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jueves, abril 26

Pacientes

A M.G. y hermanas, con retraso

La cifra es demoledora y no pasa inadvertida: uno de cada tres hombres y una de cada cinco mujeres padecerán cáncer en algún momento de su vida. Dice Tom Kirkwood, director de Gerontología de la Universidad de Newcastle: “Una de las creencias máis arraigadas que tenemos es que estamos de alguna manera programados para morir. Y es algo extraordinario ya que lo que entendemos ahora es justo lo contrario de lo que sucede: que el cuerpo está programado para sobrevivir. Si observamos el cuerpo de un persona, incluso unos minutos antes de que muera, y examinamos individualmente las células de ese cuerpo, encontramos que cada célula, cada organismo de ese cuerpo, está trabajando todo lo que puede para que ese cuerpo siga vivo. No hay ningún momento en que ese programa tire la toalla y diga: ‘es la hora de morir y yo controlaré el proceso”. Y sin embargo morimos, cada vez más tarde: pero ya el cáncer es la primera causa, por encima incluso de las enfermedades cardiovasculares. La plaga del futuro destruye la vida con la misma eficacia que sus antecesoras: sin avisar, de un mes para otro, con una precisión milimétrica. Desde hace algunos años ha pasado la sombra del cáncer por mi vida dejando aquí y allá las huellas de desesperación de amigos tan cercanos: algunos han acabado en quimios y otros enterrando a sus familiares. De muchos de ellos he recogido el lamento no sólo de la ausencia ya perpetua de una madre, sino de su propia vida, golpeada en los cimientos. Por eso eché la vista a un estudio que publicó ayer mismo la profesora de la Universidad de Navarra Cristina G. Vivar: el tratamiento a los enfermos de cáncer se debe extender a sus familiares, tanto en los aspectos físicos como en los psicológicos. No me extenderé en la retórica del sufrimiento del hijo que queda a expensas de una cruel metástasis. No lo he sufrido en primera persona, ni me apetece siquiera literariamente ponerme en su lugar: por respeto a ellos, y por respeto a mí mismo. Lo que pasa es que luego está el aspecto emocional, que lo invade todo. Una amiga convenció a su madre para acompañarla a una revisión rutinaria y le descubrieron un cáncer de mama que ha superado con éxito. A la madre de otro amigo le diagnosticaron mal y tarde un cáncer fulminante: ni siquiera un año de vida, ni el atisbo de un alivio improbable. Ha habido algún caso más cercano que ni me apetece relatar: todos llevamos sobre nuestras espaldas el sufrimiento de los otros, cuando no el nuestro. Hace unos pocos meses llegó a mi buzón un correo de una vieja amiga que desmenuzaba el incómodo sufrimiento gratuito padecido en la Unidad de Oncología del Complejo Hospitalario de Pontevedra a raíz del cáncer de su madre: “el ser que más he querido”. Entre algunas de sus frases, acosado por la ansiedad de sus familiares, el médico llegó a decir: “Si seguís así, le retiro el tratamiento”. Las disputas son frecuentes: en el umbral de la muerte tiende uno a perder los nervios. Lo que pasa es que esto el médico tiene que saberlo, y al menos comprenderlo. Los casos son como el cáncer: puntuales. Y cada historia es la historia de uno: no hay dos iguales. Este periódico ha recogido cartas al director de todo tipo: desde la queja hasta el afecto a los sanitarios. La historia que me llegó a mí es una historia acerca de la indiferencia humana. Seguro que no es la primera. Eso sí, hay algo relevante: desde Oncología del CHOP no se ofrece a los familiares asistencia psicológica. En el estudio de la profesora Cristina G. Vivar se dice que la salud de un familiar y su ánimo “es fundamental, porque influye en los mecanismos físicos y sociológicos que sostienen al paciente y su entorno”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

aquí sí que me quedo muda de verdad; por situaciones muy cercanas que no me apetece recordar aunque como siempre olvido cómo se olvida salen a flote en los momentos menos pensados...gracias, de todas maneras, porque hacerme pensar en la persona más valiente que conoceré en la vida es algo bueno:)
besín