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sábado, marzo 31

Ence é boa vila

Vía Bragado chego a David Rodríguez, autor dun caderno empolvado dende hai dous anos (sempre me intimidaron eses diarios conxelados no tempo polos que a xente pasa como por diante dunha lápida, e ás veces deixa algunhas flores a modo de comentario: palabras a ningures, unha formidable expresión de amor ou nostalxia). Rodríguez vén sendo noticia por gañar o premio de teatro radiofónico da Galega: pero non vou aí. Vou a unha anotación súa de marzo de 2005 titulada para un concurso de lemas turísticos: “Ence é boa vila”. Para os pontevedreses (os sensatos e de ben, por poñernos á altura do noso ilustre veciño) Ence é algo así como o anticristo. Naquel entón, nos estertores do donmanuelismo, Rodríguez escribía a propósito da alianza política, económica e sindical: “Como aquel banqueiro que fuxía cos cartos da caixa forte na dilixencia de John Ford e que rosmaba indignado perlas do tipo 'o Estado tería que pasar desapercibido', 'agora ata queren inspeccionar os meus libros de contas' e a lapidaria e cínica 'América para os americanos', estes amigos da celulosa tamén rosman contra toda institución que se empeñe en non baixar a testa. Fan berrar aos seus monicreques: 'Pontevedra para os pontevedreses', pero o que realmente están a dicir é 'Pontevedra para nós'”. Superadas as ganas de plaxialo, deixo aquí o parágrafo, limpo. Dous anos despois, ata o mesmo PP xa promete a súa saída da ría. ¿2018? Si home si.

jueves, marzo 29

Alberto Fortes

Conde-Duque me invita en su web a seguir “un memis de esos”. Un ‘meme’ es, en su vertiente científica y según las modernas teorías sobre la transmisión de la cultura a las nuevas generaciones, la unidad mínima de transmisión de la herencia cultural (wikipedia). Bajando el balón al piso diré, en lenguaje parroquial, que un ‘meme’ es una suerte de cadena que puede tener o mayor interés, y que suele buscar el conocimiento más amplio de una persona, o de sus circunstancias, y que se reproduce con rapidez por internet facilitando la conexión entre personas hasta entonces desconocidas mediante una fina aplicación de la teoría de redes. El “memis” que me envía Conde-Duque (que ya ha contestado al que le llegó a él, y gracias al cual conozco la existencia de George Santayana y su libro Personas y lugares. Fragmentos de autobiografía, de la Editorial Trotta) consiste en copiar las cinco primeras líneas del segundo párrafo de la página 139 del primer libro que tenga uno a mano. Estoy en el periódico y tengo junto a mí una maravilla de Alberto Fortes. Fortes es un escritor pontevedrés (con parada en Cela, Bueu) que se estrenó con uno de los títulos más bellos que he tenido la oportunidad de disfrutar (quien me conoce ya sabe que yo sólo leo los títulos de las novelas y a veces sus finales, y me solazo con ellos): Amargas han sido las horas, de Península. Hay dos estudios históricos de él considerados de referencia a quien guste del mar y la literatura: Navegantes, corsarios y piratas: Rías Baixas 1780-1850 (que entusiasmó al marino y académico Pérez Reverte al punto de dedicarle un artículo en El Semanal) y O Corsario. Vida e tempos de Juan Gago de Mendoza (que publicó Xerais hace dos años). Fortes lleva una virtud en los genes, como ya comprobó el jurado del Planeta con su hermana: escribe muy bien, y eso le acerca a quienes consideramos la escritura no sólo un medio, sino también un cierto fin. El libro que tengo aquí en la mesa se titula Memorias de Ravachol, está editado por Paradela, 10 y me lo envió hace unos meses, con la misma generosidad con la que desde hace ya unos años me obsequia sus trabajos nada más publicarlos. Comprenderán que para un pontevedrés de adopción sea estimulante conocer de primera persona las impresiones del loro Ravachol en aquella época dorada de finales del XIX, así que me salté la ley no escrita y leí la obra con la misma satisfacción con la que él, seguro, la escribió. Las primeras cinco líneas del segundo párrafo de la página 139 son éstas: “Todo el mundo sabe lo de su huevo, sí, que lo incubó un señor abnegado en su domicilio de la calle Oliva pero que fue fecundado en el guardarropa del teatro. ¡Pero si es la viva imagen de Virgilio, el avisador! Lo dicho, yo se lo suelto. Después, quién quiera entender que entienda. ¿Que soy un falso? ¿Que soy taimado? ¿Que tengo doblez? No, no y cien veces no. Doblez tiene el lenguaje de estos humanos, que aquí cada uno es muy libre de agarrar el sentido que más convenga a cada situación. Y no hay más cáscaras: todas me las he llevado al buche para triturar los alimentos”. No son las cinco primeras líneas, sino unas pocas más. En 2006 se editaron dos libros que cualquier pontevedrés (o asiduo) que muestre cierta curiosidad por la ciudad, su historia y su difunto más ilustre, debería tener ya en su biblioteca: Pontevedreses, de Arturo Ruibal, y Memorias de Ravachol, de Alberto Fortes. Precisamente en los dos (y yo no soy nada localista: incluso detesto el pontevedresismo egoista e imperante) encontré el pasado año las dos historias más divertidas que he leído en mucho tiempo: divertidas hasta suspender la lectura, apartar un momento el libro y reír con ganas. Un día de éstos, con el permiso de los autores y de Teddy Bautista, las relato. Hasta entonces, intenten leerlos en su formato original.

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El 'meme' requiere una salida: necesita circular. Voy a aprovecharlo para satisfacer una íntima curiosidad: llevo tiempo queriendo leer las cinco primeras líneas del segundo párrafo de la página 139 del libro más cercano de Rabudo, Brétemas y Lara Moreno

miércoles, marzo 28

Reality Bites

Zapatero se dio un baño de realidad, dicen los más optimistas: por culpa de un café. La derecha habla por boca de Rajoy: a él le cuesta “dos euros” (es lo que tiene frecuentar el Club de Campo). La izquierda coincide en alabar la cintura del presidente: ni siquiera le tembló la voz, dice la infantería. Y el sagaz ciudadano que deslizó la pregunta, el héroe moderno del que hoy habla todo el mundo en Crispitistán, resolvió con contundencia en el plató: los ochenta céntimos son de la época del “abuelo Patxi”, que es como se le conoce en el País Vasco a Francisco Franco, caudillo cafetero. En la campaña de las generales hubo un test muy ingenioso a los dos candidatos en el que se les preguntaba qué periódico leían (Zapatero dijo El País y Rajoy, para pasmo de Sánchez-Dragó, estuvo más listo: Marca) y cuánto dinero llevaban en aquel momento en el bolsillo, que es una pregunta que le vendría al pelo al alcalde de Ortigueira. El periodismo, incluso el aguerrido periodismo ciudadano, siempre gusta de medir la cercanía del poder con la realidad mediante estos pequeños bocados mediáticos. El poder no pone una lavadora, no pasa la aspiradora ni friega los cacharros, pero invita a cafés, o se acerca. Por eso la noticia va de los ochenta céntimos, que al parecer no son tales, la contestación del nieto de Patxi y la avalancha pegajosa de anécdotas, titulares y reacciones: un hostelero de Antequera, por ejemplo, rebajó ayer el precio del pocillo en homenaje al presidente. Mejor hubiera sido que le preguntasen cuánto vale un piso, y en su bendita ingenuidad contestase Zapatero que quince millones, aproximadamente, de las antiguas pesetas del abuelo Patxi. Y se animasen nuestras constructoras a hacerle un generoso guiño al destino, levantando un poco la hipoteca de Damocles. Pero he aquí la ardiente duda: visto el éxito de la pregunta / réplica del ciudadano, ¿por qué no se animaron los demás a vapulear a Zapatero?
-Señor presidente, ¿sabe usted a cuánto está el gramo del perico?
-Treinta euros.
-Ya, eso era en tiempos del abuelo Sito.
Dijo por fin el periodista Lorenzo Milá (¿por qué no condujo el programa su bendita hermana?) que le había decepcionado la poca cercanía de Zapatero con la gente, que luego fue resolviendo. La diferencia entre Zapatero y el pueblo era escasa, aproximadamente veinte céntimos. Lo que pasa es que dentro de dos semanas irá Rajoy al programa, y a él los cafés le cuestan dos euros: o llenan el plató de socios del Club de Campo, o a Rajoy le pasa la ciudadanía por debajo, que es mucho peor que que te pase por encima.

