Una de las cosas más coherentes de la estancia del Papa en Valencia fue la visita a los Reyes de España después de defender en su discurso el "valor insustituible" de la familia: "núcleo esencial de la vida". Probablemente no haya familia en España que encarne tantas virtudes vaticanas como la Familia Real: perfectos matrimonios heterosexuales sellados ante los ojos inescrutables de Dios y niños rubios por doquier sonriendo en los fotomontajes. Fue una lástima que Benedicto XVI no repitiera esas palabras delante de ellos para ver la reacción de Iñaki Urdangarín o Jaime de Marichalar: probablemente le hubiesen cubierto de besos el Anillo del Pescador. En este país nadie sabe tanto del valor insustituible de la familia o del núcleo esencial de la vida como ambos. Ni siquiera los Corleone tenían un concepto tan alto de la prole. Es Urdangarín, y no Letizia Ortiz, que bastante tiene con el futuro peso de la corona, el prototipo del señor católico que llega al paraíso antes incluso de morir gracias a la Familia: núcleo esencial de la vida. No son los únicos: bajo el sagrado cobijo de la sangre azul de los Borbón se mueven hoy tal cantidad de millones que haría empalidecer al propio Papa. Familias como ésas ya van quedando pocas en el mundo. El tintineo del apellido es el de una caja registradora, y primos terceros, cuñados de cuñados y familiares políticos se aferran a él como a un clavo ardiendo para adquirir posición, ganar influencia y verse obsequiado: ninguna de las tres cosas implica trabajar, que es un sacrificio muy católico, pero ya bastante hacen con formar sus propias familias tradicionales, hoy en peligro de extinción por la acción de Zapatero y los homosexuales. Que son, y esto lo piensan pero no lo dicen, como una plaga
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