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lunes, junio 9

YSL

Esta semana escribió Lola Loscos un obituario excelente sobre Saint-Laurent. A uno los franceses, de Napoleón para abajo pasando por el mismísimo Nicolás (y hasta llegar, despacito, a Serge Gainsbourg) siempre le han inspirado cierta inquieta pasión. Del genio del diseño, el tipo que entendió en su adolescencia que las mujeres debían de vestir mirando de reojo, cuando no de lleno, a los hombres, y que se entregó al negro, que es el color absoluto, recordó Loscos que odiaba la moda: la moda con su absurda tiranía de tendencias para las temporadas de invierno y de verano, la moda que siempre “pasa”, en detrimento del estilo, que Saint-Laurent consideraba eterno. El estilo, o la forma de estar en la vida siendo lo que uno es: la clase, o sea. Como fue jefe de diseño de Dior con 21 años en París, el genio se entregó a una pasión incandescente: el exceso. En su texto, la periodista Loscos alarga la frenada: “artista genial y fragilísimo, de sensibilidad tan refinada que para soportar la existencia recurrió a un sinfín de sustancias más o menos prohibidas”. Hay muchos caminos para entregarse con más o menos desgana a las drogas, y atribuirlo a la fragilidad es una vieja artimaña, pero la refinada sensibilidad parece estar a la altura de Saint-Laurent: todos vemos a muchos yonquis pinchándose incapaces de soportar la absurda levedad del ser. Duda uno que Saint-Laurent buscase en las drogas lo que buscaba Sherlock Holmes, más allá de zambullirse en la sordidez propia de una vida: ese lado que también forma parte de uno, a veces hasta con decadente elegancia, y no responde a tendencias

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