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miércoles, agosto 29

Retrato de un duelo

Desde la lejanía soy incapaz de respirar ese duelo tremendista que se ha montado por la muerte del futbolista joven, pero le estoy echando un ojo muy sutil al periodismo. El periodismo popular, se entiende: el que empuja a la gente a la calle y saca los gritos por la ventana. El periodismo de las emociones, que con tanto brío inauguró aquella noche Nieves Herrero a propósito de Alcasser. Claro que eran otros tiempos y otros crímenes. Su último gol, su última mirada a cámara, el último suspiro, el bebé que nacerá huérfano. No me sitúo en contra: yo mismo me he sorprendido exigiendo las imágenes de la viuda embarazada para intentar un último acercamiento, para violentar un poco el corazón y reclamarle un dolor que se alejase del simple impacto. Y aunque apenas he leído sobre el tema, sí he visto el desfile funerario y la presencia simbólica de testigos de lustre que han ido a empellones de lo que exigía el vulgo. Por ejemplo el Madrid y su fastuosa corte. Allí estaba Guti detrás de unas gafas de diseño, y a la derecha, como separado del grupo y mirando fijamente el suelo, Pedja Mijatovic. Si hay algún lugar en el que uno debe encontrarse con Mijatovic para dar de lleno con su verdadero perfil ése es un entierro. Su aire mafioso alcanza entonces un viento legendario. Pulcramente negro, Mijatovic se mira sus relucientes zapatos mientras parece rumiar una fría venganza. Uno no sabe si le está llorando a Antonio Puerta o a Totò Riina: realmente uno no sabe nada cuando tiene delante a Mijatovic en un entierro. Pero entre las imágenes reluce el abrazo entre José María del Nido y Ruíz de Lopera. Dos enemigos irreconciliables a los que la muerte puso a los pies de un ataúd. El mensaje que nos brindan es tan hermoso como falso, y refuerza una teoría en la que hace años que no trabajo: los entierros son las Navidades, pero en bruto. Que no se alarmen los ultras, que no se van a quedar sin trabajo. Dentro de un par de meses el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Si pasó con el espíritu de Ermua, que aquello era terrorismo, qué no va a pasar con esto, que es mero fútbol. Hubo sin embargo, entre el dolor, algo curioso: la sonrisilla. Se le escapa en una foto a una seguidora del Sevilla arrimada a un balcón. No es una sonrisilla malvada ni cínica, por Dios. Es la sonrisilla nerviosa, uno diría que perra, que se le escapa a uno en ciertos momentos de tormento colectivo. Es la sonrisilla inocente de qué sé yo: de ver a tanta gente junta, a los periodistas, a los famosos. Uno siempre ha sido un defensor de esas sonrisas que no salen de la cabeza ni del corazón, y que aunque las carga el diablo son compatibles con el dolor, quién sabe si incluso producto del dolor mismo. Me alegró haberla encontrado allí, en aquel entierro televisado. Me hizo sentirme menos solo, y lo que no pudo hacer la histeria lo hizo la sonrisa: sentir como propia, al menos por un segundo, la desgracia.

martes, agosto 28

El vino de las uvas doradas

De él dijo Arturo Pérez Reverte, en la última gran disputa literaria del patio español, obviando la ensalada de hostias repartidas entre García Viñó y Molina Foix al acabar el programa de Sánchez Dragó, que tenía "cáncer de alma".

De Cela aprendió la mejor lección: para ser escritor primero que hay hacerse con un personaje. Umbral apañó una bufanda, una melena plateada y una lengua ácida y divina. Así fue a costurear una biografía densa y legendaria, plagada de los lugares comunes que corresponden a un autodidacta en posguerra: unas memorias que escribía como sangraba, empañadas por un aire subterráneo de pérdida (de la juventud, de la vida, de lo que fuese).

Cuando se puso a escribir separó los mares a la manera de Moisés, y tuvo a ambos lados las pasiones despiertas de un país gozosamente acostumbrado a amar y a odiar a partes exactas. Que lo disfrutó, parece fuera de toda duda: su personaje exigía temperaturas extremas.

Pero Umbral, ajeno o no a las tormentas desatadas, lo que hizo toda su vida fue escribir y escribir. Tanto, que un día antes de recibir el Cervantes dijo: "No entiendo cuándo he vivido, habiendo escrito tanto. Pero lo cierto es que he vivido, y mucho, y todo está escrito". Tanto, que se rodeó de una gata y una mujer sacrificada, a la manera del primer Hemingway de París. Tanto, que murió balbuceando a su pareja una columna, quién sabe si a modo de epitafio. Un artículo que iba a llamar Las uvas doradas, y en el que reemprendería el trazo del camino de la juventud y de la nostalgia, pero que no pudo ser porque su mujer ya no le entendía. Uno piensa que aquello pudo ser su particular y fallido ¡Viva Iria Flavia!, mientras que el escritor José Antonio Montano, uno de los más célebres nicks surgidos al calor del blog de Arcadi Espada, se inclinaba por su "estos días azules y este sol de la infancia", en referencia a los versos garabateados que fueron hallados en el bolsillo de la chaqueta del cadáver de Machado.

