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martes, abril 8

Esta nariz nuestra

El periódico subió por fin poesía a su portada el sábado. Normalmente la cultura tiene un acceso difícil a la fachada mayor de los quioscos. A veces se nos muere alguien entre los brazos, o hay un premio de renombre, casi fustigador, y la prensa lo recoge con un brío violento que tiene mucho de remordimiento. Pero la poesía 'per se' se arrincona, no se sabe si porque todavía hay cuestiones que no son para todos los públicos. Una cosa es que se anuncien putas y otra que se anuncien poetas: todo tiene un límite.

La literatura del sábado venía oculta en una noticia: un intercambio de bebés en el Provincial. Antes de hacerles las pruebas de la sordera el personal sanitario metió a los niños en las cunas equivocadas. El Destino cruza a veces la esquina: quizás alguien se acordó, con un bebé en brazos, que se había dejado las llaves en casa. Dos parejas de padres susurraron palabras de amor a dos bebés que no eran los suyos. Bien mirado asusta: un hijo es algo muy serio, sobre todo cuando aún anda uno con las presentaciones. No duró mucho esa extraña felicidad, apenas una hora, pero en menos tiempo se han venido abajo estirpes. Los griegos escribieron mucho acerca de amar a quien no debes y a quien crees que debes, y la ficción abusa de ese intercambio que atempera el dolor y la sangre: nueve meses en las entrañas para querer a otro. Al saber de la noticia, pensé en la Literatura: “Dejadlos estar”.

Alguna vez dije, arreglando a Fitzgerald, que nadie debería vivir más allá de los doce años. Quizás me quedé corto: la realidad es que todo se vive mucho antes. De niños, Mark Twain y su mellizo se parecían tanto que para distinguirlos les ataban cintas de colores. Un día que los dejaron solos en la bañera, uno se ahogó y las cintas se habían desatado. “Nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo”, dijo Twain.

Y luego está la historia de Juan Marsé. Se la contó él mismo a Arcadi Espada hace años en El País. La madre de Marsé murió en el parto y su padre, el taxista Domingo Faneca, recogió días después en el hospital a una pareja que había perdido a su hijo recién nacido: un matrimonio formado por Berta Roca y Pep Marsé.
“-¿Fue su madre la que habló?
-Sí, así ha quedado, por tradición oral. Je, je. Le dijo al taxista: ‘¿Por qué no me deja ver a esta criatura?’
-Es increíble.
-Exactamente. Fue increíble”.
Vio a su padre un par de veces: “No era nadie, está claro. Mucho tiempo después, una periodista me dijo que había conocido a Mingo Faneca. Y que lo había visto con el dedo puesto sobre una foto mía que publicaba un periódico. Decía: ‘Éste de aquí es hijo mío”.
Se enteró el niño Marsé de la verdad a los siete años, cuando su abuela lo sentó en una silla: “Nen, tu tens quatre pares”. El entrevistador remató la faena con una pregunta muy apropiada:
"-¿Y esa nariz suya?
-Creo que era de mi madre Rosa”.

3 comentarios:

Alba R. Santos dijo...

Un beso.

M. dijo...

Un bico, Alba.

Reina de Palandria dijo...

hay una historia preciosa de gemelos, que escuché una vez por la radio ,en la voz de Quico Cadaval. El protagonista de la historia, Oscar Wilde, le contaba a su esposa Constance,después del sexo, que realmente él no era Oscar Wilde, si no un vagabundo que había suplantado su personalidad y asesinado al verdadero Wilde. El vagabundo, al final del relato, se descubría que era el hermano gemelo de Wilde. Constance, completamente enamorada de su esposo, decidía mantener el secreto , y efectivamente comprobaba que el estilo y talento del Wilde escritor habían mejorado sensiblemente desde hacía un tiempo, a la vez que las artes amatorias de su esposo.


UN BICO.