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martes, abril 22

Piratas

Visto en perspectiva había entonces cierto romanticismo en matar a alguien que no era de tu país precisamente por eso, por extranjero. Si eso se llevaba a cabo en alta mar, y de ello se derivaban tesoros varios y un largo recuento de cadáveres tumbados con la espalda al sol, el viejo aire romántico empapaba a los piratas (sólo a los escrupulosamente patriotas: los había promiscuos). Es la sucia percepción de la literatura, pero hasta ahí: esto no es la mafia, y prescribió el delito. Dijo hace poco el escritor Alberto Fortes que no era romántico el mar, pero lo dijo porque lo había vivido y lo había vivido joven. Siempre ha defendido uno que desde la ignorancia es más fácil zanjar / idealizar estas cuestiones. En otros siglos el patriotismo se entrenaba matando y ahora hay que celebrar algún gol suelto de Salinas, cuando Salinas ya ni juega. En su conferencia en Pontevedra Manuel Vicent habló de la patria como efusión del cerebro reptil: la defensa del territorio. Por eso puso ejemplo a un perro, al que descuidadamente llamó Toby. Cuando sale el perro de casa mea en un árbol, en otro y en el de más allá. No por aliviarse, sino por definirse: su patria. Sarkozy, con la arbolada patria a cuestas, envió hace unas fechas sus mejores presentes para sofocar un secuestro infame en aguas somalíes y Zapatero pudo haber pensado ayer en una excursión de catequistas, pero acaba de enviar una fragata a ver qué pasa. España, desde que un mal día se puso el sol, ha sido siempre un país que se debate entre la blandenguería y la estolidez. Cuando hubo que hacer una guerra sucia se metió en un saco a Segundo Marey. Cuando hubo que plantar cara a Bush, nos pasó la mano por el lomo y tiró un hueso que devolvimos entre fogosos ladridos. Sobre los piratas modernos no cae la romántica pátina del pasado sino el estigma de una banda de chikilicuatres en pedaleta con ínfulas marinas. Suelen ser ex militares que cuidan a sus rehenes y que defienden una patria rápida: el dinero. Si hay cierta moral, debe España empalmar en la proa una ancha tabla de madera y empujarlos, con la punta oxidada de un viejo sable del pirata de A Moureira Benito Soto, a los tiburones.

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