El otro día usurpé una identidad. Por supuesto, en el lugar más cómodo para hacerlo: Internet. En absoluto fue algo premeditado. De entre las muchas falacias que se pueden hacer en Internet, la clonación merece mi mayor desprecio. Hasta los anónimos me despiertan una cálida ternura que no encuentro en la suplantación, un crimen cínico y cobarde.
Ocurrió de la manera que sigue. Mientras revisaba en un ciber la prensa, saltó al escritorio de mi ordenador un mensaje del Messenger. Una chica le preguntaba a un chico por un silencio que ella entendía extraño. “¿Estás enfadado?”. Cerré la ventana. A los pocos minutos, aquella ventana apareció (en mi ignorancia, misteriosamente) de nuevo en el escritorio. “¿Pasa algo?”. Repetí la operación anterior y seguí, impasible, en mis lecturas. Cuando la chica atacó de nuevo, y me desesperé antes de cerrar de nuevo la ventana (luego supe que lo que hay que hacer es cerrar, directamente, el programa), no pude evitar sentirme un poco Javier Marías, atacado por un enemigo empecinado e invisible, asaltado en mi afectada intimidad. Era evidente que alguien había estado allí antes, y se había dejado su Messenger abierto. Una locura: es como dejar abiertas las puertas de una casa imaginaria, pero con los invitados haciendo el ridículo creyendo que están en el salón cuando realmente están en la calle, parando a los desconocidos con sus problemas, sus banalidades, sus dolores.
No esperé más y contesté. Primero seguí el juego. Era un tonteo casi infantil que removió años lejanísimos. Me sentí incómodo poniéndome en la mente de un crío, pero la experiencia fue interesante. Yo preguntaba “¿cuántos años me echas?” y así seguía la cosa. Hubo un momento en el que me metí tanto en el papel que cuando me llevé la mano a la barba no me reconocí. A la tercera frase ella me preguntó si era el usuario de aquella dirección. Le dije la verdad. Como buena muchacha, lo encontró todo muy interesante, hasta atractivo. A ella se le activaron esos pocos resortes de la imaginación que empujan a fabricar una novela que no tiene por qué ser escrita, sino vivida. Preguntó mi edad, mi nombre. Qué hacía. Cómo era. Todo era muy extraño, le contesté. Dijo tener dieciocho años. Me animó a crear mi propia dirección, y a seguir escribiéndonos. Tomé nota de la suya, y me fui a casa sabiendo que no tenía ni dieciocho, ni diecisiete, ni siquiera dieciseis años.
Olvidé el tema hasta que pasados unos días leí en el periódico que se había muerto una adolescente en un accidente de tráfico. Evidentemente, existía una posibilidad entre millones de que fuese ella. Pero sólo entonces se activaron esos resortes que confunden con habilidad la imaginación con la realidad, y que ella había sabido ver antes. La edad reposa el argumento: lo amarga, y las casualidades suelen revestirse de drama. Lo que para ella fue un encuentro azaroso que ensoñadoramente acabaría en un amor incierto, para mí fue el principio de una pequeña tragedia a la que tendría que acercarme con delicadeza. Pero bajé el telón. Era un mecanismo delicioso para una novela, como tantos: le puse un título y la di por escrita. Sí pensé, y pensé cuidadosamente, en internet, y en su relación con la muerte. Pensé en los correos sin respuesta de la gente que tenemos un poco perdida, y en blogs parados en un día cualquiera a cargo de seudónimos con los que hemos mantenido conversaciones, confidencias. Pensé en que si alguien muere se le da de baja en Telefónica, pero no en la Red, donde quizás su familia no sabe que existe: ¿cómo enterrar a un seudónimo? De ahí que se siga exhibiendo su cadáver caliente en la web, ajeno a los comentarios, indiferente a las visitas, hasta que definitivamente se cubre de olvido, de misterio y también, de forma insólita, de una extraña paz.
2 comentarios:
Veo que esta noche me voy a la cama con un cuento de buenas noches triste.
Mañana será otro día...
La vida es un lugar extraño. Da mal rollo tener secuelas de tu identidad por ahí perdidas. Casi parece un tema para Iker Giménez los seudónimos de los muertos.
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