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jueves, octubre 16

Los mismos malditos imbéciles

En su autobiografía, Mark Twain relata una anécdota que he empezado a contar feliz a la menor ocasión, estos días en los que se está poniendo de moda que la gente sepa lo que uno piensa gracias a los micrófonos abiertos. El libro, por cierto, es buenísimo. De Twain llegó a decir Hemingway algo conmovedor: “Es el mejor escritor que ha dado Estados Unidos”. No lo desmiente su autobiografía. Allí aparece en majestuosa armonía la infancia de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, la memoria que se recupera desde el primer aliento con una fortaleza envidiable y un sentido del humor prodigioso. Lo hace todo con el estilo de quien ha sobrevivido al estilo, llanamente, sin sonajeros, con la pretensión última de contar una historia. Por ejemplo, la anécdota referida a su amigo Tom Nash. Las épocas en las que se helaba el Mississipi salían él y Tom por la noche a patinar, probablemente sin permiso. “No acierto a ver por qué tuvimos que ir a patinar de noche, a no ser que fuera por eso, porque no teníamos permiso; porque no había ninguna diversión extraordinaria en patinar de noche si nadie iba a poner ninguna objeción”. En mitad de la aventura se escuchó un siniestro ruido sordo, “como de algo que se trituraba”: el hielo del río se estaba rompiendo. Después de una hora de sufrimiento llegaron a una orilla con el hielo partiéndose a sus espaldas. Antes, en uno de los últimos saltos, Tom cayó al agua. Se dio un baño muy desagradable, pero en un par de brazadas llegó a tierra. “Habíamos llegado a estar empapados de sudor, y el baño de Tom fue un desastre para él. Sufrió una procesión de enfermedades. Lo que cerró el lote fue la escarlatina, y salió de ella sordo como una tapia. También se quedó sin habla, pero le enseñaron después a hablar de nuevo, de una forma que nadie entendía lo que de verdad trataba de decir. Naturalmente que no podía modular su voz, puesto que le era imposible oírse a sí mismo cuando hablaba. Cuando él creía que estaba hablando en voz baja y de forma confidencial, se le podía oír en Illinois”. Más de cincuenta años después, el adolescente Samuel Clemens volvió a Missouri convertido en la celebridad Mark Twain a recibir un doctorado honoris causa. Aprovechó para visitar Hannibal, que había sido su pueblo, y en la estación de ferrocarril se encontró a una multitud que quería ver a su ciudadano más ilustre. “Vi a Tom Nash que se me aproximaba y yo me dirigí también hacia él, puesto que lo había reconocido al instante. Estaba viejo y con el pelo blanco, pero aún era visible en él el muchacho aquel de los quince años. Llegó hasta mí, hizo una trompeta con sus manos en mi oído, movió la cabeza hacia los ciudadanos y me dijo confidencialmente, con un grito como el de una sirena de barco en la niebla:

-Los mismos malditos imbéciles, Sam”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Larry Niven también admiraba a Clemens. En "A vuestros cuerpos dispersos" lo retrata con mogollón de admiración.