Saltó a la fama popular, a la fama de la televisión, porque le dijo a la Milá que él no iba engañado a los platós: que él había ido ahí a hablar de su libro, y que ahí no se estaba hablando de su libro. Umbral murió agotado y enfermo aferrado a su personaje como a un hierro candente, seducido por Rajoy (al que dedicó columnas y columnas, forjando una amistad que levantó una vez más la polvareda de la izquierda que antes tanto le quiso) y escribiendo columnas breves que El Mundo disimulaba inflando la tipografía.

Para el viejo debate de la literatura, para el cansino debate que enfrenta a la hojarasca del adjetivo y el rumor del estilo contra la literatura de las ideas o la acción o el reflejo puntilloso y feliz de la realidad, Umbral era uno de los primeros, acaso el más poderoso, con la singularidad de que su Idea era el estilo, y en él palpitaba cualquier realidad y de él mamaban desde los viejos elefantes cansados hasta los verracos adolescentes que luego no tuvieron empacho en picotearle la nariz, como emancipándose blandamente (véase Juan Manuel de Prada).

De entre todos, Umbral leyó a Proust (cuando uno lee a Proust, ya está todo ganado / perdido), y a él homenajeó titulando su columna diaria, su viejo spleen ya en brazos de Pedro J., con el hermoso Los placeres y los días. De entre todos, Umbral bebió de Cela hasta casi absorberlo a violentos tragos, y cuando el maestro murió el discípulo no pudo por menos que hacer lo que se esperaba de él: despellejar un poco el cadáver con cirugía forense de dudoso gusto, pero bellamente ejecutada.

De entre todas, fue de la escuela de Quevedo, de Valle Inclán.

Yo me acerqué a él tontamente, casi arrastrado y muy tarde, tardísimo, porque leer tampoco es una cosa que a mí me vuelva loco. Primero por la prensa y luego por una novela muy olvidada: Madrid 650. Cuando ya criado me enganché al Umbral de los periódicos y de las memorias, y ahí me fui haciendo casi sin quererlo columnista, como uno que ve todos los días parir y se va convirtiendo en matrona. Sí que era maestro (esta vez lo que dicen los obituarios es verdad) y sí que fundó un género propio al que de todas formas nadie tuvo más acceso que él, porque imitarlo (como yo hice más de una vez) era un billete al ridículo.

La historia dirá que Umbral murió dictando una columna, pero que no se le entendió. No es mala leyenda viniendo de quien tanto disfrutó en entierros ajenos y que puso en boca de Raúl del Pozo aquella ilustre frase en el entierro de González-Ruano: "No lo pasaremos tan bien hasta que se muera Azorín".

Padres e hijas

Para los morbosos, aquella vecina cotilla y malencarada que interpretaba una señora querida por todos era, ni más ni menos, que el fruto de un árbol enterrado por las tinieblas de la Historia: Ramón Ruiz Alonso, el presunto verdugo de Federico García Lorca. Nunca pude evitar recordarlo, porque me parecía un hecho muy curioso digno de un retro Aquí hay tomate. A veces, si me fijaba mucho, hasta me parecía ver un oscuro estigma cruzando por su frente, por la frente de la gran Emma Penella. La última vez que la tuve en la cabeza fue, precisamente, hace sólo una semana. Ian Gibson promocionaba su último libro en un reportaje en la revista de El País. El verdugo de Lorca era un matón derechista (¡zafio y todo!) que con el asesinato del poeta protegido por Luis Rosales mataba dos versos de un tiro. Cargar con semejante peso debe ser una brutalidad: el hombre debió vivir sus últimos años con la espalda encorvada, atizada por los vientos del remordimiento. Lorca era el ruiseñor de aquellos años dorados: un genio de la literatura universal. Y lo fueron a matar por maricón, por ser amigo de unos y por ser amigo de otros, y porque toda guerra necesita un mártir legendario (he leído por ahí que tenía buena relación con Primo de Rivera, y buscando algo encontré hoy mismo esto que escribió Gabriel Celaya sobre él: “José Antonio es otro buen chico. ¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Solemos salir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo ni a mí me conviene que me vean con él”. Sobre el fusilamiento de José Antonio, ya acabando, recuerdo una frase muy expresiva y sorprendente de Forges en alguna de sus maravillosas historias de los Forrenta Años: “Fue un hombre que quiso lo mejor para España”, o algo muy parecido). Pero no me interesa ahora Primo de Rivera ni tampoco Lorca, ni su posible relación (que juzgo, eso sí, estimulante: quizás en otro momento). Lo que me interesa es la relación familiar de esas tres mujeres (Penella, Terele Pávez y Elisa Montes) con el hombre que había matado a Lorca. “Algunos días después cogimos al canalla de García Lorca y lo fusilamos en la Vega, junto a una acequia. ¡Qué cara ponía! Alzaba los brazos al cielo. Pedía clemencia. ¡Cómo nos reíamos viendo sus gestos y sus muecas!”, le escribe uno de los criminales a un amigo. Fue mucho más gráfico un tal Juan Luis Trescastro, que entró en una taberna de Granada y dijo: “Acabamos de matar a García Lorca. Yo le metí dos tiros en el culo, por maricón”. La familia de Ruiz Alonso siempre se ocultó bajo un largo silencio que resultaba, conocida la popularidad del poeta y las evidencias que apuntaban a su verdugo, ensordecedor. Y aunque uno imagina que nadie tiene el deber de heredar los pecados de su padre, sí se puede levantar la cabeza y dar luz al sótano para revolver entre las bicicletas pinchadas y los trapos del pasado. Las tres muchachas salieron adelante y de qué manera. Desde luego, ni pensaban igual que su padre ni gastaban sus modales. Se metieron en el cine: fueron valientes. He buscado por internet y, a primera vista, ninguna pisó las tablas para interpretar obra alguna de Lorca. Tampoco usan el apellido de su padre. Pero en algún momento, y quizás aún ahora, le quisieron. Descanse en paz Emma Penella, mi estanquera de Vallecas.

