Arthur Conan Doyle publicó La aventura de Copper Beeches en junio de 1892, dentro del volumen Las aventuras de Sherlock Holmes. Se trata de un misterio surgido de lo que el detective cree su particular “punto cero”. “En cuando a mi pequeño consultorio, parece que está degenerando en una agencia de recuperación de lápices perdidos y de consejos a jovencitas de internados escolares”, le dice a Watson. La frase, y la carta arrugada que le arroja a su amigo, cierra una conversación espléndida que me he resistido a publicar aquí por su extensión, pero que he colgado en el blog de Círculo Solana.
El diálogo es una lección sobre el arte, el crimen y el sensacionalismo que Holmes, pagado de sí mismo y pletórico de soberbia, ofrece a un resignado Watson, que aún en su soledad no escatima pullas (al fin y al cabo, él es el que relata): le reprocha, en su pensamiento, la “conferencia sobre mis defectos literarios” y le repele su “egoísmo”. “No, no se trata de egoísmo o presunción”, le dice Holmes, contestando según Watson, “como tenía por costumbre”, a “mis pensamientos más bien que a mis palabras”. Watson guarda un recado para el final, cuando agita la misoginia de su socio: “Mi amigo Holmes, con gran desencanto mío, no volvió a mostrar ningún interés por la señorita Violet Hunter, una vez que la joven dejó de ser el punto central de uno de sus problemas”.
La aventura de Copper Beeches comienza con una antológica declaración de Holmes a propósito de la redacción que hace Watson de sus casos. Le reprocha su afición a las causes célèbres respecto a “esos otros sucesos que en sí mismos eran triviales, pero que proporcionaron ocasión para el empleo de las facultades de deducción y de síntesis lógica en las que yo me he especializado”. “Si yo pido plena justicia para mi arte, es por ser éste una cosa impersonal, una cosa que está más allá de mí mismo. El crimen es cosa vulgar. La lógica es cosa rara. Por consiguiente, usted debería hacer más hincapié en la lógica que en el crimen. Usted ha rebajado lo que debería haber sido un curso de conferencias hasta reducirlo a una serie de novelas”, explica Holmes con un “humor no muy templado”, según observa Watson. No lo acusa de ser sensacionalista, ya que en muchos de los casos no había crímenes, “pero yo me temo que al evitar lo sensacional, haya usted bordeado lo trivial”, continúa Sherlock Holmes chupando su larga pipa, antes de zambullirse junto a su socio en un nuevo, insólito misterio.
2 comentarios:
Releído el diálogo, vuelvo a darme cuenta de lo que me ha hecho disfrutar Holmes. Me encanta.
Un abrazo, M.
Él y Watson son dos personajes literarios admirables y adictivos. Conan Doyle debería haber tenido tres vidas. Abrazos, Porto.
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