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martes, noviembre 4

El querido y lamentado pasado

La vida de Samuel Langhorne Clemens tuvo una peculiaridad: el cometa Halley fue visible desde la Tierra al nacer él y no volvió a ser visto hasta el día que murió. Nació en Missouri en 1835, llevó una vida aventurera provista de alegrías y golpes bajos, y murió sólo cuatro meses después de perder a su hija en 1910. Ya era entonces y ya había sido hacía mucho Mark Twain. Su autobiografía, se dijo aquí hace unos días, es magnífica y procura grandes momentos. Los días en Pontevedra están para eso y mi vida empieza a parecerse también un poco a la de un Tom Sawyer huraño, feliz y con varios kilos de más. Como el protagonista de Adiós a las armas, siempre se acaba uno dejando la barba a la espera de una noticia mejor.

La autobiografía de Twain es una de ellas. En el libro, hay un momento en el que cuenta el día en que con catorce años le tocó hacer el papel de oso en una representación teatral de la fiesta que daba su hermana. Para ensayar su papel se fue a una casa abandonada con el negrito Sandy y allí se desnudó para ensayar el papel de oso. No sabía que se habían escondido detrás del biombo dos chicas para cambiarse, que lo observaron todo. "Daba saltos y cabriolas de un lado para otro de la habitación mientras Sandy aplaudía con verdadero entusiasmo. Caminaba enhiesto y gruñía y daba dentelladas al aire y rezongaba; me ponía cabeza abajo, daba saltos mortales, bailaba una tosca danza con mis zarpas dobladas y mi imaginario hocico olisqueando por todos lados", cuenta Twain, hasta que Sandy le preguntó: "Señorito Sam, ¿ha visto alguna vez un arenque seco?". "¿Tiene algo de peculiar?". "Sí, señor. Puede apostar que la lechera sí. ¡La lechera se los come con tripas y todo!". Rompieron a reír las muchachas tras el biombo y el joven Twain salió corriendo de allí con la ropa en la mano. No pudo mirar a la cara a ninguna mujer en mucho tiempo, sin saber quiénes eran las que vieron aquel espectáculo traumático en un chico de catorce años. Sólo recibió una nota en la que se le decía, burlonamente, que su ensayo había sido maravilloso.

50 años después, en una gira de conferencias, se encontró en Calcuta con una réplica de Mary Wilson, el gran amor de su infancia. Pensó que era un sueño, a tantos miles de kilómetros de casa, pero sólo era su nieta. Ella lo llevó con su abuela, que estaba en un hotel, y juntos "empapamos nuestras sedientas almas en el vino revivificante del pasado, el pasado patético, el bello pasado, el querido y lamentado pasado. Pronunciamos los nombres que habían permanecido silenciosos en nuestros labios durante cincuenta años y era como si estuviesen hechos de música. Con manos reverentes desenterranos a nuestros muertos, los compañeros de nuestra juventud, y los acariciamos con nuestras palabras. Buscamos en las cámaras polvorientas nuestros recuerdos y fuimos buscando, incidente tras incidente, episodio tras episodio, tontería tras tontería, y nos reímos con tantas ganas que las lágrimas nos corrían por las mejillas". Sólo hasta que los dos ya estaban en pie para despedirse, viejos y emocionados, Mary le preguntó tiernamente: "Y dime, ¿llegaste a ver alguna vez un arenque seco?".

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