lunes, agosto 27

Despertar

En los últimos años me ha sucedido algo extraordinario: olvidar lo más inmediato y recordar aquello más lejano. Lo primero es casi un proceso natural al que ya no presto atención y asumo como parte de una deficiencia muy bien pulida con el tiempo: puedo estar horas buscando unas llaves que me acabo de meter en el bolsillo o unos zapatos que ya llevo puestos. Antes llegaba a llorar de desesperación, pero ahora hasta le encuentro cierto encanto, y cuando recuerdo algo demasiado rápido lo olvido para seguir chapoteando un poco más en la memoria, como el niño que juega en la bañera. Lo segundo es una especie de milagro que estoy tratando con mucha delicadeza: una sucesión de recuerdos cada vez más lejanos que aspiro a que me lleve algún día directamente al paritorio, y aún más atrás. Oficialmente el primer recuerdo de mi vida siempre fue éste: subido a hombros de mi padre en algún gol del 12-1 (el de Malta, probablemente). Hasta que hace un par de años, de repente, me asaltó otro aún más lejano y ya sin fecha: jugando con la hija de unos amigos de mis padres en Sanxenxo. Es ya un recuerdo muy vago que supuse el límite hasta hace sólo unos días, cuando descubrí que la primera cosa (la palabra cosa, tan tierna para estos momentos) de la que tengo recuerdo es un domingo lejanísimo, despierto en alguna parte, esperando los ruidos de la casa para emprender el día. Esa quietud blanca y lenta, y el silencio casi original en todas las habitaciones de la casa mientras los padres duermen y el niño espera con los ojos abiertos esperando una señal o una luz o una voz que le empuje a levantarse, o a tratar de levantarse, es la primera cosa de la que tengo recuerdo y probablemente será ya también la última.

viernes, agosto 24

El efecto michelín


Probablemente no hay casualidades en Nicolas Sarkozy. Durante los primeros días de agosto fue fotografiado por Reuters subido a una barcaza en sus lánguidas vacaciones americanas. Paris Match publicó la foto: se ve a Sarko hundiendo con brío la pala en las aguas oscuras del lago y su torso firme y macho a punto de reventar. Ayer se descubrió algo insólito: el Photoshop. En la foto original a Sarkozy le cae sobre el bañador un reluciente michelín. Lo hace blandamente, a la manera de esas carnes esponjosas que se reúnen en la cintura para luego caer viscosas. Lo ha descubierto una publicación francesa ajena al círculo privado del presidente, y lo ha hecho unos días después de que Sarkozy blandiera el corazón (sus ajados ventrilocuos) para gobernar: en respuesta al caso de un pederasta reincidente, castración química. A la prensa ni siquiera le dio tiempo a pasarle el Photoshop a las declaraciones: salieron limpias, perfectamente higienizadas, y tampoco consta que Sarkozy tirase de agenda para impedirlo. Hace varios años, con motivo de la violación múltiple de una muchacha a manos de una cuadrilla de salvajes que se paseaba borracha en coche por Galicia, el histórico delegado del Gobierno Arsenio Fernández de Mesa dijo que había sido algo así como una gran farra "que se les había ido de las manos". Casi obedeciéndole, escribí una columna presentándole mis respetos que finalmente no se publicó: a última hora la estrella del Prestige hizo una eficaz ronda por los diarios gallegos para decir que él no quiso decir eso, que fue una expresión desacertada y que, por favor, por favor, por favor, no se publicase nada al día siguiente. Los amigos de Sarkozy dirigen sus medios, así que de él ni siquiera se espera un "por favor": ni para echar de una patada al irresponsable que publicó la foto de su mujer puliéndole la cornamenta con un amante, ni para borrar esa carne traidora que se viene precipicio abajo, aun siendo el gran símbolo francés de nuestro tiempo. Hasta ahora el presidente francés ha hecho un despliegue violento de su figura napoleónica, empapando de personalismo un Gobierno para el que ha nombrado a varios ministros socialistas, entre ellos a la fundadora del movimiento Ni Putas Ni Sumisas. Y una de sus primeras medidas fue obligar a los alumnos franceses a repetir en voz alta las últimas palabras de un joven comunista francés antes de ser fusilado por los nazis. Desconocemos si todo esto le sale de dento o es una simple maniobra del Photoshop para ocultarle a Europa los michelines que le han llevado al Elíseo con los votantes del magnífico Le Pen. Los gallegos no somos ajenos a la polémica: Manuel Fraga siempre se presentaba a las elecciones de la Xunta cuatro años más joven que la vez anterior. Aquel milagro fue reproducido temerariamente hasta que la propia militancia del PP se asustó: a ese ritmo Fraga pronto empezaría a tener el mismo rostro que el que lucía en la dictadura. Pero no hizo falta que moderaran el Photoshop: las urnas no soportaron aquella súbita adolescencia. De momento, y en Francia, ayer a primera hora de la tarde, el Gobierno emitió un comunicado oficial para desmentir la manipulación fotográfica. El hecho no tiene precedentes: El Elíseo acababa de desmentir un michelín.

