A eso de las once de la mañana un señor alto de flequillo estirado por la frente como un ciempiés levantó la mirada al cielo y dijo que esto no lo aguanta ni Dios, y salió de los soportales a empaparse de las lluvias y de los vientos, como un náufrago. Estaba yo allí, me parece que en el Rúas, desayunando un bocadillo de calamares, porque era tarde y además porque me apetecía, en uno de esos bares que todavía por la mañana no terminan de funcionar: que están como al tran-tran, echándole carbón a la caldera de las horas. La escena era fabulosa: allí estaba la plaza desnuda de gente, sólo piedra y lluvia, litros de lluvia cayendo a peso, como si alguien hubiese volcado un cubo a orilla de las nubes. La Leña, como la Verdura y como tantos otros lugares, de Pontevedra y del mundo, ha sido maltratada por la gente porque la gente la ocupa, y no la deja ver. Lo malo que tiene la gente es que no es invisible. El turismo, incluso el turismo intramuros, al final se lo carga todo. El casco antiguo por la mañana no tiene nada que ver con el que se conoce a otras horas: son dos cosas diferentes. Por la mañana reverbera la vida: se recogen los sonidos de la Pontevedra querida en los rincones más lejanos, y la gente viene y va sin sentarse, a sus cosas, porque está en marcha el día. Así la Leña ayer estaba vacía de todos, y sólo estábamos yo que desayunaba y el señor del flequillo hasta que salió a bañarse. A poco que uno se fije la ciudad está llena de esas pequeñas singularidades, de esos raspazos, de esas pequeñas maravillas literarias. Luego, al ocupar todo a la brava, como el fondo de un estadio, se disuelven entre la normalidad: la birra, el hippie, el pijo tonto. Y no hay forma de encontrarse ya no digo con esos señores, sino con uno mismo.
viernes, noviembre 17
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1 comentario:
Fantástico artículo. Me sorprende que no haya suscitado comentarios.
Enhorabuena.
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