Los trenes

He vuelto a las estaciones de los trenes. La rugosidad del destino, y sus cálidos desafíos, mientras observo con falsa nostalgia las vías. El tren como material literario y sentimental, ahora los pasillos del aeropuerto cargados de Duty Free. Y aquel triste Adiós, Cordera, de Clarín: “Tres eran tres, Rosa, Pinín y la Cordera”. El tren entonces era el progreso de lava que borraba el presente bucólico de la infancia, y se llevó por delante a la última vaca. Pero el estupor es perpetuo y viaja a través de los siglos, por eso Rosa Aneiros acaba de ganar el Fernández del Riego con un bello y fugaz canto a su última vaca (“sempre hai unha traizón”, escribe). Llorábamos a la última vaca en el XIX y la lloramos en el XXI sin saber aún que será una vaca, una entre un millón, la que llore al último hombre: esta rimbombante consideración, a punto de naufragar. He vuelto a las estaciones de tren con la reticencia del exiliado que se reencuentra en una ciudad minada de recuerdos, sembrada de olvido, y una tarde casi abrazo al revisor. El paisaje de una batalla: las mismas estudiantes de aquel septiembre, con la falda plisada y los libros apoyados sobre sus piernas limpias, los señores interesantes de barba blanca acariciando una pipa apagada y luego yo, en un desteñido segundo plano, aplastando la nariz en el cristal, envidiándolos secretamente. Un fresco aséptico, casi inmoral, obscenamente limpio. Hace diez años, de mañana, volvimos de Santiago A.C., M. y yo, y parecía que volvíamos de Babilonia. A.C. nos habló de su primer novio y de aquellas caricias extrañas en Campolongo, y luego le dio dos collejas a un pasajero que trataba de dormir: como es guapísima, aquel bobo la admiró con una lejana deferencia y M. lo insultó: tenía que hacerlo. Nos bajaron en Vilagarcía y el único que volvió aquella mañana a Pontevedra fui yo: ella a Bostón y él a California. Pero he vuelto a las estaciones de los trenes con el paso cambiado y un libro que nunca abro. Primero con reservas, luego ya con la insolencia propia de quien ha recuperado su lugar natural, su jerarquía. Abro el periódico, lo cierro y miro a fondo el regurgitar de un paisaje yermo que de repente se estremece, en un leve segundo. Se detiene el tren en un paso a nivel y a mi alrededor hay quien lee, y hay quien duerme, y hay quien sostiene de pronto mi mirada y luego la aparta bruscamente para zambullirse en un ardiente silencio. Cuando el tren para en A Coruña, se acerca y me pide perdón. “Te pareces mucho a mi hermano”. E intuyo que su hermano está muerto o no se habla con él, porque entonces no tendría sentido. También me pregunto si esto sólo me pasa a mí, por el hecho de poder contarlo, pero es absurdo: todos los días arranca una historia inabordable. Salimos juntos del vagón, pisamos al mismo tiempo el suelo del andén y, tras mirarnos con desconfianza, echamos a correr hacia la misma mujer. Siempre hay una traición.

martes, marzo 27

Bellezas y estrelladas

Los designios del Señor sin inescrutables. También lo son los de la televisión. El domingo por la noche Telecinco desplegó la esencia de la telebasura, su corazoncito húmedo y pringoso, en el particular holocausto de la posmodernidad arquitectónica: Marina D`Or, el imperio hortera que sirve como pulida metáfora del urbanismo apestoso y pornográfico. Se celebró allí, en ese mundo de plastilina defecada, la gala de Miss España con un objetivo loable que haría las delicias del Instituto de la Mujer: elegir a la más jamona. A la misma hora, y sin bajarse uno del mando a distancia, Antena 3 contraatacaba con brío: un concurso en el que las supuestas feas se someten a una humillación consentida y, posteriormente, a varias operaciones de cirugía estética. Un reconocimiento implícito a la categoría real de la mujer, entenderán los más sesudos. La fábula del cisne, pero de modo artificial, casi violento, y por métodos subordinados al espectáculo de masas: una maravilla estética que probablemente estén celebrando aún los responsables del Instituto de la Mujer entre champán y langostinos.

El espectáculo de Miss España deparó sobresaltos políticos y rompió un tabú histórico del que siempre me desvinculé, no sólo con las palabras sino con las manos: la mujer vasca no anda precisamente sobrada de belleza. Miss Guipúzcoa y Miss Vizcaya: dos aldabonazos para el proceso de paz y un aviso para los muchachos de Otegi: la belleza vasca se tiñe de rojigualda sin que haya atisbo de convocar, en una medida prudente y socialista, Miss Euskal Herria (y me parece bien, conste, la ausencia de cualquier macabra carrera de bellezas). En medio de todo eso, el despliegue impúdico de carne en prime-time sin que nadie levante la voz: nos molesta la utilización de la mujer en la publicidad de Dolce&Gabanna, pero en Miss España lo que se valora con sus paseos en bañador es su catadura moral y las ansias infinitas de paz mundial. Dicho de otro modo: su culo, sus tetas, sus piernas y ese saborío al andar. A mí estas cosas no me parecen mal, de la misma forma que no me parecen bien: una empresa privada puede sacar la basura a la calle a la hora que quiera, y uno puede pasar por allí a cheirar o no. Lo que me incomoda es el rasero gubernamental, y el silencio cómodo de ese órgano vigilante y fiscalizador puesto al servicio de las buenas costumbres.

En la acera de enfrente, Antena 3 esparcía su concurso estrella. La primera chica en pasar por el quirófano representaba el patrón de fealdad que la televisión ha publicitado con éxito a través de series, propagandas y demás: una chica bajita, morena, con gafas y los dientes averiados. Alguien debería explicar cuál ha sido el comité de sabios y con quiénes están casados esos hombres (probablemente con otros hombres) para decidir tiempo atrás ese perfil que ellos entienden de corte repulsivo. Ahí está Betty la Fea apechugando con su reprobación social como paso previo a la lenta conversión en objeto de deseo: este país estará salvado mientras haya gente como yo que aborrezca esos tránsitos y prefiera el latido primigenio de la belleza incomparable, sin estar sujeta a modas externas. De ahí, por ejemplo, mi pasión por Shrek (su señora Fiona, o sea).

Y en ésas estábamos, todavía compungidos por tal atracón de aprecio televisivo por la mujer (Ley de Igualdad para esto), cuando ayer se conoció la reacción oficial de Batasuna a la subida de dos vascas al podio de la belleza cañí: como represalia al exceso hormonal español, la izquierda aberztale propinó una patada en los huevos a un dirigente del Foro Ermua. Por si se le ocurría echarle un ojo al culo de las mozas y ponerse bravo. Aurrera, aurrera.

domingo, marzo 25

Médico de familia

A E., una tarde de domingo

Una de las razones más salvajes por las que todavía no he superado mi adolescencia neuronal es Médico de familia, aquella serie de televisión que digerí durante años sin mover una sola pestaña. Lo pienso moviendo un cigarro apagado entre los dedos, mientras zapeo con violencia mascando un rencor ciego. “Médico de familia”, susurro al darme de bruces con el jeto de Nacho Martín, el joven médico viudo interpretado por nuestro particular Marlon Brando: Emilio Aragón. Y me quedo allí, con él, alojado en un cálido estupor, viajando al mundo de mermelada perpetrado por el inefable Milikito sólo con una intención: bucear entre los intestinos del pasado y hallar alguna clave allí perdida que me permita proseguir mi crecimiento intelectual, interrumpido entonces en algún traumático episodio. Todo en vano. Médico de familia ni siquiera es aprovechable ‘freudianamente’: es un terreno resbaladizo del que no hay nada salvable, empezando por Nacho Martín. Afable, entregado, meloso, comprensible, pacífico, tierno y con ese punto de humor blanquísimo que ruborizaría a un angel, Nacho Martín anticipó a mediados de los noventa a Zapatero: fue su precursor, su enviado, su particular Juan Bautista. Ahí lo tienen, tan transparente y tan bonachón, trincándose a dos hermanas sin que nadie le reproche nada: lo hace por la estabilidad de la familia, por el dulce amor que aterriza en su corazón de forma caprichosa: ¿sabe alguien realmente qué le ocurrió a la primera mujer de Nacho Martín? Mientras planteo esta duda, aparece su rostro salado en un tierno primer plano: probablemente no haya en España un seminarista que tenga más cara de seminarista que Emilio Aragón, y sin embargo este hombre nos tuvo entregados a su fofo destino durante años. ¿Qué pasó? Ningún personaje pasa la prueba. Allí estaba la Juani con su moño triste y su gracejo impostado para levantar las quejas de los defensores de ‘lo andalú’. El Poli, su mozo (al que debería empezar a preocuparle su encasillamiento en determinados papeles: qué le verán, o qué no le verán), Marcial, la Gertru (con una bata blanca más apropiada para la Casa de Campo que para un centro de salud), el sobrino rebelde que suspende dos y quiere dejar los estudios (el drama casi hunde a la familia) y el largo etcétera. Visto en perspectiva, pasados los años, el efecto es catastrófico: el ‘nachismo’ empapa los guiones de tal forma que hasta el mínimo roce es resuelto en el tramo final del episodio, todos en amor y en compañía, y cualquier chiste medianamente trabajado es explicado urgentemente, en ese afán monetario de llegar también al sector de audiencia de los bebés. No hubo puntada sin hilo: la productora dijo que todos los personajes representaban un estrato social concreto, una franja de edad determinada. “Si esto es España, me bajo”, pensaba ayer, devorando un episodio en el que Nachete quiere comerle la boca a Lydia Bosch. El ‘momento amoroso’ de Nacho es interrumpido continuamente por una monja guitarrera que les canta canciones religiosas. Ya al final, la pareja acerca sus labios y surge de entre la oscuridad la diabólica monja agitando la guitarra: cuando parece que nuestro antihéroe está a punto de explotar y rebanarle el pescuezo a Sor Coñazo, suspira profundamente, se sienta en el sofá y canta la canción con ella: ahí se concentra la esencia de Médico de familia, su desierto moral. Me pregunto qué hubiera sido de la familia Martín, y de las generaciones que crecimos con ellos, si se hubiese colado un par de semanas en aquella casa un Michael Mancini o un Richard Channing con el que poblar de dolor, sufrimiento y cinismo aquel patio soleado de algodón de azúcar.

