El cielo de Camariñas estaba alfombrado de gaviotas y el sol rodaba cielo abajo a la hora en que el mugido eléctrico de los barcos anunciaba su regreso. El aire blanco se deslizaba entre los bombachos de aquellas muchachitas perfilando sus piernas y acariciando su escote, tibio y perfumado, cuando echaban la cabeza atrás en una carcajada inverosímil. Pero nos cansamos de todo aquello en un par de horas, y discutimos porque tú no hacía más que fotografiar nasas y nasas y más nasas, y la insólita combinación me destrozó los pulmones. Volvimos a desfilar en coche por una carretera estrecha que se estiraba en meandros bajo la deslumbrante falda roja del atardecer. Se hacía de noche en la Costa da Morte, y en Muxía nos recibió el silencio sepulcral del mar. Ante nosotros se abrió un cielo de hormigón y un azul salvaje que llegaba desde la oscura barriga del océano, latiendo por debajo de nosotros con el sobresalto primitivo de las cosas. No se veía nada: agitamos las manos en la oscuridad, y apenas se movía algo a nuestro alrededor. Dos sombras nos pidieron fuego. Centellearon las brasas de los cigarros como luciérnagas rojas. El día siguiente fue distinto. Dormimos en un hotel de Ponteceso, encima de la lengua de arena de la desembocadura del Anllóns. "He leído que en este pueblo nació Eduardo Pondal", dijiste. "Seguro que el dueño del hotel era un marinero que lo construyó con las indemnizaciones del Prestige. Este hotel no tiene más de dos años, y al hombre le falta un dedo. Cobra además una pensión de invalidez", aventuraste. Pero ya no te escuchaba: eras un rostro amable, uno más de los que había ubicado en la Costa da Morte, alguien cercano a quien abrazar cuando estuviese triste, y te pedí ir a Camelle. Tú insististe en conocer Laxe. Era uno de esos pueblos acolchados sobre el mar que desprenden una placidez anestésica en cuanto uno entra. El sol de otoño blanqueaba las casas. Unas pocas banderas de Nunca Máis colgaban desteñidas en aquel lugar. Pero yo sólo tenía hambre. Varios perros deambulaban tristes por la carretera que bordeaba la playa. Me pregunté qué clase de pueblo era ése que tenía a sus animales abandonados y por algún motivo te sentó mal. Pero nos reconciliamos a tiempo de elegir un restaurante cerca del mar, a unos metros de Santa María da Atalaia, donde compartimos comedor con dos matrimonios con niños futbolistas. En Laxe fuimos felices. Siempre comíamos alrededor de niños. Tú dijiste que era porque me parecía a Jesucristo: me había dejado una barba inmensa y el pelo muy largo. Te reíste por encima de una copa de tinto. Paseamos alrededor de la playa bajo aquel cielo blanco hasta que decidimos coger el coche y salir para Corme. Al llegar enfilamos una carretera recién asfaltada ("el 75% del Plan Galicia", dijiste) que se encaramaba como en una película de Hitchock al faro Roncudo. Dejamos atrás las cunetas sembradas de plantas y terraplenes y llegamos a Roncudo fascinados por la espuma que brotaba como sangre de aquel mar salvaje. Una soledad inmensa en aquellas horas desnudas del mediodía empapaba el viento. Una cruz blanca y solitaria recordaba a los percebeiros muertos. A lo lejos se oía el silbido de la muerte interpretado por los fantasmas blancos enterrados en tumbas alojadas kilómetros mar adentro. Permanecimos en silencio varios minutos, separados por todo lo que nos unía, hasta que llegaron un par de hombres. Uno de ellos se quedó en el coche y otro se alejó por las rocas para no ser visto mientras meaba. Un azul intenso refulgía con violencia en destellos por encima del baño deslumbrante de luz. Era otoño. Bajamos a Corme más alegres. Un aire de irrealidad colmó el viaje de regreso. Y de repente oscureció, como si alguien hubiese apretado un botón. Bebimos mucho en un pub de Ponteceso. Se te derramó un chupito sobre un chico en el tumulto de la barra mientras yo esperaba en la mesa. "Levádea o máis lonxe posible para que se afunda", dijo alguien. Te reíste al contármelo ya en la mesa, con las manos pegajosas por el licor, y te quité el frío mientras estallaba una fiesta imposible en la pista cuando empezó a sonar Shakira ("suerte que en el sur hayas nacido"). Acabamos en un bar pequeño regentado por una mujer con un escote enorme al lado del hotel. Sus pechos se agitaron por un instante temblorosos sobre la barra, balanceándose como Elvis Presley en los casinos de Las Vegas. Un borracho quiso marcharse en bicicleta. Por la TVG pasaban un Colombia-Argentina en directo. Al día siguiente iríamos a Camelle.
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4 comentarios:
Lo dicho, que muy bien, Manuel. Ha estado muy bien.
Lo siento Manuel, pero a mí esta columna me parece una de las más chabacanas y artificiosas de entre las que le he leído en todos estos años. Totalmente sobrecargada; parece el ejercicio de un adolescente con maneras, no de un escritor sucio y/o fácil.
Lo siento, sé que no es justo que venga aquí a su casa a criticarlo de esta manera, y sé de la dificultad de escribir, pero es que esto es muy muy malo, por mucho que a Portorosa, persona a la que considero muy coherente, le guste.
Le echaba de menos, Asdf. No tanto a usted, que también, sino a su proverbial juicio. Me estaba empezando a mosquear nuestra pequeña luna de miel. Déjeme discrepar con usted: a mì me gusta mucho esta columna, aunque no tanto como para escribirla. Seguro que lo entiende.
"Sé que no es justo que venga aquí a su casa a criticarlo de esta manera". Sí que lo es, para eso publico aquí: no se preocupe ni se me achante, sino perderá a un admirador.
Porto, un saludo a ti también. Agradezco (mucho) tu comentario.
Tampoco le estoy pidiendo que me dé caña siempre, ¿eh? No se anime demasiado: también disfruto del halago. Saludos.
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