miércoles, agosto 22

Amores salvadores

Documentos TV emitió ayer un reportaje sobre el amor. Lo presentó como una contradicción habitual de las líneas maestras que marca la cultura y la sociedad. También como contradicción del propio amor, pero eso ya no se dijo. Lo empecé a ver sin ánimo, consumido por una dieta infame de cigarros y abstinencia. Esperaba algo más relacionado con la química, pero se abordaron testimonios: esperaba que se hablase de la oxitocina, pero salió José Luis Sampedro proclamando su salvación agarrado a una mujer treinta años más joven que él. "Eso es una salvación", pensé, "y no la de los cristianos". Cuando se quedó viudo, Sampedro pensó algo muy lógico: dejarse morir. "Viví cuarenta años con esa mujer. Era mi interlocutor, la mitad de mi vida", cuenta mientras compra el diario (el diario El País, por cierto: TVE lo enfoca con euforia). Tras la tristeza, la redención: en la Alhama de Granada conoce a Olga. Los dos relatan con cariño en el sofá de su casa el encuentro, y el documental cae ahí en un pozo infame: la reconstrucción de los hechos. La ficción-realidad, e incluso con los mismos actores de la vida. Se acerca Olga con un vestido azul y un sombrero muy mono del mismo color, y Sampedro se levanta y le da dos besos. Luego comienzan a charlar, y ella dice algo así como "estoy un poco nerviosa, es que estar aquí con usted, con José Luis Sampedro...". Ahí empecé a desfallecer. No podía dejar de pensar en la reconstrucción del crimen de los marqueses de Urquijo o en la de aquellas golfas apandadoras que asaltaban a un pobre señor que juraba haber sido drogado con el colacao. Me di cuenta además de que por allí rondaba el amor, incluso en la cabeza del pobre Escobedo: los crímenes, las 'prespiputas', la feliz salvación de Sampedro. Y ayer despabilé la cabeza leyendo aquí y allá aquello que alguna vez me había contado Punset. El cerebro suelta las sustancias, y el resto se va cocinando solo: incluso los asesinatos, aunque el CIS diga que a los españoles nos preocupa más ETA que el amor. Desde oxitacina (sexo) hasta la epinefrina (superación), pasando por la dopamina (ternura: la mujer que va a parir genera una cantidad ingente), la finilananina (entusiasmo) y la endorfina (energía y plenitud). Quiere decirse que si le practicasen la autopsia, los forenses hubiesen hecho de Romeo el Sid Vicius de la época. Todas esas drogas extasiantes y producidas de forma natural se diluyen al cabo de dos o tres años: se deshace el hechizo, del que nadie dijo que fuera eterno, y comienza el amor de la vida real. El mono, y después la metadona. Por supuesto, engordamos como globos y surge de vez en cuando algo insólito, el mal rollito: el deterioro del amor es muy visible en los gorrillas. Tampoco a esto se ciñe el documental, que a cambio nos muestra dos amores sorprendentes: el de dos primos y el de una mujer de cierto retraso con un hombre que no besó a nadie hasta los cincuenta y dos años. En estos casos sí conviene prestar atención al tono y apartar la biología. En los dos casos hubo oposición familiar. La oposición familiar es la principal causa de producción de epinefrina y oxitacina: a mayor oposición, mayores orgasmos. Dejé de ver el documental casi sin darme cuenta, como una abuela chocha que deja de calcetar pero sigue con las agujas en la mano. Rescato sin embargo el testimonio de Olga, la novia (simpática y guapa, por cierto) de Sampedro: "Tiene todas las cosas que yo nunca deseé en un hombre. Es escritor, y yo no quería nada con los escritores. Yo nunca pensé en un académico, y él es de la Real Academia de Española. No quería un político, y fue senador por designación real. Y es mucho mayor que yo, algo que yo no deseaba". Pensé, en mi desaliento, que ya es mala suerte no haber querido nunca amores con un académico, que deben ser 40 en España, y enamorarte de uno.