Boicot

Uno de los síntomas de la enfermedad de un país es la conversión del periodismo en noticia: el periodismo que no informa de la actualidad, sino que la produce. En España no es extraño: la polarización es brutal. Ya denunció en su momento uno de sus dulces promotores, Luis María Anson, la conspiración urdida entre los medios de la derecha para derrocar a González: lo dijo limpiamente, casi sonriendo. El periodismo español es plural, pero no sus medios. Quiere decirse que Javier Ortiz en El Mundo o Hermann Tersch en El País son casos muy aislados, en preocupante regresión. Por eso que Rajoy diga que está ahora “enormemente ofendido” porque Polanco haya dicho que hay quien desea un regreso a la Guerra Civil es un sutil ejercicio de cinismo. Si ese mensaje ya lo están trasladando todos los días los medios de Polanco, ¿por qué no lo va a poder decir él mismo en persona?: el escándalo sería que dijese lo contario. Pero el PP, que refrenda a Polanco día tras día en sus declaraciones públicas (poniendo en tela de juicio el esqueleto del Estado, desde el poder judicial hasta el ejecutivo), en sus manifestaciones y en su propaganda falaz y agresiva, se ha echado al monte: desmentir a Polanco sería una medida muy tibia que sus manifestantes no aprobarían. Pocos errores, sin embargo, hay mayores que los del boicot: el tiro es inútil, ofensivo para sus votantes y estúpido para ellos, que renuncian a un escaparate de relevancia. En Pontevedra el alcalde tuvo su particular salida de tono al negarse a ser entrevistado por un periodista concreto de La Voz de Galicia: el berrinche se saldó con la entrevista, semanas después, y la posterior reprobación pública del gremio. Como las dimensiones del boicot del PP no son las mismas, tampoco se prevé que lo sean sus consecuencias.

viernes, marzo 23

Melindre

Este melindre sabe de marabilla

(E unha longa -longa, longa- aperta de buxo)

Borrachos

O amor como venda: só o 20% dos pais saben que os seus fillos beben copas (e arredor do 90% dos fillos saben que os pais non son os Reis). Un pai non é un pai: é un policía. Pero un policía namorado é peor que un delincuente, aínda que os hai orixinais. A un amigo no instituto o esperaban os pais ás doce da noite para facerlle unha serie de probas: primeiro pedíanlle o alento, logo mirábanlle as pupilas e finalmente tiña que cruzar un corredor cheo de obstáculos. Isto é absolutamente verídico: o rapaz puñase tan nervoso que esmedrábase contra a primeira cadeira, bebera ou non. Conmigo eran máis sutís (os meus, non os do meu amigo): esixíanme que me asomara ao cuarto a saludar, e nesa leve aparición, inclinando o corpo para adiante con sorriso de parvo, derrubábame sobre a alfombra. Neses casos hai pais que prefiren pensar que o seu fillo é un papán antes que un borracho. Logo está o amor de nai: xa dixo Sartre, daquela maneira, que o inferno son os outros. "¿Viches ao meu fillo coa agulla? Estaríalle aguantándoa a algún amigo". Iso de que son os pais os que deben educar aos fillos: en fin. Os pais están contaminados de amor. Valen ata os quince anos: logo hai pais que pechan moito os ollos e outros que os abren de máis. Pero cando os fillos crecen non hai segredos: hai que manterse a distancia, no centro da praza e co estoque listo, a ver qué sae polo burladoiro.

El gallo

Habíamos salido el viernes. Nos retiramos E. y yo a las siete, poco antes de que se desencadenara una pequeña emboscada en el núcleo duro de Batasuna: dos botellas de whisky y un piso franco para empezar bien la mañana. Por eso el sábado salí con reservas: nunca me gustaron las segundas partes. Dos botellas de vino en la Verdura, copas en un bar poco frecuentado y una visita al Ufo. Y sin embargo, al hacer recuento, estábamos casi todos. Pronto fue abriéndose paso la inaplazable euforia: en la barra, en la pista, en las butacas. Se fueron montando pequeños grupos en alegre tertulia, rondas pisándose las unas a la otras, y a las tres de la madrugada, horas después de haber iniciado la fiesta, me senté solo en una de las butacas, admiré el espectáculo más maravilloso de la vida, que es el espectáculo de los amigos, y alguien se sentó junto a mí y levantó su copa: "Por la vida, carajo".

D. me cuenta que ha empezado a hacer una sustitución en el instituto de un pueblo de Lugo. Que lo lleva mal, porque da clases de gimnasia y tiene que ponerse el chándal, lo que no deja de tener su gracia, porque si lo que le gusta es ponerse la bata podía haber estudiado Química. Pero le pregunto por cosas serias: las repetidoras y las profesoras. A lo primero, sin sortear su ética profesional (y moral), no contesta: necesita un whisky más, parece reprenderme con la mirada. Pero a lo segundo responde con un gesto de gravedad, y antes de que lo diga alcanzo a comprender la magnitud del problema: "Hay un gallo".

Efectivamente: el gallo, y su lucha histórica con el nuevo. Un conflicto profundamente machista que tiende a eternizarse. El gallo como padre protector de las pollitas, airado por la presencia de un joven polluelo libertino que amenaza su corral. "No es un gallo cualquiera, de estos pitiminí de ciudad", empieza a decir. "Es un gallo de pueblo: fuerte, alto, sano, directo". Y lo empiezo a visualizar: un José Campos de mandíbula prominente, campechano. Cuando llegó D. al instituto, un jovencito de físico agradable curtido en los peores corrales, el gallo se puso alerta. "Se alborotó nada más verme. Y supe al momento que ahí tenía al gallo. Es de éstos que te aprietan la mano con ganas, no con fuerza. A los pocos minutos de presentarnos me lo crucé por el pasillo y le grité. '¡Adiós, Evaristo!', y me apartó la cara. Un gallo con huevos: primer aviso".

La cosa siguió así: una de cal y una de arena, con mi amigo desconcertado, yendo de una esquina a otra del ring. Y en las salas de profesores se mascaba la tensión. El gallo rodeado de su cortejo, dando sus particulares clases magistrales de la vida, y D. lanzando miradas temerarias a las muchachas, profundizando en la crisis: la batalla ya era a pecho descubierto. "Una vez comimos juntos. Nosotros a un lado de la mesa, y dos profesoras enfrente. Empecé mal: no había sacado dinero y me pagaba él. Después de dar a conocer este detalle públicamente en la mesa, abrió los codos hasta el infinito, se echó el corpachón para adelante y me cubrió por entero, desplegando su generoso plumaje: a mí no se me veía. No acabó ahí su exhibición. Después de comer lo suyo, se puso a picotear en el plato de las chicas. Recordé las grandes lecciones del maestro R.: lo que me estaba diciendo es que a sus gallinas sólo las tocaba él". Alguien trajo más copas. "Otro día salió del instituto con su cochazo y dos profesoras. No sé cómo lo consiguió, pero se fue cruzando conmigo por todas las calles del pueblo. Yo iba paseando, y hubo un momento en el que me gritó desde el coche algo de unos apuntes. Cuando me acerqué corriendo para escucharlo mejor, arrancó de repente e hizo un gesto de 'déjalo, anda'. Lo tiene todo muy controlado".

Le dije a D. lo que pensaba: está jodido. "Lleva años trabajándose ese corral: domina la política de gestos y te está aplastando, así que el sustituto tiene que acabar su trabajo con dignidad y salir pitando". Y levantó la mirada, poniendo su mano sobre mi brazo: "Mira: el sustituto va acabar follándose a las pollitas. Y a lo mejor también al gallo".

miércoles, marzo 21

Tortura, espejismo y martirio en el supermercado

Probablemente no haya en España un lugar en el que se refleje tan bien el espíritu cainita de las amas de casa como los supermercados. Ya se dijo en alguna parte que las amas de casa de los ochenta fueron las primeras friquis, y que fue Almodóvar el visionario encargado de recoger esa impresión, alimentar la hilarante fatuidad de su desdicha y elevar todo ello al cine a través de un par de grandes películas. El encasillamiento no ha sido rentable: se lo han creído. Y como al pez hay que observarlo en la pecera, a la ama de casa hay que someterla a estudio en el supermercado. El otro día, por fin, escruté a una muy representativa: desde su triunfal entrada saludando a cuanta cajera había, hasta su pesado arrastar de carrito por los pasillos con una sonrisita de engreimiento. Varias de su especie llevan meses amargando mis visitas al supermercado: no toleran la juventud, el descaro de las nuevas generaciones, y se preguntan qué clase de oficio tiene la mujer de un desgraciado como yo para no poder venir a la compra y adiestrarse en este pulido arte. Daba el perfil la señora, así que impulsé un análisis sociológico: cincuenta y tantos, bajita, cabreada y con prisas. Me la crucé varias veces y me miró por encima del hombro, como preguntándome: “¿es que me has visto tú alguna vez a mí en un afterjaus?”. Íntimamente nos despreciábamos, pero nuestra primera disputa seria fue en la charcutería. Ella pedía lo suyo a la carnicera, y yo me dirigí a la encargada de los embutidos: craso error. Antes de que abriese la boca, me fulminó con la mirada. “Mira, estoy yo”. “Pero usted está pidiendo ahí”. “Bueno, pero ya estoy acabando y llegué antes”. Y señaló el carro: su digno representante en los embutidos, con el tirador apuntando inmisericorde al choped. Mientra masticaba un severo “zorra” para mis adentros, me entretuve con los arroces y hasta allí fue a buscarme. Noté su respiración agitada a mi espalda: se dirigía como una exhalación a la caja. ¡La caja!: su disciplina olímpica, sus cuatrocientos mariposa. Pese al calentón de lo que di en llamar ‘la gran batalla de la charcutería’ y posterior derrota con la ‘dama del choped’, pensé con frialdad y elegí el pasillo interior para trazar mejor la curva: aparecí en la cola delante de ella con una fastuosa sonrisa. Por el camino me dejé la barra de pan, pero ya pesaba más mi orgullo. La tuve pegadita a la espalda, marcándome ceñuda. Insistía desde la lejanía en entablar conversación con sus amigas las cajeras, como si le fueran a cobrar por el aire. De vez en cuando, de forma imprevista, asomaba el morro con la misma destreza que Raikonnen: ahora por la izquierda, ahora por la derecha, ante mis intentos desesperantes por frenarla en su delirio. Y se le hizo la luz: “Señorita Mari Carmen acuda a caja”. Fue abrirse el micrófono y estallar la locura: la señora se salió del rebufo y cogió la pole de una nueva fila, llevándose en su estela a otras marujas. Visto y no visto: una maravilla. Cuando quise entrar en el partido, ya salía ella por la puerta con el oro. Ni Federer.

