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martes, julio 3

La primera vez (y IV)



Nueva York era su ciudad, y siempre lo sería
Woody Allen

En último caso, Nueva York era la ciudad automática: “El momento presente íntegro, puro, total, aislado, desconectado. Sólo Nueva York ha acertado a encarnar nuestra época”, según Camba. La ciudad desde la que se desangraron a dos tiempos Lorca (“¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!”) y Hierro (“La mano es la que recuerda”). Y un escenario sentimental, nada lírico, distinto cuanto más familiar. En último caso Nueva York ya no sólo era Long Island y el gran Gatsby, sino Paul Auster, Holden Caulfield, Martin Scorsese, Dos Passos y Coppola y los muchachos Corleone. Nueva York era Frank Sinatra, Cary Grant, y en último caso Nueva York era Woody Allen: “Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería”. Pudimos haber ido un año después, y pudimos haber nacido allí. La sensación de familiaridad era por momentos abrasante, y el poder de absorción temerario. Después de más de una semana rondando los alrededores, cuando el metro nos devolvió al Upper West Side sentimos una ridiculez: “Ya estamos en casa”. Y eso que habíamos cambiado de hotel (pero seguimos desayunando el brioche en el mismo lugar). El primer día lo dedicamos a deambular casi románticamente para llegar sin quererlo a Chinatown y toparnos de frente, calles más allá, con Little Italy. Cuando se hizo de noche llovió: en mitad de la película, a la manera de Cortázar. Y no hubo manera de parar a un taxi hasta que a la carrera, y con la mano levantada, conseguí que uno se arrimara a nuestra vera un toro manso y amarillo. En último caso, cualquier taxista podría lucir la cresta de De Niro, y ya sabíamos porque lo habíamos visto y lo habíamos repetido que Nueva York era la ciudad de Woody Allen, y que siempre lo sería. Y luego estaba la sombra de Duke Ellington, corazón también vibrante de la era del jazz. Todas las primeras miradas salen del taxi: el paseo inaugural y cercano y maravillado, con las luces de la noche parpadeando en los rascacielos como mariposas agónicas, y el sofoco de la noche lluviosa bajo un estupor anestésico y adolescente. La ciudad automática, vista tiernamente en la primera cita como una casta adolescente de bragas usadas a punto de ser arrojadas al Hudson. Y aquella expresión de Faulkner: “Una tragedia de segunda mano”. En último caso Nueva York era la ciudad a la que queríamos ir: por motivos diferentes y cercanos. Y porque en último caso podríamos pasear en calesa por Central Park, o alquilar un bote allí mismo y remar antes de sentarnos como una pareja de extraños a punto de enamorarse bajo el puente de Queensboro, participando de aquellas emociones, de aquel murmullo continuo que cita Muñoz Molina y de la marea de gente que circula por sus calles como extraterrestres siguiendo un código secreto. Participando en silencio, perdidos y asombrados, como niños que no esperan al amanecer para desenvolver los regalos del seis de enero, del recuerdo intenso, aromado y feliz de la primera vez que estuvimos en Nueva York.

1 comentario:

Portarosa dijo...

Qué bien.
Y qué pena que se acaben.

Yo me fui de NY (y ya digo que estuve dos días) con ganas de mudarme allí seis meses para verla de verdad y vivirla un poco.

Woody Allen es taaaaan cojonudo.

Un abrazo.