lunes, agosto 20

Feliz año

Heredé de la infancia el ciclo del nuevo curso: los años empiezan en septiembre, con la caída de las hojas y la muda del campo. Por eso la lista que se hace en enero con las grandes esperanzas yo la hago durante la segunda quincena de agosto tratando de no perder los nervios: suelen ser las mismas grandes esperanzas de los últimos diez años. Es una lista compleja y trabajosa que luego suele reducirse a unas cuantas valoraciones sobre mi aspecto físico y unas pocas de orden moral: que todo cambie para que todo siga igual, pero no mucho. Como una gran familia de valores derruidos que trata de mantener en pie su dignidad ante las mansiones vecinas, suelo virar el rumbo del buque entre la compasión y el delirio cuando el viento rola a septiembre. Y me hago a unas nuevas costumbres sin perder parte de las viejas: aprender meteorología para saber navegar y apurar mejor las metáforas, levantarse con el gallo y, finalmente, completar cualquier álbum de cromos como ejercicio mecánico y hacerse así a una rutina, por muy insólita que sea. También valoro llamar dulcemente a las puertas del catolicismo (el regreso del hijo marchito) para hacerme perdonar la falta sagrada de un matrimonio sin Dios y un largo capítulo de tentaciones satisfechas a plenitud, incluido el agravante de las relaciones contra natura. He subrayado sin embargo dos objetivos prioritarios: aprender a tocar la armónica en las noches de insomnio y habituarme al pescado, que es la única cosa que se puede comer manteniendo cierta elegancia. Y mientras ya preparo mi particular Nochevieja, el año termina con un par de esperanzas inesperadas: haberle puesto rostro y vino a dos amigos y descubrir As túas balas, mi nueva obsesión literaria de la que leo pasado y presente como una revelación divina. ¿El resto? Entre el misterio y el perjurio, pero siempre a la intemperie.

Himno

A mí el himno de Galicia es un himno que me gusta mucho y que aprendí hace años en las cenas cuando el albariño se ponía patriota o lo agitábamos tiernamente en algún viaje al extranjero: concesiones a la morriña. Por gustarme, me gusta más La Marsellesa, pero no paso del Allez enfants de la patrie y no le echo el mismo sentimiento. Ahora Anxo Quintana propone que los niños gallegos se sepan el himno: el suyo, se entiende, no el de los otros, que no tiene letra. Es una medida muy sarkoziana, pero ya desde hace algunos meses a mí Sarkozy me está poniendo cachondo y es hora de hacerlo público. Uno, sin embargo, cree que este tipo de cuestiones sentimentales se resuelven con el tiempo y con el ímpetu: te pueden dar ganas de llorar con el himno recordando a los muertos que lucharon por la libertad arrebatada, de colgarte de una bandera o de echarte a los salvajes brazos de Dios y convertirte en monje cisterciense. La de patriota es una vocación como otra cualquiera: hay quien la tiene, y la lleva muy dignamente, y hay quien prefiere pensar que la patria es una botella de ribeiro y unos pimientos de Padrón. Incluso el poeta dijo que la patria era la infancia, y tampoco le debía faltar mucha razón: Oliver Twist debió ser un patriota muy sentido. Pero Quintana dice que “mentras haxa himno, haberá país”, y le ha pasado la responsabilidad histórica a los chavales: demasiado peso en sus espalditas colegiales. Con eso también se consigue algo asombroso: institucionalizar la patria y convertirla en una asignatura obligatoria. La propuesta entra directamente en uno de los puestos de salida de la celebrada identidad nacional: imagen corporativa, mandilones y demás. Uno siempre esperaba de un gobierno de izquierdas (¡el aclamado gobierno del cambio!) una educación laica y progresista, y no que los pongan a cantar a todos un himno envueltos en una bandera para levantar una nación. Vano destino.

jueves, agosto 16

Elvis

Dicen que al final terminó sudando su propio talento y que sus pies sólo se agitaban en los charcos iluminados por la luna cachonda de Las Vegas. De un golpe de cadera se cargó la vieja moral y luego fundó el rock&roll de un modo pasional y enternecedor: Elvis Presley fue la mayor estrella que dieron los tiempos. Terminó sus días disparando a los televisores y tragando crema de cacahuete y kilos de pastillas mientras enloquecía desplegando una estética imposible. Pero hay decadencias: la suya fue tan cruda que hasta sus canciones cobraron otro sentido y ya poco nos importó que su cuerpo fuese el de un autobús venido a menos. Tipos como él conservan en alcohol un sentido especial que les hace recoger los susurros del mundo para convertirlos en ritmo. Y Elvis le dio ritmo al mundo: le dio rock&roll y todo empezó a fluir de manera diferente, a cobrar un nuevo sentido. “Antes de Elvis no había nada”, dijo Lennon. Y Dylan agachó el esqueleto para besar el primer estudio que pisó el Rey. Elvis fue Jesús sin sandalias que naufragó en las tentaciones: un Dios negro de piel blanca arrojado a la luz con la misma violencia con la que él se arrojó a la caldera del infierno. Tuvimos a Elvis elevando el tupé hasta el cielo para que el faro de Hound Dog fuese visible en cualquier punto y tuvimos al Elvis hinchado como un balón, technicolor, aullando como un lobo viejo al que está despellejando el tiempo con antiguas obsesiones y sueños incumplidos. Tuvimos los chillidos de las muchachas y la visita de los Beatles a su mansión: “Mirad, tíos, si lo único que vais a hacer es estar ahí sentados mirándome, me voy a la cama”. Todo eso pasó y no estuvimos allí para vivirlo ni para contarlo: pero sabemos gracias a él que la pelvis no es un hueso, sino una forma de vida.

