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jueves, noviembre 8

La menor reincidencia

Sabina acababa de publicar su álbum 19 días y 500 noches y en él incluía una canción dedicada a una puta que llamaba Magdalena: “Y si la Magdalena pide un trago / tú la invitas a cien / que yo los pago”. Unos meses después recibió la carta de un abogado bilbaíno con una factura de las copas a las que había invitado a Magdalena en un lupanar perdido. “No llegan a cien, pero bebió lo suyo”, escribe el señor. Sabina apoquinó la pasta, que no era poca, y se la envió de vuelta con una nota que decía: “La menor reincidencia rompería el encanto”. La frase es de George Brassens, y pensé en ella ayer cuando me desayuné con esta noticia: el pasado 4 de noviembre a las 21.30 horas Patrick Moberg vio en el metro de Nueva York a la chica de sus sueños y la dejó marchar. Grabó su imagen en la cabeza y emprendió una frenética búsqueda. ¿Cómo encontrar de nuevo a la mujer de tu vida en una ciudad de 17 millones de habitantes? Moberg hizo un retrato robot de ella, también del suyo, y con ambos se montó una campaña en internet digna de los McCann. “I saw the girl of my dreams on the subway tonight” escribe en un dibujo, y relata el encuentro con detalle, destaca sobre los dibujos las particularidades de cada uno y las mete en su web nygirlofmydreams.com. La chica es morena, tiene las mejillas rosadas y una flor en el pelo. Qué hacía Heidi en el metro de Nueva York es algo en lo que a Moberg ni siquiera le dio tiempo a pensar: dijo Borges que el amor nos deja ver a la amada como la ve la divinidad, y la divinidad no tolera pastorcitas. La búsqueda, propagada en cuanto saltó la liebre de tan grosera cacería, tuvo resultado: Patrick encontró a la chica, y así lo anunció exultante en la web. A eso ayudó un vídeo de él mismo explicando por qué ese amor súbito y la causa de su parálisis en el metro. Es un chico atractivo y valiente, de eso no hay duda, que padeció en su momento de lo mismo que padecen a diario tantos caballeros grises que recorren las calles arrastrando ruidosamente las cadenas de su soledad: la sentencia de una sofocante vergüenza. Que Patrick haya reaccionado a tiempo no le disculpa: pasó el día y pasó la romería. Tampoco es único: los amores eternos se suelen dar en pocas cantidades, y en lugares tan dispares como un metro, la cola de un autobús, las mesas de un restaurante o en la caja de un supermercado. Cuando uno repara en esto, cuando reinterpreta las miradas y los saltos del corazón y la piel erizada y demás síntomas, entre el goce y lo patético, ya apreciados por civilizaciones tan antiguas como la propia vida (si aquello eran civilizaciones, y si aquello era vida) se resuelve intensificar el encuentro y dejarlo estar, como quien ve desde el balcón pasar los cadáveres por el río apurando un último cigarro. Probablemente Heidi y Patrick hayan compartido en el metro unos minutos agradables en comunión, poblados de señales subterráneas, telepatía sugerida y un amor trenzado con el poderoso lenguaje de los símbolos. Si de esa tormenta invisible no surgió ningún trueno que los llevará a buscarse físicamente es mejor quedarse con el encanto del momento, eso tan defendido en esta columna: la gravedad del puro destello. “Si confiaséis más en la vida os lanzarías menos al instante”, clamó Nietzsche, pateando el carpe diem. Pensar que al final podría ser todo una gran metáfora al uso Amo a Laura: la última mentira de la Publicidad, saqueando la flaca y agónica Vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"New York, New York, it's a wonderful town!". Ao teu amigo Patrick o que lle pasou é que viu demasiadas veces 'Un día en Nueva York' e quedou trantornado.

Portorosa, eu non vin nada parecido ao que conta Miranda. Vin á xente moi asustada os primeiros días. Moi moi asustada. E despois cabreada. Vin aos fotógrafos dos medios locais traer imaxes de mariñeiros destos de chalupa que saian ao mar e apañaban fuel mesmo coas mans. E lembro á xente de Aguiño (Aguiño era, non?) recibir dun xeito moi agresivo a Torres Colomer cando lles ía prometer subvencións e tal. Lembro tamén ás pescantinas e outras mulleres da zona na nave das redeiras de Portonovo facendo a comida para os mariñeiros e os voluntarios que limpaban as praias. E tamén as chamadas de amigos e familiares preguntando onde se apuntaban para vir a limpar. Esa é a miña experiencia directa dende Pontevedra. Eu, aos únicos que vin rir do asunto, foi a algúns políticos. En realidade, a moitos. E siguen rindo. Tamén me desagradou a actitude de certos intelectuais de por aquí: "Ju,ju,ju, que guai. Esta é a nosa". Igual que me desagradou profundamente velos o ano pasado falando de "conspiracións" cando o dos incendios. Daquela, como no caso do Prestige, eu creo que a xente volveu dar a cara (e a talla). Recordo volver unha noite pola carretera de Ourense cara Pontevedra, a 20 por hora, todo en chamas, algunhas dunha altura da hostia, e os veciños con ramas e cousas parecidas dándolle ao lume para que non chegara ás casas. Ducias de veciños. Nin unha brigada, nin bombeiros, nin nada.

Por iso me produce certo noxo esa apropiación do fenómeno dos voluntarios por parte de Quintana. Seica se hoxe se partise en dous outro petroleiro na costa galega ía el cos seus superpoderes a parar a marea negra. Seica non se limitaría a mandar o barco mar adentro e despois repasar as vilas da costa prometendo subvencións. Seica non. Seica estamos moito máis preparados para afrontar outro Prestige, di o bipartito (La Voz de Galicia, 9-XI-07). Pois non saben o que me alegro.

Portarosa dijo...

Bueno, Manuel, por alusións:

Eu creo que todo o que dis é verdade, Lulú, pero tamén sei que vin mais cousas. E xente nalgún paseo marítimo mirando aos que limpaban as praias, coñeándoos.

O que dis é certo, pero tamén o é que hai sitios (sitios nos que gañou o PP, por suposto, ¿como non ía gañar?) nos que dixeron "¿Prestige, nunca mais? ¡Moitos mais!".

Respecto a Quintana e todo aquelo, estou de acordo: nin foron eles os que sacaron adiante a situación, nin creo que estean moito mellor preparados.

Unha aperta.