Domingo

Cuando se despertó, le besó el brazo y se apartó espantado de ella. No podía ser posible. Olía a caldo. A domingo. Todo eso. Un pestazo.
Investigó por su cuenta con la nariz hasta que la chica abrió los ojos.
-¿Qué le pasa a mi brazo?
-Nada, que huele a caldo.
-¿Qué? -se tapó enfadada-. Saca de aquí tu nariz, por favor.
-El olor viene de ahí -la apuntó solemnemente con el dedo.
La chica le dio la espalda. Él se apoyó en la cabecera de la cama. No dormiría. Era imposible. Notó que el olor crecía. Alejó su nariz de ella. La volvió a acercar. No había duda.
-Hueles a caldo.
-¿A qué?
-A caldo, lo has oído muy bien.
-Dios mío, estás loco.
-Carajo, la loca eres tú. En esta cama huele a caldo que apesta.
El olor se hizo insoportable. Cuando ella volvió a dormirse él aprovechó para olisquearle el brazo. Lo hizo con tiento, pero ella se despertó pegando un grito y él se apartó.
-¡Santo Dios del cielo!
-¿Pero qué te pasa?
-Cómo huele, qué vergüenza.
-Vale -ella saltó de cama-. Me voy.
-Échate algo encima, anda.
-No me lo puedo creer.
Mientras ella se vestía él pensó que lo más coherente que podía hacer era ir a la cocina y ofrecerle una olla para que llegase bien a casa. A la chica le temblaron ligeramente los labios. “Ya se ha dado cuenta de que es verdad”, pensó él: “ha estado oliéndose a mis espaldas”. Después sonó el timbre.
-Seguro que vienen a preguntar si es aquí la Fiesta del Cocido -dijo.
Ella no aguantó más. Le escupió con rabia desde la puerta: una rodajita de chorizo, oreja de cerdo y algo de lacón. Los dos enmudecieron. Hasta él había llegado a pensar que el olor venía del piso contiguo. Pero no. Era cierto. Su novia se estaba convirtiendo en caldo. Volvió a sonar el timbre y le dio por pensar que era la familia, al volver de misa. Ella rompió a llorar y él, al borde del delirio, puso un plato debajo y le preparó, lenta y cariñosamente, una sopa.
8-03-2002

lunes, marzo 19

Náufragos

"Me interesa mucho el concepto de fracaso: tiene que ver con aproximarse a algo”. La frase es de Paul Holdengräber, director de la Biblioteca de Nueva York, en una entrevista de Ignacio Vidal-Folch en El País. La sugerente idea del fracaso como impulso narrativo es una de las constantes más lúcidas y descaradas que he tenido en esta dulce juventud, y probablemente la única: escribir para caer, y levantarse de nuevo sin perder de vista el destino. Ya he escrito sobre el objetivo inútil de discutir la identidad última del fracaso, su persistente y poético esplendor: el resultado, fascinante, de observar la vida desde el subsuelo, sumido a los ojos de los otros en un barrizal de intentos frustrados por asomar la cabeza a la luz de una solitaria bombilla. He repetido también la frase de Scott Fiztgerald, al respecto de aquel Hemingway: “Ernest habla con la autoridad que da el éxito: yo lo hago con la que da el fracaso”. No es agradable, pero uno se refugia en Sísifo, su mito, y alcanza el breve placer de conseguir subir la roca a lo alto de la montaña para ser devorado por ella en un rápido descenso y volver a intentarlo: el héroe absurdo del que habló Camus. “Todo pasa / y todo queda / pero lo nuestro es pasar”, repite Machado: pero yo siempre imaginé recitándolo a un camello (a mi camello, concretamente) y nunca evito una leve sonrisa al pagarle, demasiado para mi salud. Cuando era muy joven, y escribía a mano, supuse esto: “Somos desconocidos. O a eso aspiramos todos: a desconocernos”. Una ingenuidad con cierta base, pero ficción en cualquier caso. Lo he recordado al escribir sobre Saint-Beuve y Proust la semana pasada, y sus postulados sobre la identidad. Porque cuanto más me inclino sobre el teclado, con esa postura de viejo acechante y arisco (ese viejo que le mira las faldas a las niñas y rehuye el contacto social, más aún el físico), menos me reconozco, y menos me salvo. Uno escribe una línea mientras baila entre un ramillete de pálidas ideas, un mensaje cercano y digerible, pero a medida que avanza el párrafo se disuelve la identidad, naufraga la idea, y sólo sobrevive la escritura, sin puntos y aparte, sin la piedad que exigía Apollinaire para los que reclamaban el tiempo de la razón ardiente. La escritura es hoy por hoy la única idea consistente: origen y destino, y el fracaso su tembloroso estertor, despojado ya de aquella ternura infantil, por más que todavía afloren los vicios: al fin y al cabo todavía no he roto con mi camello, y sigo bebiendo mucho. Pero cada vez tengo menos que ver conmigo, y sin embargo me acerco más a lo que yo mismo espero de mí: no un fracaso, sino un ideal de fracaso, más bien. Un ejercicio solitario: otros hacen abdominales. Lo que pasa es que me he ido fabricando una escritura dura y cínica de la que el noventa por ciento es grasa y sólo el cinco músculo: tampoco me interesa el regate. Hay un cinco por ciento reservado al amor, pero no he llegado a esa cima estética, a esa rimbombancia moral del amor como pulmón de la vida, aunque lo sea: quizás con los años, cuando me ablande y empiece a cambiar pañales: los míos. Y una mañana piensas en el dinero, que es una forma muy depurada de fracaso, y en su justicia poética, que te hace ganar escribiendo diariamente el doble de lo que otros ganan escribiendo a la semana, o viceversa. Claro, no es lo mismo escribir las cosas que uno quiere que las cosas que uno debe. Y en este oficio se entretiene con artículos bien apañados, a menudo sobre la actualidad: una tarde alguien te para por la calle y te dice que has estado bien, y saltas a por el cacahuete. La cuestión, pese a todo, es fascinante, y su imagen poderosa: el fracaso tiene que ver con aproximarse a algo. Todos dicen escribir para que les quieran o para que les pongan un Nobel: yo escribo para que el fracaso aplaste mi inmensa vanidad. Henry Ford decía que perder es más fructífero que ganar. Pero prefiero a Jacinto Benavente: “Los náufragos no eligen puerto”.

Colegio Campolongo

De aquella generación invisible salieron brillantes delincuentes, salteadores de caminos, excelentes abogados, futbolistas, electricistas y mujeronas gordas adictas al sexo y al bollycao. Hubo quien se sentó en la ventana, miró al vacío y se volvió para dentro. Otros aparecieron muertos en alguna esquina y los más aparecieron vivos trabajando en oficinas bancarias. Algunos construyeron edificios y ganan ahora mucho más dinero del que podrán disfrutar nunca. De aquella generación invisible apenas hay rastro de los que colgaron los libros al sexto año para hacer cola en el servicio. De aquella generación invisible sólo sobreviven los sueños de las niñas rubias, las cartas escritas con humo, las mañanas sin recreo, las tardes sin merienda, los polis sin cacos y un puñado de versos saltando a la comba. Muchos sobrevolaron el colegio con la urgencia de una ambulancia y los tragó la heroína: a la otra mitad el desasosiego. Hubo más mitades repartidas entre la victoria y la derrota sin saber distinguirlo del todo. Sé que la mayoría son ahora dentistas de éxito, profesores universitarios de éxito, folladores de éxito, comunistas de éxito, abogados de éxito, pelotas de éxito, escritores de éxito, fracasados de éxito. Pero de aquella generación invisible han salido presos de conducta reprochable, ladrones a mano armada, yonquis de etiqueta negra y políticos corruptos. Unos han llegado a algo, otros no han llegado a nada, pero todos se han tenido que conformar con el tenue recuerdo de una sirena de colegio, el sostén de alguna profesora y la primera paja compartida. Hubo quien se dedicó a pegar y hubo quien se dedicó a recibir. Y hubo quien pagó y hubo quien cobró. No hubo listos en ningún bando. De aquella generación invisible han salido luces, sombras y lobos enormes y solitarios que sólo aúllan en los cumpleaños.