martes, agosto 14

David Cal

David Cal fue invitado esta primavera a Fitur por el pabellón de Turismo Rías Baixas. Cal sufre esos peajes que hay que pagar por practicar un deporte tan exigente como desconocido: dejarse manosear por los políticos, sonreír sin muchas ganas y atender a la prensa para proyectar una imagen que atraiga a un patrocinador. En aquella ocasión, cuando las grabadoras se dirigieron hacia él, un pobre diablo que no había visto en mi vida se dio la vuelta hacia mí con una sonrisa y me dijo algo así como que “éste no tiene ni puta idea”. Ni siquiera fue pionero: ya en Marca hace tres años hubo un genio que se refirió a Cal como “Forrest Gump”. El debate es muy viejo: se le exige al deportista que tenga soltura delante del micrófono y regale titulares a tanto el kilo. En 2004 dio igual que la fama le estallara a David Cal en las manos. Se le pedía estar preparado para dar el pego y exhibir una locuacidad argentina: ocho horas en la piragua y tres, por si acaso, ensayando ruedas de prensa. Como a Cal aquello le pilló con el pie cambiado, se confundió rápidamente timidez o aturdimiento con torpeza o, incluso, cierto retraso. Es la clásica presunción idiota de unos pocos periodistas que no entienden que hablar con los medios no es una asignatura obligatoria de la vida. Quien haya conversado con David Cal sin la presión de un micrófono sabrá que es una persona perfectamente normal (o sea, perfectamente divertida) con una cualidad extraordinaria: ser un deportista de élite. Como han pasado ya tres años de su doble medalla olímpico, le ha salido callo y asume su popularidad sin rubores y sordas estridencias. La experiencia le ha desentumecido el músculo mediático, pero no abusa, porque sabe cuál es su sitio: en la piragua, David Cal es de oro.

viernes, agosto 10

Desconocidos

Algunas de las pequeñas tragedias del verano (no han sido pocas: a Letizia le sobraron dos trapos y le faltó un principito para que el juez secuestrase el Fortuna) se derriten al calor de esta exclusiva propuesta por Libertad Digital, el más fino de nuestros confidenciales: “La madre de El Solitario fue en las listas de IU en Las Rozas”. Se le supone a la mujer (y a su ideología, por supuesto) consciente de las andanzas de su hijo: de sus atracos y sus fríos asesinatos, de su tortura social ensombrecida por la barba. El mensaje subliminal es tan evidente que da pereza repetirlo: “Detrás del mal siempre hay algún rojo”. Pero cuando pienso en recuperarme (ando con fiebres, como el ganado inglés) sale por la pantalla un abogado de rostro vagamente familiar que compara al Solitario con Curro Jiménez, dice de él varias veces que tiene un “par de huevos” y que atracaba para “liberar España” de los bancos. Los apellidos del abogado justifican el uso indiscriminado de los “huevos”: es Trillo-Figueroa. A los Trillo-Figueroa los criaron en una pollería, eso es evidente. Pero Libertad Digital aclara: “Lleva veinte años sin hablarse con su hermano”. Al alba y con viento de levante, pienso: El Solitario liberando España y el pobre diablo de mi hermano sacando a empujones a unos moros descalzos de Perejil. Ahí las tienen de nuevo: las tragedias familiares suelen ser las mayores de las tragedias. No es que uno no elija a sus hermanos, sino que no elige nada. Uno llega al mundo solo y desnudo e ignorante, y a la mayoría le dan la teta (pronto, para que no desesperen) y a los pocos los dejan abrigados en alguna calle para que los recoja el destino. Son reflexiones que conducen no sólo al coño (porque al coño conduce todo: incluso al origen mismo de otros coños, y aquí volvemos a Trillo-Figueroa: ¿el huevo o la gallina?) sino a Lucía Bosé. “Cada vez que tenía un hijo el doctor me decía: ‘¿Te das cuenta de que estás metiendo a un desconocido en tu casa?’”, dijo la dama. Entre esta blanda actualidad (agosto es un mes de menudencias, incluso jurídicas: campa El Solitario y el Madrid no lleva tres partidos y ya juega peor que con Capello) al menos Raúl Rivero glosó a un bello desconocido, apátrida y seco como el olmo herido, en las páginas de El Mundo: César Vallejo. Estas cosas, estas mínimas alegrías, salvan un verano entero. Vallejo escribió: “Madre, voy mañana a Santiago / a mojarme en tu bendición y en tu llanto”. Y después este verso, más adelante, doblando la esquina al final del pasillo: “Madre, estoy cribando mis cariños más puros”.

