Antes de entrar en el bingo (Cobián Roffignac y diez de la noche de un sábado, liquidada una botella de licor café en un piso cercano: de ahí la extravagante tentación) entregamos el carné, vuelta y vuelta delante del portero, y luego esperamos nuestro turno y salimos al otro lado: al lado del juego, de los matrimonios maduros pasando la noche, separados de la ciudad por unas cortinas pesadas que le dan a la historia un aire horrendo a puticlú. En la mesa pienso durante un segundo en Manuel Vázquez, a modo de homenaje: aquel dibujante ya muerto que hizo varias tiras que llamó después Vámonos al bingo, y que me divirtió de niño. Pasada la nostalgia se pide una ronda de copas, por lo general, y llegan los cartones y así debe funcionar el Universo
El sábado fue la segunda vez que entré en el bingo. En la primera, hace unos años, me animaron mis amigos a cantar la segunda línea, porque así era el reglamento, y debía de hacerlo además de pie y con voz Marcial (Ruiz Escribano). Sujeté la emoción hasta que marqué el último número de mi primera línea, cuando a toda la sala debía faltarle ya una bola para bingo. Me salió un “¡línea!” tan definitivo que a punto estuvieron de meterme la cabeza dentro del bombo. Se paró la multitud (oía sus respiraciones agitadas, como búfalos interrumpidos durante un coito inmenso) y la mesa se pobló de amenazas invisibles que nos dejaron paralizados. Pero, y he aquí lo que me tiene encantado del bingo, siguió el bombo p´alante dando vueltas y siguió la vida como si tal cosa: ya podía haber un tiroteo.
Entre mis grandes vicios, cuya intrépida bandera es devorar panceta cruda separándola delicadamente de la piel para juntarla con pan aún caliente, no está el del juego: sorprendente, pero uno aún no es rico. Además, suelo ganar cuando juego. Hace unos años entré en el casino de A Toxa con trescientos euros y salí con mil: para alguien educado en la trascendencia del fracaso, eso es frustrante. Resolví unas Navidades, pero casi echo por la borda un ideal poético. El bingo, a botepronto, es un ambiente muy sui generis, alejado de las viejas en zapatillas y con cestas de monedas que se sentaban en la sala de General Mola y más lejos aún del ambiente prostibulario que se debe respirar a veces en el Casino, visitado en ocasiones por mocosos de veinte años que hacen dinero con la cocaína. De las dos veces que visité el bingo guardo algunos (lógicos) apercibimientos y un fresco poco interesante: gente de a diario echando cartones como quien compra el pan, por el placer de consumir una rutina; solitarios (probablemente) enfrascados en teorías matemáticas delante de varios cartones; ninguna mujer sola sorbiendo las lágrimas de un fracaso; una pareja de inmigrantes (paquistaníes a primera vista) mirando el tendido; y luego un grupito de borrachos que necesita hacer tiempo en un lugar caliente y mal iluminado, tachando números más por el placer de beber a gusto que por el placer de completar un cartón, por poco que prometa.
Se rescata, en fin, la música del azar: esa cantinela de “treinta y dos: tres, dos” y el bombo rolando, como rola la vida, mientras uno tacha los números, los huesos de las aceitunas y lo que le echen en el plato. Uno salva pocas cosas, pero hay un lugar espléndido reservado a la elegancia: tener el bingo, y los huevos de no cantarlo.
3 comentarios:
Buen final de película; no cantarlo.
"Se paró la multitud (oía sus respiraciones agitadas, como búfalos interrumpidos durante un coito inmenso)".
Un saludo, maestro.
Nunca he estado en el de Cobián Roffignac, ciertamente...
Por cierto, ¿sigue esa invitación a la Verdura en pie? He llegado hoy a Pontevedra, estaré hasta el Domingo, ya me dirás...
Un saludo ;)
Andrés, tienes un correo.
Gracias, Mabalot: eres demasiado generoso. (Por no hablar del sonrojante maestro: si hay un maestro en esta generación, que ojalá no lo haya, ten por descontado que tendrías que ser tú)
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