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sábado, noviembre 10

Aquí estamos todos desnudos y muertos

Cuando se publicó La canción del verdugo Capote gritó a quien quisiera escucharle que Norman Mailer era un desagradecido y un desgraciado por no reconocer la influencia de A sangre fría en su obra: era deudora de aquella nueva forma de periodismo. Truman Capote la había inaugurado triunfalmente y de la investigación de un crimen macabro en la América interior salió su obra maestra: un libro redondo del que, leído diez años después, dijo con sorpresa que no cambiaría “una sola coma”. La canción del verdugo, de Mailer, molestó al pionero, y propagó su bronca por las fuentes habituales. Pero Norman Mailer sí había dicho en las entrevistas de promoción que si no hubiese leído A sangre fría él no habría podido escribir La canción del verdugo. Error: Capote se refería a que no había encontrado ¡en el propio libro de Mailer! el agradecimiento explícito. “Tenía que haber ido junto a él, arrodillarme y recibir su bendición”, contestó Mailer. Tanto él como Capote y Gore Vidal protagonizaron las más sonadas disputas literarias de los sesenta y setenta en EE UU (Conversaciones privadas con Truman Capote, de Lawrence Grobel, en Anagrama). Vidal dijo del autor de Plegarias atendidas: “Lo ví una vez en los últimos veinte años y ya me pareció demasiado. Entré en un bar, me senté en un puff y resultó que era Capote”. Queda vivo de milagro Vidal, absorto en una pelea estéril con Bush. La primera frase de la primera novela que publicó Mailer es la última de nuestras vidas: “Aquí estamos todos desnudos y muertos”.

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