible detenido en un cobertizo donde malvivía amasando una fortuna para la Cosa Nostra con la ayuda de papelillos de papel: unos los fuman, y otros prefieren engrasar la mafia (es muy probable que la policía española encarcelase a los primeros). Uno de nuestros enviados especiales, sin quererlo, retrató a (parte de) la profesión. Relata con candor: "Un carabineri detuvo nuestro coche. Le dijimos que éramos periodistas y nos disculpamos por no llevar el cinturón...". Aunque patética, no es inusual la coartada. Yo ya conozco algún caso en Pontevedra, tipo "perdóneme, es que soy periodista". "Ah, muy bien, pues nada. A tope. Mire, allí adelante está cruzando una señora. Si se da prisa igual se la lleva por delante".

La práctica debe tener su orígen en el suceso, el acontecimiento periodístico por excelencia. Uno llega al derrape y deja el coche donde puede: ahí adquiere el pecado categoría de venial. Lo que no se termina de entender es que el pasaporte se le extienda a las narices del agente cuando la velocidad es inadecuada o el coche se deja en segunda fila (en primera, si hablamos de ciertas calles de Pontevedra). Habría que explicar a la sociedad por qué la impunidad del periodista al volante es mayor que la del panadero o la del abogado. A lo peor incluso lo que hacemos al escudarnos con nuestra condición es la de no estar a la altura.
-Mire, ya sé que voy a más velocidad de la normal, pero es que soy periodista.
-Ah, pues nada: usted perdone. Si nos necesita para interpretar alguna otra señal, no tiene más que pedirlo.

Al final, los días inciertos de la Semana Santa han desembocado en una entrevista-río entre Pedro J. Ramírez, director de El Mundo, y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, que se ha prolongado dos días. Cuando Pedro J. Ramírez acude a La Moncloa para hablar con un presidente del Gobierno nunca se sabe quién está entrevistando a quién. Si uno se atiene a la fotografía de portada no se despejan las dudas: los dos de tú a tú, a un lado y a otro de la mesa. El titular parece de Zapatero. Dentro, una foto de ambos paseando por los jardines de Moncloa, habitual estampa del periodista desde los tiempos de Aznar. Cuando el bombardeo gráfico del presunto entrevistador es de tal calibre, uno tiene una prueba infalible para saber quién es el protagonista: acudir a la última respuesta. "Por cierto, podría usted decirme por qué no hay una mujer dirigiendo un gran periódico nacional". "Por la misma razón por la que no ha habido una mujer presidenta del Gobierno... ni siquiera secretaria general del PSOE". ¡La entrevista era a Pedro J!