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jueves, febrero 21

Un número equivocado

Churchill, que hizo un gran acopio de citas, ganó un Nobel y perdió las elecciones tras resistir el bombardeo nazi (qué pueblo, el británico), dijo una vez que la democracia era el régimen en el que si alguien te llamaba a las seis de la mañana sabías que era el lechero. Probablemente más de una soltera de la época se quedó sin dormir muchas noches esperando la llegada de la musculosa democracia. En mi casa, desde hace unas semanas, si alguien llama a las siete de la mañana sabemos que alguien quiere coger un autobús. No es lo mismo que la democracia pero reconforta. Tanto como la época en la que un amigo recibía a las siete de la mañana la llamada pastosa de una mujer que aclaraba: "Perdona que te moleste, ¿puedo ir a tu casa a follar?".

Ningún teléfono es inocente cuando suena de madrugada. Todos tienen su faction: alguien no duerme al otro lado de la línea. Sobre eso creo que fue Paul Auster el que se explayó a conciencia en algún libro de su trilogía de Nueva York, pero yo no soy Paul Auster, ni tengo su destreza para fabricar niñas tan encantadoras como Sophie. Como nuestro teléfono es fijo (llegó con el ADSL a pesar de mi insistencia; no tiene sentido poner un pie en la modernidad y otro en la prehistoria: “¿y si es de rueda?”), y el número no lo sabe más que la familia (incluidos algunos amigos considerados como tal), la primera vez que sonó a las siete dije aún en la cama, todo lo impostadamente que pude: “Menudas horas para morir”. Cogí (ese paso que todos dimos al descolgar un teléfono esperando la nota de un examen o de una vida, cogiendo aire y mirando de frente al destino, como un soldado orgulloso) y una mujer me preguntó si era aquello la estación de autobuses. “Espere unos años”, pensé mirándome de reojo en el espejo. “Perdone”, contestó.

Las llamadas se han ido sucediendo con cierta cadencia. Nuestro teléfono es casi idéntico al de la estación: un Siemens corriente. Y el número también debe de ser muy similar. Le dije a E. que mejor eso que parecerse al de una funeraria, o una casa de putas, o la Policía Nacional. Yo, en cualquier caso, nunca perdí las formas. Siempre contesté que aquello no era la estación, sino un piso en el que lo único a lo que se aspiraba era a que llegase puntual el lechero. Hasta que una mañana me despertó la democracia y fui directamente al salón a coger el periódico del día anterior. “Dígame”. “¿La estación?”. “Claro, dígame”. Me pidieron el primer autobús que salía de Pontevedra para O Grove. Dí el horario. “Gracias”. Lo he seguido haciendo durante días, y puede que mi número haya ido corriendo de voz en voz, superando en éxito al de la estación. Algunas rutas ya las digo sin consultar, de memoria, mientras cocino o recojo la casa. Ayer me llamó un hombre desesperado porque tenía cita con el médico y se había quedado dormido. Ningún autobús lo dejaría a la hora en Pontevedra, le comuniqué trazando con el índice los horarios, pero si me diese las señas exactas podría acercarme a su pueblo y traerlo yo mismo en mi coche. No quise su conversación y tampoco su dinero. Yo era, le dije muy secamente, un profesional. Asintió (le eché un ojo por el retrovisor, ceñudo), y sólo después de hacerlo, arranqué.

1 comentario:

conde-duque dijo...

Qué bueno...
Plas plas plas.