sábado, agosto 4

Sentencias

En un momento de Trainspotting, no adaptado en la película, juzgan a Mark Renton y su coleguita Spud por alguno de sus pequeños problemas. Después de una perorata del señor juez, nuestro gran Begbie, el adorable psicópata que siempre veremos en el rostro de Robert Carlyle (haga de fulmonty o haga de lo que sea siempre late el bigotillo ultraviolento de su Begbie) asiente en silencio sentado en uno de los últimos asientos y se dirige en voz baja al que tiene al lado: “La verdad es que hace falta seso para ser un puto juez”. Siempre me hizo mucha gracia ese pasaje, irrelevante en el conjunto de la novela, por la divertida y ceremoniosa sumisión de una panda de yonquis tirados de Edimburgo a un tipo que les aparece con una toga y que se ha pasado media vida estudiando. “Hace falta seso para ser un puto juez”, concede Begbie como símbolo de respeto. No siempre habría tenido razón: a veces lo único que hace falta son muchos codos, como cualquiera de tantos oficios esplendorosos, y una inteligencia o bien menor o bien coaccionada por puritanismos medievales. Al juez que impidió la adopción a dos lesbianas en España le salió ahora en Brasil uno mucho más divertido: dejó escrita en una sentencia que el fútbol es un “juego viril, varonil, no homosexual”. El magistrado afirma que nadie concebiría a algún campeón mundial brasileño del 70 homosexual: “no es que un homosexual no pueda jugar al balompié, que juegue si quiere, pero forme su equipo e inicie una federación". Una federación de maricones, se entiende. Lo curioso es que Begbie estaría de acuerdo con él. Y le partiría la jarra de cerveza en la cara a cualquiera, como declaración de intenciones. O sea, que no hace falta tanto seso. Y que hasta el propio Begbie podría redactar sentencias tan respetables como las de este santo varón.

jueves, agosto 2

Dylan (y II): la fama

En la música, Sinatra puso la voz, Elvis el cuerpo y Dylan el cerebro
Bruce Springsteen

Bob Dylan es como Einstein. Como un disparo divino
Kris Kristofferson

Hay una escena en Don´t look back, el documental rodado por D. A. Pennebaker durante la gira inglesa de 1965 (en plena transición del folk al rock, para ira de los puristas, estupor de los admiradores y pasión de sus absolutos incondicionales) en la que se ve a Bob Dylan y Joan Baez corriendo hacia una furgoneta perseguidos por una masa de personas a campo abierto. Dylan consigue meterse en el vehículo y se sienta dando la espalda a los cristales. Alrededor, cientos de personas se agolpan contra la furgoneta y le gritan, le profesan su amor. Dylan mira hacia la cámara con un gesto neutro: tiene un aire turbador de adolescente que desmiente sus veinticuatro años. Es mundialmente famoso y se ha convertido, para su pasmo y desprecio, en la voz de la conciencia de los sesenta: una suerte de pastor comprometido que debe guiar al mundo como un faro de estrepitosa luz y perfectos designios. Cuando ya debía ser un adolescente cogí en la barra de una cafetería una revista en la que estaba, ajado, el rostro de Bob Dylan. El camarero me dijo: “¿Te gusta? Es una leyenda, ¿eh?”. Uno siempre ha tenido cierta sensibilidad para esas cosas, así que me puse a escucharlo: sin pasión, que tampoco amo tanto la música, pero con un interés romántico (aquel chico forever young, tan guapo y tan poeta). El flechazo final se produjo mucho más tarde, cuando me pasé una semana entera viendo el relato de Martin Scorsese en Historias de Nueva York (la nómina de la película la completan Francis Ford Coppola y Woody Allen) protagonizado por Nick Nolte y Rosanna Arquette: una de las historias de amor con las que uno más se identificó en su momento entre los fríos efluvios de la soledad y bajo el desamparo de horas malditas. La historia finaliza con dos planos: el pintor arrebatado dibujando un mural y la rubita aprendiz destrozacorazones haciendo las maletas, esa preciosidad diabólica. Junto a ellos, Like a Rolling Stone (pero cantada por Jagger y los suyos a todo trapo). La letra de la canción se enroscó como una serpiente hasta las cejas de veneno, y desde entonces hasta ahora navego sin motor entre los clásicos: Just Like a Woman, Mr Tambourine, Blowin in the Wind, Hard Rain y Paca te Clavé la Estaca. Un ramillete sin pretensiones, pero obsesivo, casi enfermizo: treinta y nueve de fiebre en momentos puntuales, tampoco más. En el documental de Scorsese Dylan reconoce que ha vivido desde los veinte años rodeado de gente: “Hubo un momento en que dejé de notarlo, dejas de verla y ya apenas la notas”. Llegado a un punto, a uno casi le interesa más el acercamiento científico al mito: al tipo que vive desde la veintena instalado en la leyenda, pero no la leyenda que emana cochina de la cama de un torero, sino la que surge entre la sangre y el barro de la música: como trovador, ni siquiera como profeta. Hay momentos de No Direction Home en los que se ve a Dylan sentado al piano, tocando a veces con una mano y extendiendo la otra en un movimiento espasmódico, y es tan crío, tan frágil, que evoca a Rimbaud, pero con el reconocimiento y la pasión que le fue negada al adolescente francés: portadas de revistas y periódicos, deseos sexuales irrefrenables y un áspero sentido del humor que vomitaba delante de los periodistas más absurdos. Patti Smith dijo de él que es sexo en el cerebro, y Leonard Cohen que es uno de esos hombres que nacen cada tres o cuatro siglos. “¿Puedes chuparte las gafas?”, le pidió un periodista en una rueda de prensa para obtener una foto. Se levantó y se las extendió: “Toma, chúpalas tú mismo”.