Decepción

La sensación que deja la marcha en Pontevedra por un hospital mejor es de una franca decepción provocada por dos errores de bulto que unos organizadores de enjundia jamás cometerían. Miren: ahora mismo en España es muy difícil encontrar manifestaciones por debajo de los dos millones de personas. La que más y la que menos se mueve entre el millón y medio y los dos millones y medio. Son cifras respetables, pero habrá nuevos récords, por eso no se preocupen. Lo que ocurre es que las cifras no llegan solas: hay que trabajarlas. Resulta un poco triste poner a trabajar a la Policía y a la organización, que están muy verdes. Esos temas se canalizan desde hace unos años a través de la Comunidad de Madrid y de la Cadena Cope. Es algo muy sencillo: se les comunica por la tremenda que en Pontevedra el PSOE está destruyendo la sanidad: nos está dejando morir. Y ellos envían desde Madrid un helicóptero, varios agentes de la policía local, un millón de banderitas rojigualdas y un par de redactores de la emisora episcopal ya curtidos en estas convocatorias. Al día siguiente tienen ustedes este rico titular en prensa y radio amiga: “Dos millones de pontevedreses salen a la calle para protestar por la política sanitaria de zETAp”. Que ésa es otra: en el último congreso mundial sobre manifestaciones ‘Manifa 2007’ ha quedado patente que la tendencia es la protesta-ficción. Ayer mismo salieron varios millones a la calle para denunciar la anexión de Navarra al País Vasco. Los organizadores de la marcha pontevedresa perdieron una oportunidad histórica de salir a la calle para protestar por la inminente invasión de Suiza o el regreso de Moby Dick, pongo por caso. No hubo cintura, y el eco fue escaso. A ver si la próxima.

viernes, marzo 16

Erótico

Tiven o raro privilexio de asistir o ano pasado á inauguración do Salón Erótico do Atlántico. Digo raro porque un día antes morrera un compañeiro de traballo, e alí estaba eu co meu loito recauchutado mirando o alcalde de Vilagarcía tocando a guitarra entre actrices porno que se sacaban as tetas nun recinto baleiro: unha maneira moi orixinal de pedir o voto do catolicismo máis granado da vila.

Foi unha experiencia alucinante. O alcalde xustificou entón a súa presenza alí defendendo a sutilidade do erotismo e a importancia da suxerencia, e cinco minutos despois unha rapaza espida púñase a catro patas e, como o mago Antón, facía desaparecer un plátano. Suxerente foi daquela maneira; sutil non debeu de selo, porque pegou un bo berrido.

Esta fin de semana volve o salón e faino despois dunha extensa promoción polos bares e xornais, os únicos lugares onde cada un á súa maneira atopa o pracer do sexo. O pasado ano estivo unha parella liberal que che facía o que quixeras (non había moita vergoña, e houbo colas: de xente). Miren, pornografía vén sendo “descripción (grafía) dunha prostituta (porno)” e “erotismo” vén de Eros, o deus grego do amor. Por gusto, e por unha cuestión poética, eu sempre me aliñei co erotismo. Milito na suxerencia con certo descaro, e nunca me gustaron os primeiros planos de nada que esté por debaixo da cintura. Ao salón, que inaugúrase hoxe, pódenselle dar moitos vivas, previo pago de 20 euros, pero non chamarlle erótico: é tontería.

Los melancólicos

En el último derby entre el Atlético y el Real Madrid los ultras de extrema derecha la emprendieron a golpes con los coches de los periodistas. Un tipo de La Sexta, la cadena que retransmitía el partido, se trajo a la cámara a dos colegas de Onda Cero, y uno de ellos empezó a relatar la agresión: “Estábamos en una de las puertas, y entonces vimos llegar a un grupo de melancólicos que comenzó a apedrear las lunas de nuestro coche”. Un momento después, en pleno apogeo del absurdo, La Sexta retransmitió los primeros minutos del derby madrileño... ¡en euskera! Agucé el oído, por si en verdad era el cultivado Andrés Montes recreándose ante las cámaras (o eso, o un último y desconocido delirio frenopático del locutor), pero aquello tenía toda la pinta de ser un error de conexión. Vi el partido abandonándome a esa imagen poderosa de un grupo de melancólicos, con la mirada perdida y esa grave sensación de pérdida que les asola, envueltos en tristes bufandas colchoneras.

Recordé hace unos días la anécdota en una de esas noches en la que se eterniza la primavera y el vino. Pontevedra estos días es un florecer, un despertar. Cae el sol a chorros, sin violencia, y palpita a pocos kilómetros el océano, expectante: un amigo me vino a recoger ayer para ir a la playa y estrenar la temporada. Pero antes me desperté con un histórico, Farruco, que dice en El Correo Gallego que “valientes hijos de puta” es “una coletilla con la que no se insulta a nadie”. No diré yo que la frase no se la trae, pero hay que ir más allá. Al parecer, la Banda de Música de Santiago se refugió de la lluvia en un bar en mitad de una procesión, y allí estaba Farruco, que les dijo eso de “valientes hijos de puta y asalariados del Ayuntamiento”. Ayer, en el periódico, Farruco aclaraba: “Me dirigí a los músicos como portavoz del pueblo para expresar un malestar”. Claro que sí: qué sería de nosotros sin nuestros portavoces.

Y al mediodía emerge Fernando Alonso. Por fin él. No negaré que es un objetivo predilecto: me cae divinamente mal. Pero desde hace un tiempo es Tele 5 la noticia y Fernando Alonso su canal de comunicación. Es decir: queremos que Tele 5 hable de Fernando Alonso para ver a Tele 5 en estado puro, despojada de la telebasura, sola y desnuda sobre su gran montaña de audiencia, batiéndose en el vacío. Hace unas semanas dio la cadena un anticipo de lo que será la nueva temporada de Fórmula 1: abrió el telediario con unas imágenes exclusivas que no eran otras que el nuevo corte de pelo de Alonso. Pero fue ayer cuando dejó el primer gran momento del año: su primer ochomil. Después de repasar sin ton ni son a Capello, en una sobria lección de objetividad, al presentador se le dibujó al fin una sonrisa: tocaba hablar de Fernando Alonso. Y éste es el vibrante arranque de la crónica: “Lo primero que ha hecho hoy Fernando Alonso al llegar al circuito ha sido saludar a nuestro compañero Antonio Lobato”, que se acerca alegremente a lo que será la noticia dentro de unos meses: “Lo primero que ha hecho hoy nuestro compañero Antonio Lobato al llegar al circuito ha sido saludar a Fernando Alonso”.

Entre las copas de la madrugada hay un momento en el que alguien hace ver el glorioso destino de ciertos apellidos en nuestra vida pública: Emilio Botín presidiendo el mayor banco de España y Manuel Cerdán dirigiendo la Interviú. Yo recuerdo el esplendoroso inicio del artículo de Juan Palomo en El Cultural de esta semana: “No me había reído tanto con una entrevista literaria desde que hace unos años Javier Sardá entrevistara a Isabel Pisano pensando que su libro de testimonios ‘Yo, puta’ era una autobiografía”. La vida puede ser maravillosa.

jueves, marzo 15

Las estaciones

A Conde-Duque

(Y a C., donde quiera que vaya)


Y un día de abril se anunció el verano. La lluvia remitió de golpe y el calor llenó de gente las terrazas y derrumbó el húmedo silencio al que se solía abandonar la ciudad en mitad del invierno. Los días de mayo fueron interminables, revueltos, felices. Las estudiantes tenían la piel morena y llevaban gafas de sol y faldas cortas y camisetas de asas apretadas y regresaban en los trenes de última hora de la tarde a sus casas: dejaban de ser mujeres y volvían, por dos meses, a ser hijas de veintiún años moralmente incorrectas. A medida que se acercaba junio había tardes fulgurantes en las que subía al corazón de la ciudad cierta alegría contenida, y se extendían por los parques grandes hileras de árboles amables, cercanos, y un verde eléctrico iluminaba la ciudad, como si estuviese en fiesta. La noche limpia y clara derramaba luz a una hora inconcreta sobre las plazas. Algunas de esas noches el cielo estaba tan claro que se podían alcanzar las estrellas con sólo estirar el brazo. También recuerdo la intensidad de la luz de la luna reflejándose en los vidrios vacíos que se agolpaban en las mesas, y suspiros súbitamente encendidos mezclándose con las conversaciones de madrugada, los ceniceros llenos y sonrisas compartidas viajando sobre las sillas para llegar a menudo a un destino incierto.

Pero afuera la ciudad rumiaba el otoño y empezaron a regresar a cuentagotas las estudiantes cargadas de mochilas y de libros. Un par de días paseé por las calles con aire indolente y perdido para observar las muchachas que se matriculaban en las facultades por primera vez. Me gustaba verlas haciendo un corrillo con sus amigas, riéndose con discreción, temiendo ser juzgadas por las veteranas, con sus grandes bolsones de ropa, subiendo las escaleras de los edificios para conocer sus nuevas casas, su primera independencia, y saludar a sus nuevas compañeras. Me acercaba para escuchar sus grandes carcajadas, su estrepitosa felicidad sin pausa, sus borracheras prolongadas hasta la luz del día. Tras aquellos años impulsivos darían gracias a Dios por su primer trabajo y tratarían de prolongar la belleza de su juventud sin excesivos traumas, mirando aquí y allá, asumiendo con resignación la caída imparable de los años y la lenta separación de algunas amistades, con las que se aleja el tiempo que ellas recordarán años después como el más feliz y el más incierto. Siempre admiré a esas muchachas porque me recordaban intensamente aquellos versos de William Wordsworth ("Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, que me deslumbraba"): ellas eran el puro destello, lo momentáneo, una suavidad iluminada en sus ojos, la línea perfecta del dibujo del cuerpo y una caída inconsciente de párpados a una hora inconcreta del día, desde una angulo exacto y bajo una luz determinada.

