En la muerte de Fernando Fernán-Gómez (Fernando Fernán-Fer decía yo de pequeño: sepan disculparme) ha habido una fenomenal catarata de adjetivos en los periódicos y en las televisiones. Nada nuevo: cada cinco meses suele morirse el más grande (quizás con la diferencia de que éste, probablemente, sí lo fuera). El diario Público dedicó su portada precisamente a todo eso que inspiraba Fernán-Gómez, incluso un tierno “pelirrojo” que casi me hace llorar. Sin embargo, ninguno de los periódicos nacionales ha sido capaz de detectar la más genial de las virtudes del gran cómico. Ha sido el diario Gara el que ha publicado la exclusiva: en tiempos de tantos patriotas y abanderados, Fernando Fernán-Gómez no vivía en ninguna parte: cumplió entera la profecía de una de sus mejores películas. Nació en Lima “accidentalmente” y “fue inscrito en el consulado de Buenos Aires, durante una gira que su madre, la actriz Carola Fernández Gómez, realizó por Latinoamérica” (¡desde dónde, desde dónde!: huuuuy, al palo) pero no era de ningún país ni vivía en ninguna ciudad. Resulta imposible que en el elocuente obituario del periódico, donde se informa puntillosamente de su vida (mujeres e hijos incluidos) se pase por alto algo como el país en el que vivió y trabajó durante más de ochenta años el finado. Pero nada se cita, aunque hay por donde tirar: fue miembro de la RAE, se nos dice, y la noticia se fecha en un misterioso lugar llamado Madrid. Ocurrió así, y así hay que contarlo. Delante de Fernán-Gómez se encuentra uno un “veterano”, “maestro de escena”, “indómito” o “reputado cineasta” en diferentes tramos del texto. ¿Dónde vivió Fernán-Gómez? ¿Dónde rodó sus películas? ¿Dónde obtuvo sus grandes reconocimientos? ¿Dónde murió, dónde fue largamente llorado y dónde está ya enterrado? En nuestros jóvenes y nobles corazones vascos.
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