Dylan (I): a la intemperie

“¿Cuántos cantantes de protesta hay hoy en día”
“Unos 136”
“¿Unos 136? ¿136 más o menos?
¿136 exactamente?”
“Bueno, entre 136 y 142”
Bob Dylan, en esencia, durante una rueda de prensa



John Cordwell es el autor del grito más famoso de la historia del rock. En su gira por Inglaterra, Bob Dylan enchufó la guitarra y dejó pasmados a todos los puristas del folk, que lo intentaron todo: desde cortarle los cables eléctricos hasta llamarle traidor, pedirle que se callara (“hemos venido a ver a un cantante folk y nos encontramos a un grupo de pop”) y marcharse a su casa (“Go home”, le gritaban: “no direction home”, les cantó Dylan en Like a rolling stone”). En un concierto en Manchester de aquella célebre gira, el documental de Martin Scorsese sobre Dylan (‘No direction home’, precisamente) muestra al músico minutos antes de salir al escenario, fumando un pitillo y finalmente enfilando la salida al concierto. En ese momento, alguien (Cordwell, según las averiguaciones de un periodista obsesionado con encontrarlo) le grita “Judas!”. Dylan se acerca al micrófono y espeta: “I don't believe you”. Toca unos acordes más con la guitarra y explota: “You're a liar!”. Y dándose la vuelta, le grita a un miembro de su banda: “Play it fucking loud”. Y viene encima la descarga de Like a rolling stone. Al salir de alguno de esos conciertos, las cámaras graban al veinteañero Dylan parapetado en sus gafas de sol y entrando en un coche abriéndose paso entre una multitud que lo quiere aplastar. “¿Por qué me abuchean? No me gusta que me abucheen. Casi no puedo afinar”. Cuando no lo grababan no era tan gracioso, y se dijo en su momento que en ocasiones los insultos eran tan fuertes que se retiraba a llorar amargamente. Lo que Dylan quería decir con su música es que él estaba por encima de las etiquetas, incluso de las consideraciones morales, políticas. Estas palabras de Javier Ortiz lo ilustran: “Dylan no era ni mucho menos tan izquierdista como se le pintaba (y no lo era) pero, a cambio, era un perfecto inconformista, alérgico a los encasillamientos, muy capaz de hacer justo lo contrario de lo que se esperaba de él, caso de parecerle buena idea”. Y esta anécdota que relata Xavier Valiño acerca de él, de su milagrosa conducta. Cuando Van Morrison y Dylan compartían contable, éste los invitó a comer y conocerse en un restaurante de Londres. Aparecieron, y empezó a desfilar un plato tras otro: no hablaron entre ellos una sola palabra. Al acabar el postre, Dylan se levantó y se fue. Van Morrison le dijo a su contable: “Estaba en muy buena forma hoy, ¿no?”. Hacer justo lo contrario de lo que uno espera de ti: no es una mala filosofía, pero hace falta tener carácter. Como darle la mano al Papa. Como permitir una versión de hip hop de una de sus canciones: Most likely you go your way (And I' ll go mine). Como enchufar, después de ser investido Dios con menos de 25 años, una guitarra y ser escupido como un Judas. Primera parte del concierto, folk: la segunda... ¡rock! Del Newport Folk Festival, escribe Enrique Martínez: “Cuando Dylan es casi obligado a volver a escena en su formato cantautor, en lo que parece un acto de arrepentimiento, la cuela doblada. Entona no una de sus canciones protesta, sino una amarga canción de separación amorosa dedicada a Joan Baez, It's All Over Now, Baby Blue, que él transforma en ese mismo momento en otra cosa. En su penúltima línea, Dylan grita con rabia más que canta: ‘Go strike another match/ And start anew/ It's all over now, Baby Blue’. Y deja atrás a aquella asamblea de justos, para seguir buscándose a sí mismo lejos del abrigo del rebaño y al frío de la intemperie”.

miércoles, agosto 1

Praceres

A X. e as súas cinco primeiras frases

Aí van os meus pequenos praceres do verán: comer espido no borde da piscina, afogar topos, masturbarme ao sol, quedar durmido moi paseniño, a cámara lenta, ver o Tour en diferido, ler unha e outra vez calquera páxina de William Faulkner, facer o morto durante horas na praia, soprarlle aos barcos de vela, non escoitar música, non viaxar, non falar con estraños, ver o Tomate e despois Yo soy Bea cando hai mal tempo, darlle poucas caladas a un cigarro, sentarme no ordenador a escribir e acabar xogando ao solitario (¡ler as crónicas do Solitario!), saudar a todo o mundo e, se son coñecidos, darlles unha palmada moi forte na espalda, chorar cando durmo só e espertar con dor de cabeza, como de resaca, calar cando non debo, botar unha sesta monumental despois de comer churrasco (e fartarme de orella de porco nas prazas de Pontevedra), esperar ao meu cumpreanos, durmir ata a unha da tarde e marchar directamente a praia, sair de noite sen ducharme coa pel de salitre, beber desde moi temprano e ata moi temprano, non tomar drogas, ligar só con descoñecidas, deixar moita propina, quedarme ata o amencer vendo El Padrino e chorar co ‘I know it was you Fredo. You broke my heart’. Son os únicos momentos onde vexo posíbel un futuro. Pero o tempo cambia despois do verán. Malditas estacións. Condenáronnos ao frío.