La sobredosis de C. ocurrió a mediados de septiembre, con las calles llenas de hojas secas que volaban de un lado a otro de la acera y crujían si las pisabas con botas de suela dura. Al otoño lo había traído un viento huracanado de la otra esquina del mundo y de un día para otro todos nos pusimos abrigos viejos y largos y bufandas gruesas mientras hacíamos crujir las hojas de los árboles en un crepitar incesante. Volvieron las madrugadas frías y se vaciaron las terrazas. Algún día anterior a aquél también había llovido, pero ya no era la habitual tormenta de verano, sino la pertinaz lluvia de una ciudad súbitamente nublada, la que cala las estaciones y la que llena de charcos alegres los parques. Un gris radiante acunaba la ciudad, hasta adormecerla, y de repente un trueno hacía saltar las piedras de las calles y agitaba con violencia la tierra. El verde de los árboles refulgía tembloroso bajo un estremecimiento repentino, y se diluía entre llantos agotadores.

martes, marzo 13

El lamento de la dama de honor

Lo peor que se puede ser en esta vida es un coñazo. Incluso la mala gente, la despreciable, encuentra el apego de los suyos, su protección y acaso su complicidad. Pero a los coñazos, aunque buenas personas, no los soporta nadie, ni tampoco se soportan entre ellos: una cuestión de justicia poética. De un tiempo a esta parte, concretamente desde el fallo del Premio Planeta que la dejó subcampeona literaria del año pasado, hemos escuchado / leído en Galicia a la escritora lucense Marta Rivera de la Cruz. Ha sido un quejido, una lástima continua, un pesaroso pesar: un coñazo que no tardó ni unas horas en empezar porque en la rueda de prensa del Planeta hubo un periodista que le preguntó por qué estaba tan olvidada en Galicia, a lo que la autora respondió con cara de “me encanta que me haga usted esa pregunta”: el periodista era su padre. Después, un goteo de sensaciones. Uno se preocupó por ella, no literariamente, sino por el infierno de aquella vida que la acabó expulsando del paraíso: siempre he tenido cierta debilidad por la sensibilidades oprimidas. Repudiada por su tierra, Rivera de la Cruz halló en el exilio el calor negado por el pueblo y también el triunfo. Se asoma de vez en cuando, y lo hace agitando su dedo tembloroso manejado por una mezcla de rabia y desencanto. Hace unas semanas publicó un artículo en el diario De Luns a Venres en el que criticaba la política lingüística de la Xunta con un título muy sutil: ‘Parvadas’, y en el que (más allá del fondo, con el que uno está de acuerdo) se dejaba ver la herida por la que sangra: "¿Que lle van ofertar ao señor Carrera por mudar a Carreira? ¿Algunha exención fiscal, puntos nas oposicións, bolsas para os Carreira cativos ou unha colección de libros? De libros en galego, claro, líbreme Deus de falar de literatura estranxeira nos dominios de Bugallal". Los libros: la literatura extranjera y el caso omiso que se le presta a la excelencia castellana desde la Xunta. Uno se pregunta aquí qué clase de tributo cabe exigirle a una administración autonómica, más allá del simbólico, si uno es escritor, y qué extraña inquietud anida en el corazón de la autora cuando su carrera ya goza de un estatus y no necesita un aplauso institucional que cualquier autor digno de tal nombre despreciaría. Pero ahí está el lamento limpio y firme de Marta Rivera de la Cruz, que ojalá se desenvuelva como escritora tan bien como se desenvuelve como coñazo. El reconocimiento del terruño, su definitiva afirmación intelectual: eso quiere. Ayer apareció un teletipo de Europa Press a las siete y media de la tarde con su nombre rotulado en mayúsculas y me abalancé sobre él para satisfacer el presagio: Marta Rivera de la Cruz dice que ha sido "vetada" en Galicia por su oposición a la política lingüística de la Xunta, incide en que no ha recibido ningún telegrama de felicitación de la Consellería de Cultura y se muestra convencida de que "si hubiera sido dama de honor de Miss España", sí lo hubiera recibido. El cariño de la Xunta: su triste ausencia, y el argumento definitivo desembocando en esta pregunta inútil: ¿pierde la dignidad un autor al lamentar la ausencia de la palmadita institucional? Bueno: muchos pagarían por tener el lomo limpio, como el que ella ahora llora.

¿Qué sabemos de Madame Bovary?

Una de las grandes discusiones de la historia de la literatura la protagonizaron Marcel Proust y Charles Agustine Sainte-Beuve. Proust rebate los argumentos de Sainte-Beuve cuando éste llevaba muerto medio siglo: le tenía ganas. Sainte-Beuve fue un crítico literario muy particular que defendía una curiosa teoría: hay que conocer la vida de un autor para poder entender las claves de su obra, y toda ella es el leal reflejo de su biografía. Fue un atrevido y un provocador cuyo método fue denostado por otros críticos y encontró casi cincuenta años después su definitivo hundimiento en una suerte de ensayo novelado de Marcel Proust, que tituló su obra de una manera muy críptica: Contra Saint-Beuve. En ella el autor de En busca del tiempo perdido levanta la bandera de la identidad esencialmente artística del escritor, desvinculada por completo de su identidad privada y el universo en el que ella se desenvuelve. “Una cosa es lo que soy y otra lo que escribo”, viene a decir Proust, que pobló las páginas de su gran obra del ambiente de la época con un fuerte componente autobiográfico. Es un debate interesante que, en materia política, tiene hoy en España a Zapatero como pieza ejemplar del método Saint-Beuve: ¿es posible explicar la política de la memoria histórica (además de otros valores ligados al insistente republicanismo cívico de Petit) del líder socialista sin conocer en profundidad su recorrido vital y la influencia, y herencia, de aquel abuelo republicano, capitán Lozano, fusilado por los nacionales? Probablemente en política hubiera encontrado mucha más defensa Saint-Beuve de su método. En literatura, conociendo la afición de tantos escritores por alejarse de sí mismos, es más complicado. Son muchos los autores que se nutren de su vida, y de lo que en ella contemplan, pero no cree uno que a través de su psique social puedan adivinarse las claves de sus obras: son también muchos los que encuentran en el placer de la escritura el mismo placer que en el de la huida, el disfraz, la distracción. El método llevó a Saint-Beuve a practicar un biografismo casi salvaje, pero en cierto modo inútil. De su época ensalzó a autores hoy olvidados y se ensañó con Stendhal y Baudelaire, entre otros. Por qué no acabó loco trazando la biografía del autor de Las flores del mal, y abriendo las puertas de su vida para llegar al fondo de sus poemas, es algo que se nos escapa: quizás haya que indagar en la vida de Saint-Beuve para saber las directrices por las que regía su obra, que era su crítica. Hay discrepancias con Proust, una de ellas sonada (entrevista de Ramón González Férriz a Arcadi Espada en Letras Libres, octubre 2004): “Saint-Beuve ha acabado teniendo razón. Por mucho que Proust dijera que la obra no es hija de un ser social... Eso es pura retórica. El proceso mediante el cual la vida de un escritor, aun para impugnarla, se convierte en materia literaria, es uno de los procesos más fascinantes de la literatura, quizá el que más”. En su Contra Catalunya (evocador título), Espada ya expone su punto de vista sobre el asunto. Pero a mí todavía me fascina el secreto, aún me rinde el misterio: prefiero, incluso, el momento en el que la materia literaria se va transformando, despacio y masticando, en vida, y no me cuesta imaginar el proceso que llevó a Holden Caulfield a encerrarse en una montaña bajo el nombre de J. D. Salinger (“me gustaría ser sordomudo”). Flaubert dijo aquello de que Madame Bovary era él, pero para mí fue siempre una gran puta. No por lo que hace (el adulterio femenino es la manera más elegante de hacer valer la paridad, ¡y estábamos en el siglo XIX!) sino por lo que se cree. Pero esto, como diría Espada, ya es retórica.

domingo, marzo 11

Sábado y desarrollo

De la más grande manifestación que vieron nunca los ojos de Dios, que un sábado al mes son los de Esperanza Aguirre, se echaron en falta dos amputaciones del tiempo: el blanco y negro, acaso el sepia renqueante de la ‘libertad sin ira’ de Jarcha que sonó como acompañante del himno nacional (curioso destino, el universal), y los Alcántara, la familia agolpada en su utilitario con las pestañas pegadas al parabrisas esperando a que el semáforo se ponga de nuevo en verde. Por lo demás, gráficamente el espectáculo resultó conmovedor, y el espíritu de la manifestación avivó el ánimo de los “españoles sensatos y de bien” que entienden, como entiende el jefe de la oposición, que el presidente del Gobierno “ya no vale”, en un solemne ejercicio de voluntad democrática. Ya con la resaca, después de un suave baño en la playa y de un paseo por la ciudad, contemplando las portadas de los periódicos e imaginando lo que sería si, por fin, España gana el Mundial de fútbol, surgen del fondo de las crónicas las obligadas preguntas acompañadas por la maldita desazón que ya se comenzó a atisbar en la noche del sábado, con el último gol de Messi. Son breves, y son éstas. ¿A dónde va Mariano Rajoy? ¿A dónde va el líder español de más talla intelectual y el presunto arquitecto de una derecha democristiana moderada heredera de los movimientos conservadores centroeuropeos? ¿A dónde va este parlamentario brillante y hasta hace poco sereno, y qué pinta cuadrándose grotescamente en un escenario gigantesco colmado por una ingente multitud enarbolando con furia las banderas antes de escuchar el himno nacional después de pedirle a las masas que defiendan a España? ¿De qué hay que defender a España sino de él, y de los que el sábado levantaban su bandera? Ésta es mi preocupación, porque yo a Mariano Rajoy no me lo imaginaba sometiéndose a estas contorsiones y obligado a estos patéticos menesteres. ¿O desconoce Rajoy la política penitenciaria de su etapa como ministro del Interior, cuando no se hacía oposición con los presos y practicaba su Gobierno la misma manga ancha que ahora el PSOE? Quizás haya que refrescarle un hecho: la política de la oposición socialista respecto a ETA se centró en el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo, que Zapatero “se sacó de la chistera”, según el ministro Rajoy, y que ahora reclama el Rajoy opositor pataleando tristemente. ¿Y qué ha hecho el PP contra ETA? Reventar la calle, desempolvar enseñas franquistas, provocar la bronca diaria, llamar terrorista a Zapatero, presionar al Estado de Derecho, poner en solfa a la Justicia y radicalizar a los periodistas (incluido éste que les escribe, que además está en contra de la prisión atenuada para De Juana Chaos). Por eso de vez en cuando hay que sentarse antes de escribir y leer el Marca (qué tipografía más horrible han elegido ahora para las portadas). Desayunar en paz, echándole un ojo a la feria de las antigüedades de la Praza da Verdura, eligiendo éste o aquel jarrón, y vibrar con la lectura de las cartillas religiosas del franquismo. Pero ya en la comida el telediario dice que el Samur atendió a 75 personas durante la manifestación: un exceso de ‘losantina’. Y a una conversación telefónica se le suma un correo electónico de D., que escuchó los tambores desde Nueva Delhi, y una conclusión: el despliegue de la manifestación del sábado en Madrid ha movilizado a la izquierda disconforme con Zapatero que ya pensaba en abstenerse en las generales. Y otra conclusión: el gran derrotado de toda esa pantomina es el hijo de ese señor de buen porte, elegante y digno, que se acaba de cruzar conmigo por la calle Rosalía de Castro, regresando para casa con el Abc bajo el brazo, y que se llama como su hijo mayor, registrador de la propiedad, presidente ahora de un partido político en Madrid.

