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lunes, noviembre 5

Desheredados

Poco a poco, sin darme cuenta, he ido trazando a lo largo de los años una especie de ruta fantasma con locales de copas que se convirtieron en símbolos estéticos, guías morales de dudoso gusto o incluso dulces testimonios de toda una época. Son los llamados cadáveres exquisitos: Búho, Shiva o La Edra, pongo por caso. A cada uno le dediqué un epitafio desde aquí, consumado su derribo. Me he preguntado a veces qué fue de sus huérfanitos: qué brazos, qué barras los acogieron. A qué camareras intentaron engañar rompiendo vasos vacíos para decir que se les había caído la copa llena, o a qué puertas llamaron después, cuando se les cerró la noche en las narices y no supieron, o no pudieron, reinsertarse en la sociedad. Fueron locales que exigían no una clientela común y voraz, sino un posicionamiento ante la vida y una muy cuidada filosofía de la noche: gente con clase. Clasaza, a veces. Murieron sus hogares, cada uno con su estilo, sin renunciar a nada, acosados por la ruina o el destino, y empezó el frío exilio. He visto descendientes de Shiva merodeando por Benito Corbal, desplazarse a discotecas lejanas y ver naves quemándose más allá de Orión: siguen subidos a la moto, pero hay un aire mortecino en el tubarro y se ha visto a alguno rodeando la manzana una y otra vez, abriendo gas por los tiempos pasados. No fue mejor destino el de los clientes de La Edra, crecidos en el desamparo. El puerto deportivo de Sanxenxo lo ha democratizado todo. Y para la clientela de La Edra la democracia está bien en el Parlamento, pero la noche es otra cosa: las chicas cocodrilo tienen que saber dónde está la frontera. Del Búho se sabe que el micrófono ya lo dan hasta con la Playstation, aunque aquella gente no se compra en ninguna parte. ¿Y qué fue del Camawey? Junto al Quijote de Sanxenxo, merece un epitafio aparte.