Después de las palabras de Nicolas Sarkozy en la plaza de la Concordia, una mujer cogió el micrófono e hizo algo maravilloso: cantar la Marsellesa. No había exceso de banderas francesas, a pesar de que ha sido el martirio de la patria y el orgullo sagrado de haber nacido en esa gran nación uno de los grandes mantras de la campaña de Sarkozy. Sin embargo se hizo ese silencio breve que precede a los momentos íntimos, y los francesitos, envarados y con la mano en el corazón, cantaron la Marsellesa. La historia del himno de Francia es fascinante y la relata como nadie Stefan Zweig en Momentos estelares de la humanidad, un libro imprescindible que olvidé hace exactamente un año, sumiso, en la habitación del hotel de Bruselas en la que lo leí muy despacio durante cuatro días. Del himno dejó dicho Napoleón: “Esta música nos ahorrará muchos cañones”. Como tantos, la letra da miedo: se creó nada más declarar París la guerra contra Austria a finales del siglo XVIII. Pero en cualquier caso es un himno sensacional que le pone a cualquiera la piel de gallina. El domingo tampoco fue una excepción, incluso con las cámaras enfocando el rostro de Sarkozy (o quizás precisamente por eso). Siempre que escucho la Marsellesa recuerdo la escena inevitable de Casablanca: el rostro sereno y orgulloso, casi lunar, de Ingrid Bergman mirando admirada a Victor Laszlo, el líder de la resistencia nazi intrerpretado por Paul Henreid. Esa escena fue el único cine que vi durante muchos meses, siguiendo infame mi particular declive obsesivo: aquella mi incontenible emoción no por la patria, sino por la resistencia. Rick (Bogart) y Laszlo discuten en el despacho del primero cuando los nazis comienzan a cantar sus canciones patrióticas y demás: Laszlo baja las escaleras y se dirige a la orquesta, atónita, en medio del silencio del bar: “Toquen la Marsellesa. ¡Tóquenla!”. Los músicos se dirigen con la mirada a Bogart, que asiente en silencio. Y al compás de los primeros versos (“Allons enfants de la Patrie / Le jour de gloire est arrivé!”), y con los nazis insistiendo en su himno, todo el bar a uno se levanta de sus asientos y cantan una Marsellesa indestructible, desenterrando la vieja emoción patriótica empolvada en aquel lejano protectorado francés. Recordé la escena (la mirada inquieta de Renault, los ojos aguados de la novia de Rick en la barra, gritando Vive le France! al acabar el himno) mientras veía las imágenes de los candidatos, una y otra vez: la encantadora sonrisa de Segolene Royal y la fastuosa alegría de Nicolas Sarkozy. Ambos tenían la convicción de haber disputado una gran campaña, y el país entero así debió percibirlo: no había tanta participación desde 1981. De hecho, se apresuró Zapatero a felicitar al ganador aludiendo a una “derecha moderna y abierta”. No sé si la modernidad pasa por la patria: probablemente así sea. Una de las grandes tragedias de mi vida ha debido ser no poder mostrar orgullo más que porque lo que hago, y aún así. Amour sacré de la Patrie.
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2 comentarios:
Manuel:
Estou de volta en Cangas e bebo nas adegas do teu blog o viño novo e o licor docísimo das palabras que de sempre amo: a Literatura sen medo e sen renuncias. Unha marabilla escasa que cómpre agradecer.
Que sexas sempre así, tan necesario.
Apertas de buxo sempre,
Pintor
Acabo de enviarle tu entrada a un buen amigo con el que intercambio, siempre que puedo, lo mejor de cuanto encontramos en las lecturas diarias. Zweig y Casablanca son referencias entrañables e imprescindibles. El interés de un país por participar en unas elecciones, un sintoma de civismo y de buena salud democrática.
Un abrazo.
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