José Luis Rodríguez Lorenzo

Se le está despejando la cabeza, en un súbito arranque alopécico que le ha dejado la corona abierta en apenas dos años, pero ha regresado a la barba: José Luis Rodríguez Lorenzo siempre ha sabido equilibrar sus fuerzas. De su mano llegó el PSOE al poder por primera vez en Sanxenxo y a las pocas semanas partió la mayoría absoluta como Jesucristo partió el pan, y llevó a la deriva un Gobierno en minoría pegándose hasta con el espejo. En aquellos plenos sin desmayo, cuando ordenaba a la Policía Local evacuar a los concejales de su partido, se fue haciendo uno cronista, escribidor en periódicos: plumilla municipal, para que se me entienda. Políticamente aquellos convulsos tiempos fueron un desastre de los que el PSOE jamás se recuperó, ni pinta tiene de hacerlo (en esta campaña, al menos, no hicieron cásting de candidatos en ninguna guardería), pero los periódicos teníamos a Rodríguez en el altar de las divinidades. Recuerdo tardes de trabajo desmoronadas a última hora por una llamada suya (“oye, tengo que decirte algo”), y recomponer la página gozoso, feliz, porque al alcalde se le había calentado la boca y, de paso, había braseado el titular. Una noche de primeros de agosto se presentó en Soleares a las seis de la madrugada con una cuadrilla de agentes para cerrar la discoteca por incumplimiento de horario. Allí estaba él, encorbatado, dirigiendo el tráfico de borrachos cuando ya amanecía en Silgar, y allí estaba yo, sacando un papel arrugado del bolsillo trasero, improvisando una rueda de prensa que casi termina con una colleja. Rodríguez vuelve a la política y lo hace con cachondeo: le llama a su partido VIPS, no sabemos si en homenaje a Emilio Aragón o a la chalana de Amancio Ortega. En cualquier caso, bienvenido siempre.

viernes, marzo 9

Lobo

Lo encontró M. deambulando por las calles de Coimbra y frecuentando los flotantes círculos universitarios que reverberan en la ciudad de las francas Repúblicas. Llevaba Lobo los ojos azules encendidos, el pelo rizo y un cuerpo menudo y pequeño por el que colarse entre el gentío del bar de Zè las noches de los miércoles, cuando se atrevían los valientes con la absenta. Estaba atrapado en una edad indefinida que lo situaba entre los 30 y los 50 años. Era de Lisboa y no tenía techo fijo: vagabundeaba lo mismo por la calle que por la vida con un estuche de lápices de colores. Se nos dijo que llevaba el pasado colgado de un trauma. Caminaba con unas sandalias oscuras y tenía los pies negros: Fernando Lobo era pintor.

M. lo había acogido en Coimbra con una mezcla de generosidad y extravagancia. Cultivó la ternura con él de ese modo despiadado que le asolaba por momentos. M. pagaba la casa y la comida y Lobo le agasajaba con pinturas de colores hechas en folios, cartones y paredes. Lo conocí pisándose la sombra y doblando las esquinas en las mañanas desiertas y polvorientas de una ciudad que dormía al amanecer, cuando se apagaban las últimas velas de los grandes salones de las Repúblicas. Pronto Lobo fue el centro de gravedad de toda aquella fauna, de todo aquel jaleo de erasmus y malditos, de aquel largo recreo de otoños quejosos, y dos años después M. lo invitó a conocer Pontevedra.

No tardó en enamorarse de la zona monumental, de sentarse en todas las tertulias y de conocer a las muchachas más hippies y bonitas de la Leña y la Verdura. M. era feliz con Lobo porque Lobo volaba solo y no había que estar pendiente de él. Era verano en la ciudad y el sol le descubría cada mañana nuevas sensaciones (“hay ahí fuegos nuevos colores nunca vistos”). A veces se zambullía Lobo en un silencio alegre que estiraba tumbándose en la alfombra para recrear algo: una tierra extraña, un rostro húmedo y lejano, un sabor desconocido. Era un hombre metido en los zapatos de un niño.

Una noche de aquel verano M. me pidió en Sanxenxo que me hiciese cargo de Lobo unos días. Pronto Lobo llenó mi salón de tubos de cartón, de cartulinas, folios y textos escritos con letra de adolescente. Eran botellitas que Lobo arrojaba al mar del futuro con mensajes de pálida belleza. Llevaba sus cosas a los bares, y durante unos días puso a la venta en El Baúl varios de aquellos tubos que vendió con facilidad. Cuando estaba sin dinero, Lobo vivía de los demás, y cuando le entraba algo en el bolsillo se iba a una cafetería a desayunar por cinco euros y salía de allí con un par de paquetes de Marlboro con los que invitaba a todo el mundo. Como buen pobre, era aprovechado en la escasez y generoso en la abundancia.

Pero no me acostumbré a escuchar la puerta batida por otro, ni tampoco al desinterés de Lobo al abordar su despedida. A las dos semanas le dije a M. que Lobo debería marcharse porque era absolutamente imprescindible que yo viviese solo. Se había acabado el verano y M. había volado de Pontevedra y el otoño había dejado en la ciudad ese aire de nostalgia que precede a las lluvias frías del invierno. Le di a Lobo dinero para pagarse un billete a Lisboa, pero la mañana en la que se debía haber ido la asistenta se lo encontró durmiendo en el sofá sin querer marcharse. Se había dejado barba y tenía un aspecto penoso. Regresé a casa, abatido. Me costó media hora convencerlo e incluso tuve que tirar un poco de él: fue una escena triste. Ya en la calle lo vi alejarse con su gran mochila a ninguna parte: no volví a ver tanta soledad metida en un cuerpo tan pequeño. Dejó un tubo de colores que tengo colgado en el recibidor, un gran mural alegre y festivo con aire de portada de Manu Chao y unas poesías bellísimas en portugués que temo haber perdido en la mudanza.

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Este artículo se publicó a finales de octubre.
Ayer, en otra mudanza, aparecieron aquellas poesías dulcemente enrolladas debajo de una montaña de ropa vieja. Las leo, y me emociono, porque en realidad no entiendo nada.

(M. no soy yo, sino mi otro)

jueves, marzo 8

Mi amigo tonto

Deputacións

Nunha campaña electoral paseábase José Luis Baltar polas aldeas de Ourense axitando os recortes dos xornais nos que se lle acusaba de enchufismo na Deputación “¿Vedes como eu me preocupo polos meus?”, preguntaba orgullosamente, enchido todo el de retórica.

As Deputacións son a metástase do caciquismo patanegra do país: unha mestura rural de oposicións cantadas, pulpo á feira, soldos xenerosos e música de trombón. Ten razón Anxo Quintana cando di que as deputacións sobran, aínda que con elas marche tamén un dos nosos máis queridos feitos diferenciais, imprescindibles para entendernos como nación.

Máis que institucións, as deputacións son eficaces máquinas de asfaltar estradas e vontades, servindo ao clamoroso interese do partido que goberna, que non por casualidade, salvo unha solitaria excepción nestes últimos anos, é o Partido Popular.

As deputacións foron un dos instrumentos máis engraxados cos que o fraguismo foi baltarizando sen pudor o país: a elas, como no poema tuneado de Manrique, ían parar tódolos autobuses. Agora son meras plataformas de oposición coas que facer ruído e administrar sabiamente os cartos. Unha titiritada anacrónica, residuo daquel poder omnívoro ao que incluso Núñez Feijoo, na esencia, xa quere rebentar.

