Tantos años después aún hay quien piensa que los españoles perdieron la inocencia con la muerte de Franco, pero en realidad se perdió siete años después, al morir Chanquete. Para las generaciones jóvenes resulta incómodo pedirle a alguien mayor que hable de ese momento. Desde 1982, llorar a Chanquete forma parte del calendario litúrgico español. En España uno se bautiza, llora la muerte de Chanquete y luego se confirma: es la santísima trinidad de la españolidad catódica. Uno recuerda haber llorado a Chanquete a principios de los noventa, cuando de Chanquete no quedaban ni los huesos y la cinta empezaba a patinar en TVE. Si fue tanto el dolor entonces, cuando Chanquete moría en diferido, cuál no debió ser cuando murió en directo, sin que nadie lo esperase, en aquella España timorata que despejaba aún las sombras de la dictadura y se agarraba desvalida al timón del gordo bonachón.
Con el aniversario de la muerte de Franco siempre llegaba flotando la muerte de Chanquete, como llegará con el aniversario de Juan Carlos I, de la Transición o del 23-F. Lugares comunes del periodismo en estos casos: de ayer a hoy, tal como éramos, Verano Azul, Julio Iglesias en Eurovisión, Amigo Félix, entrevista a Victoria Prego, de la peseta al euro y de José María Iñigo a José María Iñigo. Pero entre todos, como una figura sobresaliente, por encima del bien y del mal, el gran Chanquete tosiendo bajo el sol azul del Mediterráneo con una gorra de marinero y con la panza jamonera tostada al aire. Era Chanquete un avanzado, un profeta: un jubilado a tutiplé que doraba la piel entre los muchachos del verano, sin la ruina con la que les describió Dylan Thomas. Después de él vino Espinete, que no era más que un Chanquete sin barco pero con Don Pimpón, que hacía las veces de Julia con sombrero de paja y una pelota por nariz. Con Chanquete llegó la pedagogía adulta del señor mal visto de gran corazón, dibujada después por María Gripe en aquel libro, Elvis Karlsson. Al Elvis, un crío de pocos años con pinta de intelectual suicida, le adiestra malamente en la casa su madre, un arpía menesterosa, y en la vida su abuelo, un viejo cabrón que escupía en el fregadero. Chanquete inauguró el ‘chanquetismo’: el abuelito enrollado, la vena macarra con azúcar del jubilado socarrón.
Chanquete era querido, pero los madrileños de Nerja le tenían atravesado: se vio en su muerte, que suele ser el único momento en el que los cínicos muestran su afecto. Antes le dio tiempo al marinero a protagonizar una estampa que ya es el epítome de la okupación, la fuente original de la que beben los titiriteros de nueva generación. Chanquete, escoltado por los muchachitos pandilleros y por Julia armada con su guitarra, entona el “No nos moverán / del barco de Chanquete / no nos moverán”. Hay un antes y un después en la vida de muchos hippies cuando ocurrió aquello. Si la fotografía no es comparable a la del Che es porque al Che lo inmortalizó Korda y a Chanquete Mercero, que hizo lo que pudo pero acabó enredado en las faldas de una boticaria, con el poco prestigio que da eso. Que aquel barco fuese de Chanquete era lo de menos: allí estaba el espíritu rebelde, el tardofranquismo al ajillo, la revolución civil, el desplante a la autoridad y las consignas pegadizas. Chanquete no okupaba, pero era tan bohemio, tan rarito y tan soltero que lo parecía, y ya saben que la mujer del César no sólo tiene que ser honesta, sino parecerlo.
Al final, las hojas muertas de aquel verano volaron sobre la madera de su tumba, y arrasó el duelo. No hay un documental que recoja eso, pero a cualquier adulto de entonces preguntarle por la muerte de Chanquete es preguntarle por la muerte de un padre. O más.
1 comentario:
Muy bueno, M.
Un abrazo.
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