E Anxo Quintana fomenta a súa extinción. Unha vella cuestión que agora colle máis relevancia: no País do Cambio non teñen sentido as deputacións, alomenos co mesmo nome.

martes, marzo 6

"Rrebolhuciónt"

Al crecer pierde uno menos cosas de las que cree: y la pérdida real es la pérdida de la espontaneidad. Ni siquiera la inocencia, que puede mantenerse intacta a poco que uno aprenda a cerrar los ojos en el momento adecuado. Pero la espontaneidad se va cayendo despacio, como el pelo, y un día uno se levanta de la cama, se mira al espejo y ya está: ni siquiera el desayuno es el mismo. No sabe igual el amor, tampoco la vida: lo he sabido en la mudanza. Una mudanza es el definitivo viaje al pasado: se recorren las fotos antiguas, las cartas escritas a mano desde la mera profundidad del ser, con apenas trece años. Se llega entonces a las cosas de uno: a las cosas propias que no se han tirado. Es como escarbar en la corteza de la incierta juventud para llegar a la húmeda viscosidad del corazón, y clavar las uñas allí dentro, rasgando el olvido sin dolor. Y ahí aparece de repente el sueño adolescente, la caída inconsciente de los párpados bajo un cielo colmado de nubes rosadas, enamorado súbitamente de Candy Candy: mamá, yo quería ser poeta. A los dieciseis años escribí un ramillete de azucenas. Una dedicada a una madre, otra dedicada a una novia, la última dedicada a una puta: la santísima trinidad. Hubo quien los publicó (de aquella manera), pero ésa es otra historia: hay gente para todo, y la obra maestra no estaba ahí. La obra maestra la guardé tiernamente, porque todo el mundo tiene la oportunidad, durante quince minutos, de escribir algo que valga la pena: y yo esa oportunidad la gasté, meritoriamente, en la adolescencia. Conocidos ya los destapes de juventud de Günter Grass, baby-nazi, y Víctor Manuel, cantor franquista, no hay por qué seguir en el armario: “Estimada Editorial: Me dirigo [sic] a ustedes consciente de la importancia y del prestigio que poseen, y comprendo que pueda parecer osado el enviarles este poemario juvenil, adolescente. (...) Tengo escritos breves relatos [aquí viene mi particular Gernika, mi Novena Sinfonía, mi Fausto], novelas cortas que circulan entre la gente que me rodea [¡mentira!], que nunca he enviado a las editoriales. Y no las he enviado por la simple razón de que no tengo máquina ni ordenador, y estos poemas se los he encargado a una mujer, después de ahorrar para poder pagarle”. La cosa sigue, pero se enreda. Junto a esta histórica carta se adjuntaban unos poemas bochornosos. Hasta ahí la mudanza. “He perdido la espontaneidad”, me lamento, llevándome las manos a la cabeza, agitándome en un suave estertor. Y paso la tarde del domingo delante de un ordenador, disfrutando del prime-time: una entrevista de Joaquín Soler Serrano a Salvador Dalí, para curarme de espantos. Cuenta el artista lo que le ocurrió en la Real Academia de Bellas Artes (“me tocó en un examen hablar de Rafael, y subí a la tribuna y les dije que no podía examinarme: “¡Porque yo sé taaaanto de Rafael...! Sé muchísimo, y sé más que los que me tenéis que examinar”: le echaron). Y habla de su familia. Después de la patada que lo echó de casa, volvió ya triunfal y aparcó su coche al lado del de su padre. Su coche (su falo) era más grande: espiritualmente freudiano. En la entrevista de televisión, Dalí viene a decir que para su padre, notario en Figueres, la ortografía era lo más importante de la vida. “Y pasó”, cuenta el pintor, “que un día escribí la palabra ‘rrrrrevolución’ con cuatro faltas de ortografía. Empecé con una ‘erre doble’, naturalmente. Luego puse la ‘be’ que no era. Después sentí que había que parar, y puse una ‘hache’. Y finalmente puse una ‘te’ que mi padre se metió en cama y dijo: ‘Este chico, pase lo que pase, tiene que morirse cubierto de piojos”.

domingo, marzo 4

Papel

Hai unhas semanas entrevistei a Manuel Rivas en Pontevedra. Valoro moito a Rivas: o seu compromiso social (aínda que unidireccional) e a súa literatura, que é a mellor que se está a facer en Galicia. Pero nesa entrevista pregunteille polo bipartito e dixo isto: "Hai momentos en que hai que levantar a cabeza do papel, e hai momentos en que non. Eu estou coa cabeza no papel". Era unha abstención, iso si, momentánea, pero inxusta. Cando un levanta a cabeza do papel non debe volver a metela: non se compromete un a tempo parcial. Galicia non anda sobrada de intelectuais, pero, sobre todo, Galicia non anda sobrada de intelectuais que falen en voz alta. Aquí o que máis e o que menos camiña por riba das augas e mira todo dende a distancia, sen manchar os pés. E os que os manchan, métenos sempre nos mesmos charcos: caña ao PP: o escritor fácil. Por iso necesitábase que alguén como Suso de Toro conte o que contou en El País do pasado sábado: a denuncia das actitudes fraguistas do bipartito baixo un elocuente título: Fue para hacer otra política. Hai unha débeda pendente: sacudirse ese medo infantil de que lle indentifiquen a un coa dereita. Ser de esquerdas non é dicir siseñó nin meter a cabeza nun papel: é outra cousa. Xa vai para dous anos: ¿que lle pasou a autocrítica deste país?, ¿non quedamos en que xa non eramos un país sumiso?, ¿por qué Manuel Bragado critica a Antón Losada, con xustiza, pero logo matiza, temeroso: "sinto coincidir co PP"? Home, home.

Caldo

Lo primero que ha hecho De Juana al llegar al País Vasco no ha sido levantar una piedra, sino beber un caldo: para eso pudieron traerlo a Mourente. Y su novia, en una gran rueda de prensa, relató la emoción del preso al pisar su tierra 24 años después. 24 años sin volver a tu casa es una barbaridad: hay patrias que no han resistido tanto. Lo que pasa es que en las ikastolas se acabará enseñando que De Juana salió a luchar por la libertad de su pueblo: helo aquí. Y hay un paralelismo que nadie ha hecho notar, y es incómodo que ni siquiera alguno de los perspicaces analistas del Gara hayan visto que Iñaki de Juana guarda unas similitudes tremendas con Nelson Mandela, otro preso político encerrado por fomentar los derechos humanos de su pueblo oprimido. Mandela estuvo 27 años en prisión y De Juana 18: no eran los mismos crímenes. Los dos, esos sí, fueron aclamados a su salida de prisión, aunque a De Juana todavía le queda por cumplir el llamado régimen del caldo. Claro: no llueve al gusto de todos. Y en Pontevedra se manifestaron el viernes quinientas personas convocadas por la Fundación para la Defensa de la Nación Española para protestar por la “cesión ante el chantaje de ETA”. ¿Ha habido chantaje y ha habido cesión?: de eso ya no hay duda. Otra cosa es que la culpa de todo esto la tenga Lores. Los manifestantes insultaron al alcalde: lo pusieron a caldo, que está de moda. Eso demuestra que la gente que sale a la calle no sale por lo mismo. Sale la madre de Joseba Pagaza delante del hospital diciendo: “No hay derecho, no hay derecho”. Y luego sale otro a insultar a un alcalde o a levantar el brazo. Les vale De Juana lo mismo que les valen los homosexuales: no distinguen porque no les importa. Y si se escribe de ellos, se enfadan: “nosotros no somos la noticia”. Pero podrían serlo.

jueves, marzo 1

(Semana) Jueves. Levantando piedras

Jueves en la montaña: una "decisión personal". De Juana se va camino al País Vasco para salvar su vida, amenazada por una enfermedad terminal: la jalufa. Puestos a sacar presos, a mí me hubiera gustado que saliese aquel Rafi Escobedo, muchacho bien, pero no le veía yo agallas para hacer una huelga de hambre. Al fin y al cabo Escobedo mató a unos marqueses: no eran trabajadores que se subían al tren para ir a sus puestos de trabajo, como matizó Otegi. Pero Escobedo se ahorcó en la cárcel. Y De Juana prefirió no comer: le fue mejor, porque si hay algo que no soporta este Gobierno tiquismiquis es la desnutrición. Comprometidos como estamos contra la anorexia y con la negra infancia de Sudán, ¿qué ejemplo damos a los lectores británicos mostrando a ese prisionero blanco luciendo la costilleta? Me levanto paladeando esa inquietud, y veo el rostro alucinado de Elena Salgado pasando como una zombi las páginas del Times. Antes de llegar a la ducha, salto por encima de varias cajas y me topo de bruces con una montaña de periódicos atrasados que tenemos ahí dispuestos para proteger la vajilla del vaivén. Caen mis ojos en un titular luminoso: "Inaxio Perurena bate su récord personal al levantar 285 kilos". Y leo, ya rendido: "El 'harrijasotzaile' Inaxio Perurena batió ayer su récord personal de levantamiento de piedra a dos manos al alzar una rectangular de 285 kilos dentro de la reunión deportiva de las Seis Horas de Euskadi celebradas en el velódromo Antonio Elorza de San Sebastián. (...) También en esta velada de las seis horas, Joseba Ostolaza consiguió alzar trece veces en cinco minutos una piedra rectangular de 200 kilos". Con estos datos no sorprende el impacto que ha tenido entre la buena sociedad vasca la huelga de hambre de Iñaki de Juana Chaos, ni tampoco la compasión que Rubalcaba ha tenido con él: se impusieron los rasgos de una cultura milenaria, "la más antigua de Europa", en palabras de un intelectual de guardia. Y salgo ya de la ducha, después de darle varias vueltas al asunto, pero sin saber qué tipo de piedras levantaría el mozo De Juana en otros tiempos, y con cuántas manos: de la cárcel, por lo menos, ha salido con varias. Y en Pontevedra, mientras, la ciudad se prepara para la Pontus Veteris. Y se estrena hoy Fama, un musical que trae Caixanova. Eso es todo cuanto pasa por la mañana, y no es poco. Lo que ocurre es que ya saliendo al restaurante reparo en la portada del Marca, tan aséptica: "¿Qué hubiera pasado si matan a Juande?". Y la foto de un señor con collarín saliendo en camilla de un estadio del fútbol. La pregunta la contesta el presidente de la Federación Italiana de Fútbol, semanas antes, con motivo de la muerte de un policía en Sicilia: "Con este tipo de cosas hay que contar de vez en cuando en el fútbol". Un trágico accidente, vino a decir. Claro que sí.